Entre los personajes más pintorescos de esta bendita España nuestra estaba el dirigente batasuno Idígoras, que sería hasta simpático si no fuera por el río de sangre que corre entre su cuadrilla y el resto de los españoles. En una polémica con un rival político, que lo acusó bajamente de haber sido torero en su juventud, tuvo la gallardía ibérica de contestar –creo que lo refiere el poeta Juaristi- que "tenía a honra haber paseado con dignidad por los cosos el noble arte de Cúchares”.
En efecto, el buen Idígoras probó suerte en los cosos con el apodo de Morenito de Amorebieta, no Carnicerito, como lo he llamado en otra ocasión por un comprensible lapsus freudiano del que ahora me disculpo. Al hilo, pues, de una polémica, Idígoras reivindicó con orgullo el episodio más noble de su biografía, cuando, vestido de luces, trató de encarnar las virtudes de la raza.
Tienen los alemanes un proverbio que es el opuesto de su correspondiente español. Nosotros decimos que “el hábito no hace al monje”; ellos dicen en cambio: Kleider machen Leute. Es decir, que según ellos, la indumentaria influye en el comportamiento. Dicho de otro modo cabría decir: “Dime cómo te vistes y te diré quién eres”. En su original ensayo La mirada del torero (Ediciones Tutor, Madrid, 1999) el médico humanista Fernando Claramunt, después de citar un sustancioso pasaje de Marañón en Raíz y decoro de España, dice: “En 1998 hemos entregado trofeos a matadores muy jóvenes que han triunfado en las principales ferias taurinas de España. Educados en los modales nobles de la contención y la dignidad, los han recogido con el respeto que exige la gloriosa tradición a la que ahora se incorporan. Debemos esperar que, aunque a redropelo si no hay otro remedio, sigan naciendo nuevos españoles, decorosos de indumentaria y lenguaje, capaces de celebrar con responsabilidad tanto la ceremonia de la alternativa como la del trofeo de fin de temporada.”
Democracia y decoro
Tal vez ahora abunden los toreros cultos y refinados que en otros tiempos eran excepción. Claramunt nos recuerda los casos singulares de Cayetano Sanz y de don Luis Mazzantini, pero en general, lo que impone un cierto refinamiento y un cierto decoro al torero es el hecho de tenerse que vestir de luces para oficiar un rito cuasi sacerdotal. No conozco a ningún torero que salga mal vestido a la calle. Una señora que conozco, madre de muchos hijos, me decía una vez que su gran ilusión había sido tener un hijo cura y un hijo torero. El cura y el torero son o eran en España las dos caras de la misma medalla, y digo “eran”, porque al prescindir de la sotana, los curas dejaron de infundir respeto; perdieron aquel decoro que conservan en cambio los toreros. ¿Cabría decir lo mismo de los militares?
La democracia formal abomina de los uniformes, sobre todo de aquellos que tienen connotaciones heroicas. Digo democracia formal, porque en las “democracias reales” o “populares”, los uniformes estaban muy bien vistos. Claramunt cita a Sidney Hook cuando recomienda a las democracias que estén siempre en guardia frente a los hombres que hacen historia, a los hombres que sobresalen de la masa. Aquello de Cernuda del que “acecha a lo cimero / con su piedra en la mano”, no es exclusivo de España, sino propio de toda democracia que se respete. A los efectos del igualitarismo, conviene que todo el mundo vista igual para borrar las distinciones sociales y las jerarquías profesionales. La sociedad de masas ha sustituido a la sociedad de clases; de ahí el declive de los partidos clasistas y el auge de la industria de la ropa, boyante por doquier. Yo no voy a decir que todos vayamos vestidos de vagos y maleantes, pero sí que le doy la razón a Claramunt cuando afirma que éstos “serían los héroes, mejor antihéroes, de hoy, los protagonistas de demasiados programas de televisión y de muchas noticias de los periódicos. Los favoritos de cierto tipo de cine y novela contemporáneos, cuya sucia jerga es cada vez más celebrada e imitada, incluso entre los académicos…” Amén.
