Ni otra dictadura ni otra república iba a hacer otra cosa que agravar los males de la patria. (…) No soy, pues, partidario de abolir la Constitución, sino de ponerla a salvo de los que abusan de ella y le han perdido todo el respeto. También soy partidario de sanearla y desintoxicarla, pues con ella en la mano es aún perfectamente posible evitar el desguace de la nación”.
El nunca bien ponderado don Julio Caro Baroja le decía en la Academia de la Historia a un académico de provincias: “Desengáñese, amigo mío, la Academia es un melonar”. Otras Academias no le van a la zaga, y en una de ellas, después de escuchar una ponencia sobre el I Concurso de Cante Jondo, celebrado en Granada en 1922, uno de los asistentes comentó que ese Concurso no habría sido posible pocos años después, porque la Dictadura no lo habría permitido. “¿Y cuándo se celebró en Sevilla la célebre reunión de los poetas del 27?”, preguntó alguien. No sé qué melonada replicó este idiota, palabra que hay que tomar en la acepción que le daba Antonio de Nebrija, que es la de individuo que “sólo sabe de lo suyo” en lo que puede ser muy bien un pozo de ciencia.
Es frecuente entre los conversos a la democracia echarse a temblar cada vez que oyen la palabra dictadura, a diferencia de lo que ocurre a algunos demócratas de toda la vida cuyos saberes no se reducen a los de su especialidad académica. Uno de éstos es Ramón Tamames, autor de un documentado estudio sobre la Dictadura de Primo de Rivera, del que se desprende que fue bajo este régimen, de seis años de duración, bajo el que España conoció el primer período de estabilidad, prosperidad y justicia social del siglo XX, y cuyas líneas maestras, rotas con el “error Berenguer” y la segunda República, sirvieron de guía a la otra “dictadura”, la de Franco, que supo además sacar partido de los errores de la anterior (Ramón Tamames. Ni Mussolini ni Franco: la dictadura de Primo de Rivera y su tiempo. Planeta. Barcelona, 2008). La de Primo empezó modestamente como una “letra a noventa días” que por inercia se renovó hasta el agotamiento. La nueva en cambio afirmó su carácter vitalicio pues, aparte de no venir de un golpe de Estado incruento, sino de una cruenta guerra civil, tuvo entre otros aciertos el de no dejarse “borbonear”.
La “víctima” en ambos casos fue una Constitución. A los que le acusaban de ser uno de los enterradores de la Constitución de Weimar, replicaba Carl Schmitt que si él contribuyó a enterrarla, fue porque otros la habían matado antes. La Constitución de 1876 duró lo que duró el inventor de la “fantasmagoría” del “turno pacífico”, el “encasillado” y otras lindezas y se produjo la mitosis o carioquinesis de los dos grandes partidos turnantes. Era ya un tejido muerto cuando Primo de Rivera la dejó en suspenso y los españoles se lo agradecieron. La del 31 fue usufructuada desde un primer momento por los republicanos confesionales que hicieron con ella mangas y capirotes, notablemente al destituir a su Presidente. No creo que, ya en guerra, estuviera muy vigente en la zona que, por inercia, se autodenominó “gubernamental” o “republicana”.
Las Constituciones en general tienen una duración muy limitada; si se me apura mucho, la vigencia de cada una no va mucho más allá de la generación que le dio el ser. La excepción la constituyen las anglosajonas. La más antigua, la inglesa, es una Constitución no escrita, pues los ingleses saben muy bien que lo permanente es el espíritu de las leyes, por decirlo con palabras de Montesquieu, no la letra, expuesta a infinitas interpretaciones o “lecturas”, como se dice ahora. Los norteamericanos, más ingenuos, pero igualmente prácticos, han hecho durar la suya a base de enmiendas sucesivas.
La española de 1978 es un caso patético, y es el símbolo por excelencia de uno de los delitos más populares de nuestra democracia: lo que antes se llamaba “malos tratos” y ahora de denomina “violencia de género”. No hay violencia que se le haya escatimado a nuestra Ley de Leyes, y lo más curioso es que a la cabeza de los violadores, por acción o por omisión, figure el Tribunal encargado de tutelar su virginidad. Desde el caso Rumasa al Estatuto catalán, ese Tribunal, reflejo del Poder legislativo, perpetra o refrenda actos de unos “padres de la patria” que consideran, como la cosa más natural del mundo, que quien hizo la ley hizo la trampa.
Alfonso XIII, acusado de perjuro por las Constituyentes republicanas, le confesó a su biógrafo Julián Cortés Cavanillas: “Acaso de lo único que tenga que arrepentirme es de haber observado escrupulosamente los artículos de la Constitución en aquellos años”, es decir, todos aquellos en que la Carta Magna hacía agua por todas partes. Su nieto, el monarca actual, no corre el riesgo de que se le acuse de lo que acusaron a su abuelo por la sencilla razón de que él no juró la actual Constitución, sino que se limitó a sancionarla, dado que fue la Monarquía la que trajo la Constitución, no la Constitución la que trajo la Monarquía.
No se me interprete mal, que de sobra sé que la Historia no se repite. Ni otra dictadura ni otra república iba a hacer otra cosa que agravar los males de la patria, y es que, en los tiempos que corren, una dictadura sería todo lo contrario de lo que fueron las de Primo de Rivera y de Franco; sería una dictadura caribe, y ya saldría alguien dispuesto a recoger la antorcha que aún arde en el puño agonizante de Castro. Tampoco sería muy distinta esa república presidencialista con que sueñan muchos ingenuos.
No soy, pues, partidario de abolir la Constitución, sino de ponerla a salvo de los que abusan de ella y le han perdido todo el respeto. También soy partidario de sanearla y desintoxicarla, pues con ella en la mano es aún perfectamente posible evitar el desguace de la nación.