Jacob Jordaens, 'El rey bebe'

El rey bebe

No hay que ser puritano: Alejandro de Macedonia y Pedro de Rusia merecen con justicia el epíteto de grandes pese a su afición por darle al frasco.

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Al ver las imágenes por primera vez, parece un grupo de kanis puestos hasta las trancas de algo, como lo de la primera ministra finlandesa, pero en feo; algún famoso de Telecinco o un futbolista, aunque en las tomas faltaba la habitual stripper tatuada hasta en el blanco del tanga. No, el personaje que allí aparecía era Mohamed VI, el emir de los creyentes de Marruecos, que ponía en peligro no sólo el equilibrio geopolítico del Magreb, sino el mismísimo balance of powers de su personal despotismo, pues no hallaba la indispensable farola a la que abrazarse. Aunque son breves segundos, está claro que el sultán llevaba encima una buena curda o, para inventarnos un neologismo, una mojameda de órdago.

No hay que ser puritano: Alejandro de Macedonia y Pedro de Rusia merecen con justicia el epíteto de grandes pese a su afición por darle al frasco. Bismarck se desayunaba una botella de champán, Churchill se agarraba pítimas colosales y el general Grant ganó una guerra civil pero no pudo vencer al bourbon. Se puede ser un gran político sin perder el gusto por navegar de bolinga. El problema, como el buen bebedor sabe, reside en la mezcla: todos recordamos a Borís Yeltsin, que confundía las churras de la alta política con las merinas de la kubánskaya. Y eso no puede ser, aunque me enternezcan las escenas del viejo, corrupto y mafioso plantígrado de Ekaterimburgo dirigiendo orquestas, pellizcando las nalgas de una subsecretaria o perdiendo la vertical por culpa de la ley de Newton y del coñac armenio. Más que nada porque todo eso, con los tiempos que corren, ofende a casi todos los colectivos con capacidad legal para sentirse ofendidos.

Teniendo en cuenta que a los liberales de izquierdas que nos gobiernan sólo les queda por aprobar la ley seca para acabar con el último vestigio de alegría y convivialidad en Europa, bueno es ver con una jumera de libro, con una cogorza indecente y con una castaña del siete a Borís Johnson, a la guapa mandamás de Finlandia y al sultán de Marruecos. Por otro lado, ¿quién no está libre de culpa?, ¿quién puede tirar el primer botellazo? Hace ya muchos años que, en etílicas singladuras a bordo de un indestructible Simca 1200 de color butano, perdí esa legitimidad lapidatoria junto a un amigo inmejorable que, como yo, ha logrado sobrevivir a su juventud: que no fue poca cosa en aquellos años ochenta. No repetiré las preguntas, porque siempre nos puede romper la crisma un ciclista vegano y abstemio, que se sacrifica por conservar su salud y ser el muerto más sano del cementerio. Pero, amigo lector, yo no me fío de la gente que no bebe. Cuando en una reunión todo el mundo se toma un vinito y llega un tipo con cara de acelga y pide una fanta, ya sé quién nos va a aguar la fiesta, el salvaplanetas de turno.

¿Nos habríamos lanzado por aquella morenaza de negros ojos de gacela sin echarnos al gaznate un buen caneco? ¿No fueron gloriosas las noches de Cabiria de los libres ochenta en Chicote o en el Cock gracias a aquellos barmen serios y engominados que nos enseñaron a beber con criterio? Elemento esencial en los ritos de paso de la niñez a la vida adulta, droga de Occidente, placer del paladar, estímulo para una conversación o para asaltar un parapeto —como hicieron nuestros abuelos con el jeriñac del 36—, la ebriedad es un don que exige sabiduría y criterio desde los tiempos de Sócrates y Alcibíades. Los españoles, y en general los pueblos hijos de Roma, siempre han sabido beber mejor que la gente del norte, en especial esos bárbaros escandinavos que se alcoholizan en soledad. Es ahora, al europeizarnos, con las restricciones de los catequistas pedagógicos, cuando los jóvenes beben compulsivamente, sin medida, solos y embrutecidos, como los sombríos malajes del país de los premios Nobel, la oscuridad, la socialdemocracia, el feminismo y los suicidios.

"Para vinos", rezaba el cartel de un mendigo al que siempre le soltaba algo de calderilla

Para vinos, rezaba el cartel de un mendigo al que siempre le soltaba algo de calderilla. ¿Se puede pasear por una capital de provincias a mediodía sin pararnos a tomar un vermú de grifo, una caña, un chato? No, sería desperdiciar la mañana. ¿Habrá todavía abuelas que mojen en málaga o en oporto un bizcocho de soletilla y se lo den a probar a los nietos? Supongo que ahora eso será un delito imperdonable. Pero no es pecado. Recordemos que todo un Dios hecho hombre mutó la tediosa agua en vino para alegrar unas bodas de pueblo y que Su propia sangre es dulce fermento que se transubstancia en celeste crúor. Lachrima Christi se llama el caldo antiquísimo que se elabora en Nápoles, que es lo más parecido al vino que bebieron griegos y romanos. Donde hay Cristo, hubo Dioniso.

La prensa española se regodea en el mínimo escándalo de un emir al muminin beodo; si frecuentaran los libros de historia sabrían que omeyas, otomanos o mogoles fueron asiduos de la botella y que el oloroso néctar de las barricas está tras los poemas de Jayyam y la mística sufí. Pero no le pidamos peras al olmo. Roguemos, eso sí, en ferviente azalá, que Dios preserve largos años a Mohamed VI, roi fainéant, merovingio desocupado, déspota absentista, sultán con alma de gestapette. Si este soberano negligente, que por claras razones demográficas se encuentra en París como en su Marruecos natal, ha conseguido torcer el brazo de España en el Sáhara y arrebatarnos las riquezas submarinas de las aguas de Canarias, ¿qué no nos haría un rey de verdad como fue Hassán II? ¿Se imagina el lector al maniquí Sánchez o al polichinela Feijoo enfrentados con el viejo monarca alauí, aquel hombre que sólo con su fuerte presencia de ánimo sometió a los soldados rebeldes en Sjirat; aquel político inteligente, sutil e implacable que acabó con Ufkir y con Ben Barka; aquel estadista que nos arrebató el Sáhara cuando España todavía era independiente y soberana; aquel hombre culto que citaba a los clásicos franceses sin errar una coma; aquel dirigente al que nunca le tembló el pulso ni le falló el instinto?

Pese a todo, quién lo iba a decir, en algunas cosas somos un país con suerte.

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