Rompiendo una lanza por los homosexuales

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No tiene demasiado sentido –pero hay que hacerlo para que no se creen confusiones– romper una lanza por quienes saben hacerlo perfectamente por sí solos. Lo hacen tanto y tan bien que, a veces, hasta caen en la insolencia, dedicándose a atacar a quienes no comparten una práctica –la homosexual– que, en sí misma, fuera de extravagancias como las que impone el lobby gay, es de todo punto legítima. 

El problema es que el lobby gay trata de imponer sus extravagancias y exigencias político-ideológicas no sólo al común de los mortales, sino también a los propios interesados. “Imagínate –me decía el otro día un muy querido amigo–, para ellos es impensable, aberrante, que uno sea un homosexual de derechas. Si, encima, como es mi caso, eres un ferviente católico, ya no te digo…”.

Bien, todo ello está claro. Lo que lo está menos es lo que sucede en el otro lado: en el seno, llamémoslo así, del “frente católico-familiar”. ¿Qué se pretende? Afirmar –dirán con toda la razón del mundo– una evidencia tan antigua como la humanidad: el matrimonio no es una institución destinada a satisfacer las ansias afectivas y sexuales de dos personas; además de ello y por encima de ello, el matrimonio es la institución por la que los humanos se reproducen entrando a formar parte de un linaje. Tal es la razón por la que hablar de “matrimonio homosexual” es tan absurdo como referirse a un “círculo cuadrado”.  

Lo que no es absurdo, en cambio, es hablar de “contrato civil” destinado a garantizar derechos entre dos personas de igual sexo que –en este caso sí– se limitan a compartir vivencias afectivas y sexuales. He ahí algo que nadie discute. ¿Nadie?… En fin, supongo que nadie, pues la verdad es que, en el lado "católico-familiar" de la barrera, poco o nada se dice al respecto. Y ahí empiezan las dudas.

Dudas que aumentan al toparnos con otro silencio aún más espeso: el relativo a la legitimidad de las prácticas homosexuales. ¿Legitimidad?…Tal vez tenga razón otro muy querido amigo, un poco quisquilloso él, quien pretende que el término “legitimidad” es  incorrecto: al plantear la cuestión en el ámbito del derecho, la estaríamos situando en el campo público, es decir, fuera del terreno de lo privado: el único que, como bien recalcaba el otro día nuestro director, les corresponde a las cuestiones sexuales. Ya, pero el problema es que, durante muchos siglos, la sexualidad en general (y la homosexual en particular) ha sido llevada –no precisamente por los gays– al ámbito de lo público, al campo de ilegítimo per se, al pecaminoso terreno de lo que sólo en determinadas condiciones (y para el pecado nefando, ninguna) se convierte en lícito o legítimo.  

Cuando ello es así, cuando debajo de la polémica late el resentimiento de quienes han sido considerados, durante tanto tiempo, monstruos depravados o antinaturales enfermos, no es posible entonces combatir las extravagancias del lobby rosa sin dejar diáfanamente claro que no hay en la práctica homosexual depravación, vicio o inmoralidad alguna. Pero el problema es que esto no se dice, yo no lo oigo. La derecha conservadora (llamémosla así) ha dejado de afirmar, es cierto, que la homosexualidad constituye una tara. Pero sigue siendo incapaz –o si es capaz, se lo guarda para sus adentros– de afirmar que constituye una práctica sexual tan legítima como cualquier otra.

¡Qué va a constituir una práctica igual de legítima!, exclaman entonces los representantes de dicha corriente de opinión. ¡Es anormal, antinatural, una práctica en la que la procreación resulta imposible en su propia raíz! ¿Ah sí? ¿Y por qué? ¿Dónde está lo “natural” en la sexualidad humana, en estos refinamientos y goces denominados “eróticos”? Apañados estaríamos si, en nuestros placeres –heterosexuales o no– tuviéramos que limitarnos a lo estrictamente natural. Una sola cosa lo es: la simple eyaculación de un pene en el interior de una vagina. 

Es curiosa la censura de la homosexualidad so pretexto de ser “anormal” o “antinatural”… cuando en últimas todo lo erótico lo es. Es sobre todo curiosa esta censura si se tiene en cuenta que quienes la hacen –la efectuaba por ejemplo, en declaraciones recientes, el obispo de Namur, en Bélgica– son por lo general personas que no dudan en practicar y enaltecer una opción sexual que, como mínimo, es igual de “anormal” o “antinatural”: la derivada de la profesión del voto de castidad.

Sólo el día en que la derecha conservadora o católica sea capaz de reconocer explícitamente –no sólo con la boca chica– que nada pecaminoso hay en los placeres eróticos entre hombres o mujeres, sólo ese día adquirirá tal derecha toda la fuerza y legitimidad necesarias para combatir aberraciones tan grotescas como la del “matrimonio” homosexual.

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