Porque el Gobierno español no sólo ha avalado la postura (por así decirlo) del Roto, sino que se ha erigido en su mejor valedor, teórico y práctico; más aún, debe su acceso al poder a esa mezcla de solidaridad lacrimosa y sentimentalismo pacifista. Y a ella debe también las rentas que le han permitido alargar hasta lo inconcebible su famoso proceso de paz. Hoy todos somos neoyorquinos, o madrileños, o del PP (¿recuerdan a un tal Miguel Ángel?)… pero no iremos a la guerra.
Pues no. O estamos o no estamos. Es falsa esa solidaridad que no se compromete hasta la sangre. No estar dispuesto a utilizar la violencia contra el agresor es, en realidad, situarse contra el agredido. Es cierto que, ante una acción armada, no cuenta sólo la política, y en este sentido los moralistas de todos los tiempos, sobre todo de los tiempos cristianos, han colocado sólidos valladares para evitar que el gobernante se tome la guerra a la ligera, incluso cuando podría beneficiar a su pueblo. Pero atrincherarse en el pacifismo a ultranza o camuflarlo bajo el socorrido diálogo puede no estar exento, tampoco, de culpabilidad.
Y estoy hablando, claro, de conflictos bélicos, contra enemigos (hostes). Si nos referimos a la lucha contra simples criminales, todo pacifismo o actitud dialogante es, ya sin paliativos, culpable.