Allá por 1951 o 1952 llegó a Sevilla un joven médico bilbaíno que se llamaba Vicente Arenal y estaba emparentado con la familia de don Ramón Carande, con cuyo hijo Bernardo y otros amigos universitarios andaba yo metido en los trabajos fundacionales de la revista Aljibe. En la consulta que abrió en uno de los pisos del América Palace, junto al Prado de San Sebastián y la Estación de Autobuses, amueblado aún con unas rústicas sillas de enea con los barrotes pintados de azul, organizó una tertulia literaria a la que nos llevó Bernardo y en la que por cierto el anfitrión hizo un gran elogio de El bosque animado de Fernández Flórez, autor poco estimado de la juventud rebelde en cuyas filas Bernardo militó hasta el fin de sus días. Arenal admiraba mucho a los grandes poetas de su tierra y de su edad, Celaya y Otero, y asistió a la lectura que hicieron en el Club La Rábida los poetas cordobeses Julio Aumente, Ricardo Molina y Pablo García Baena, al concluir la cual me comentó que aquella poesía no le había gustado “un pimiento”. Vicente Arenal –lo supe al cabo de los años– había hecho la guerra en las brigadas de Navarra, en el mismo bando de los poetas que admiraba, pasados luego al bando contrario.
Algo más de veinte años después, trabé conocimiento en Madrid con otro pariente de los Carande, Javier Martínez de Bedoya, casado con Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo, que me regaló un libro suyo sobre “Marcuse y el socialismo”, subtitulado El socialismo imposible. Vivía en General Sanjurjo, hoy Abascal, donde conocí a Mercedes, y me invitó a comer en un restaurante de la plaza de San Amaro que se llamaba La Marmite, propiedad de la hija que tuvo con Mercedes.
Unos años más tarde, mi amigo José María Alberich Sotomayor me obsequió con un ejemplar de las Memorias de una madre, de Carmen Gippini. Estas memorias, escritas sin otro propósito que dejar constancia de la vida familiar a su numerosa descendencia –tuvo diez hijos e innumerables sobrinos y nietos-, son una historia de una familia, desde luego, y además, el retrato fiel de una época. Nacida en Madrid, entre la iglesia de San José y lo que entonces era el Teatro Apolo, empieza dando cuenta de lo que era la vida artística y social en torno a este teatro y puede decirse que además contempla desde el palco preferente que son sus balcones a la calle de Alcalá, el espectáculo, rico en golpes de teatro, de la Historia de España en la primera mitad del siglo XX: el atentado contra el Rey en el día de su boda, la huelga general revolucionaria del 17, la dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la segunda República y el rosario de desmanes que culminó en la guerra civil, que le pilló a ella en Algorta y a su madre en Pinto. El ambiente social en que se movía la hizo intimar con la familia Besteiro o con Lolita Rivas Cherif, con el tiempo esposa de don Manuel Azaña. Por las páginas de estos recuerdos pasa una galería de personajes conocidos e importantes en la vida pública, vistos en la juventud o en la intimidad. Muchos han sido ya olvidados, y a todos los eclipsa uno de los hijos de la autora, Enrique Sotomayor, caído en plena juventud en el frente ruso y a quien Dionisio Ridruejo nos retrata en unos trazos inolvidables en sus recuerdos de la División Azul. Sobre Enrique Sotomayor hay mucho que decir, y ojalá lleguen a buen puerto las gestiones en marcha desde que pasaron por mis manos los papeles que conservaba la familia.
Otro personaje, amigo de la familia, que aparece en el Bilbao que aguarda su liberación por las tropas nacionales, es precisamente el padre de mi difunto amigo Vicente Arenal, el notario don Celestino Arenal García de Enterría, casado con doña Felisa Martínez de Bedoya y Martínez Carande, apellidos maternos que se unen en el académico don Eduardo, teórico si mal no recuerdo del engendro de las autonomías, y explican el parentesco de éste con el marido de Mercedes Sanz y con mi fraternal amigo Bernardo Víctor. No sé por qué esta anécdota menor cobra para mí esta importancia en un libro lleno de noticias estupendas, como no sea porque por su llaneza y su claridad y su elegancia expresiva me recuerda otras memorias más recientes: las de la madre de Bernardo Víctor, María Rosa de la Torre Millares, sobre su primera juventud en Las Palmas de Gran Canaria. María Rosa hizo su entrada en el Madrid recién liberado tocada de boina roja y acompañada de Javier Martínez de Bedoya. Su marido don Ramón los esperaba en el Banco Urquijo.
Carmen Gippini dejó antes de morir unos versos, que han llegado a mis manos desde las mismas que me hicieron llegar sus Memorias y los papeles de su hijo Enrique: su yerno y sobrino José María Alberich Sotomayor, y esos versos, que sin duda harán suyos en estos tiempos borrascosos muchos españoles de bien y que ahora reproduzco, me han inducido a la divagación precedente, acaso prolija, pero imprescindible a mi juicio para destacar la personalidad de la autora.
La despedida de Carmen Gippini (1896-1988)
Cuando yo me muera
nadie sienta pena.
Me marcho del mundo
tranquila y serena.
Mi misión cumplida
me da fortaleza.
Mi mundo se acaba
cuando el vuestro empieza.
Todo está cambiado
mi ley no es la vuestra
y lo que me asusta
y me da tristeza
es no comprenderos
ni que me comprendan.
Me voy con los míos,
con los que me esperan,
los que compartieron
mis mismas ideas,
con los que murieron
para defenderlas.
Dios, Patria, Familia
eran nuestro lema.
Ahora esas tres cosas
se olvidan y alejan
y yo no comprendo
el vivir sin ellas.
Por eso os repito
que no tengáis pena,
que cuando me vaya
cuando Dios lo quiera,
me iré con los míos,
con los que me esperan.