Todo lo dicho hasta ahora es aquello que dice Claramunt y que yo me siento también capaz de decir. Lo que no soy capaz de decir, no porque no lo suscriba, sino por limitación intelectual, es todo lo demás que se dice en este libro tan variopinto y ameno. Claramunt hace más que un bosquejo de historia de la tauromaquia a partir de retratos de matadores célebres hechos por pintores ilustres. La Fisiognomía, la Botánica, la Química, la Psicología suministran los colores que se suman a la Pintura y la Historia en la paleta del autor.
El profesor González Troyano, tan buen conocedor de la Ilustración y el Romanticismo, tiene un importante libro sobre el torero como héroe literario, pero la verdad sea dicha, la mejor literatura taurina es aquella en la que el heroísmo del torero está implícito. Esta nota se da en la poesía y en el ensayo, pero nunca en la narrativa. El torero como héroe de novela es poco convincente; el Gallardo de Blasco Ibáñez, el Avellano de Foxá son figuras recortadas de los periódicos de la época; de ahí que en mucha narrativa taurina –López Pinillos, Quiñones- salgan a relucir con preferencia las trastiendas sórdidas y las figuras antiheroicas de la fiesta. En la poesía tenemos nombres como Montaner, Diego, Lorca, Alberti, Villalón… y en el ensayo a Ortega, Sureda, Pepe Alameda y Fernando Claramunt, a más de otros que sería prolijo enumerar y entre los que modestamente me incluyo. Por cierto, ahora que menciono a Blasco Ibáñez, y ya que estamos entre levantinos: hace muchos años, cuando leía Sangre y arena, me llamó la atención que el autor escribiera que el matador se apoyó la muleta en la barriga, y ahí vi el fallo estilístico e incluso psicológico de Don Vicentet, pues toreros como Gallardo no tienen barriga, sino cintura.
En el presente ensayo, Claramunt entra al toreo por la puerta de la pintura. Los grandes pintores hacen que sus modelos nos miren como si estuvieran vivos, y en esa mirada hay no sólo una biografía, sino una etopeya. Velázquez nos dice: “Así era Olivares y así la España de su tiempo”; Goya nos muestra cómo era una España en la que los mejores rasgos de nobleza y distinción estaban en Pedro Romero. Claramunt hace hablar al baturro tosco mientras retrata al rondeño fino, el cual, de cara a la posteridad, queda bastante mejor parado que toda la familia real. Claramunt es, como Goya, del Reino de Aragón, que en la Guerra de Sucesión tomó partido por la Casa de Austria y donde hay una población, creo que Játiva, en cuyo consistorio cuelga aún cabeza abajo el retrato de don Felipe V.
Goya tomó precauciones para que sus retratos dinásticos colgaran sin desdoro como es debido, y Claramunt se limita a comparar cuadros y dinastías, trátese de los Romero o de los Bienvenida. El retrato de Pedro Romero sólo es comparable con el de otro súbdito de don Carlos IV: Jovellanos, que no fue ciertamente un aficionado a la fiesta brava. Goya los aproxima en el sentido de que se trata de dos españoles que estaban seguros de que lo que hacían, lo hacían bien, cosa que no podía ni puede decirse de todos sus compatriotas. Los retratos de Jovellanos y de Romero son dos “retratos con dignidad”. La mirada de Pedro Romero es una mirada digna y lo que nos dice al cabo de dos siglos, Claramunt lo adivina, lo descifra o lo supone, y no se queda en medias palabras.
Tampoco se queda en la época de Goya, sino que, de cuadro en cuadro, nos va presentando una serie de héroes del pueblo en los que se cataliza la historia contemporánea. Algunas de estas pinturas están hechas del natural, como la mentada del diestro de Ronda; otras, son composiciones en las que la leyenda se sobreimpone a la contemplación del modelo. Cúchares es algo así como el Américo Vespuccio del toreo. Ante la mirada marchosa y algo desconfiada que nos echa desde la tela de un artista muy inferior a Goya, Claramunt se pregunta cómo es posible que el toreo haya llegado a ser por definición “el arte de Cúchares”, siendo así que Cúchares es la negación de todas las normas que rigen la lidia desde los Romero y Pepe Hillo hasta Cayetano Sanz y Paquiro. Curro Cúchares es todo lo contrario de estos dos últimos lidiadores, modelos de finura y elegancia. Es un rompenormas; es un improvisador y en cierto modo un revolucionario. No en balde es amigo del político Mendizábal. Frente al clasicismo de unos toreros dieciochescos, Cúchares resulta barroco, si hemos de creer a Claramunt, que lo compara con Gracián, por ciertos rasgos como “la sustitución de la belleza clásica, que él distorsiona, por un arte acumulativo que pretende impresionar los sentidos y la imaginación. Con la capa y la muleta tendía a la exageración y a lo desmedido, como si se tratara de cubrir por completo y dorar un retablo. ¿Puede un torero de aquella España romántica quitarse la zapatilla y golpear con ella el hocico del toro?”. Pues sí, que nada hay tan romántico como la desmesura y la exageración.
El color de la moral
El ensayo de Claramunt es de esos de cuyo comentario sale con mucha facilidad otro libro, o ensayo o contraensayo. Cada frase suya es un estímulo y cada idea un grano de mostaza. A través de la mirada que cada pintor transmite del torero, Claramunt nos retrata la moral y la estética de su época. La elección por cada artista del traje de luces, del paisaje, de los tonos dominantes de cada retrato son fundamentales para interpretar el clima y el talante de la época en que viven para siempre los modelos, desde los colores de tarde de otoño de las cuadrillas de Lagartijo, Frascuelo y Mazzantini hasta el epílogo sobre el color de la arena, pasando por el presentimiento de heliotropo y oro de Pepete, el verde veronés y plata antigua del Albaicín y el tórtola y oro de Antonio Bienvenida.
Claramunt tiene además, como Goethe, una teoría de los colores, un sentimiento cromático de la vida o, mejor dicho, con palabras de Gerardo Diego, de la suerte o la muerte. ¡Cuánto habría que decir de la doble visión del Machaquito visto por López Mezquita y por Romero de Torres, o del Belmonte visto por éste y por Zuloaga! Claramunt ha debido de discutir mucho de colores con su paisano Esplá, a quien dedica un bello capítulo, como se lo dedica al infeliz de Montolíu, cuya mortal cogida vimos en la Maestranza, y que es el único torero de quien no se comenta un retrato al óleo, sino una escultura. Muy bella es también la semblanza de Paquirri, de quien es bueno que se recuerde el rasgo, cuando toreaba en Bilbao, de poner banderillas con los colores nacionales. A eso se le llama vergüenza torera. También el óleo de Domingo Ortega por Zuloaga le parece “uno de los más exactos en toda la historia de la Tauromaquia”. Es un torero visto por otro torero, que también lo fue don Ignacio en su juventud. Escribe Claramunt: “El pintor procede por eliminación. Ha seguido, como el torero en su vida, la senda de la renuncia, de la sobriedad, del ascetismo. … En el cuadro domina la atmósfera de señorío y gravedad del castellano más cabal que queda en Castilla”. En una de las corridas que se llegaron a celebrar en zona roja durante la guerra actuó Domingo Ortega, en Valencia precisamente, y recientemente he podido ver una foto del torero triunfador a hombros de unos milicianos escalofriantes. Es sabido que a raíz de aquel festejo, Ortega pudo salir al sur de Francia donde tenía corridas firmadas y que de allí volvió a España, pero a la España nacional, donde yo lo vi en la alternativa de Pascual Márquez. Excuso decir el contraste que hay entre la foto de Valencia y el cuadro de Zuloaga.
Yo tengo que reñirle a Claramunt porque ha reincidido en citar mal a Antonio Machado (El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas./ Es ojo porque te ve). Atribuye a Carlos Murciano unos versos de su hermano Antonio, y sitúa a Belmonte en un entorno progresista que a mí no me resulta. Belmonte, pese a su triste fin, era hombre religioso, católico a la española, si se quiere, que por ejemplo en misa se negaba a sentarse porque decía que eso era hacer trampa. Era nazareno del Cachorro y, previa extrema unción, la cofradía fue al entierro con cirios encendidos. También tengo que agradecerle a Claramunt otras lecturas y no tengo que decirle que también yo soy austracista. Como todo el mundo sabe, yo heredé de Josef Roth el empleo de agente secreto de Otto de Habsburgo con derecho a uniforme.