Rorty y Eco o la batalla en torno al Ser

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A principios de la década de 1990, Umberto Eco y Richard Rorty mantuvieron una sonada polémica que, pese al tiempo transcurrido, mantiene plenamente su vigencia en nuestros días. Se trata, además, de una polémica que, más allá de su estricto contenido filosófico, esconde una trascendental dimensión práctica, en la medida en que, en último término, lo que en ella se nos plantea es la obligación de elegir entre dos tipos de mundos radicalmente distintos.
 
Tanto para quienes no se hallen al corriente de la controversia a la que nos referimos como para aquellos otros que no la recuerden, expondremos sucintamente lo esencial de la misma. Rorty, campeón del posmodernismo filosófico, sostiene que, a la hora de interpretar un texto, caben infinitas posibilidades hermenéuticas, todas ellas igualmente legítimas: de este modo, no cabría hablar de un “sentido del texto”, sino de una miríada de sentidos posibles, no impuestos por la objetividad del texto mismo, sino emanados a partir de la interpretación subjetiva del hermeneuta. Rorty, que se sitúa en la tradición filosófica del escepticismo de Hume, el agnosticismo epistemológico de Kant y el perspectivismo de Nietzsche, exacerba los postulados de tal tradición y desemboca en una negación radical de la objetividad del ser, en beneficio de la libertad hermenéutica del individuo. Por su parte, Umberto Eco sostiene, contra Rorty, que no toda interpretación de un texto puede ser calificada como legítima. Sobre el texto –es decir, sobre el ser- no cabe admitir cualquier arbitraria tesis propuesta por la creatividad del intérprete, sino sólo aquellas afirmaciones que sean de algún modo compatibles con su contenido objetivo. Por tanto, el ser impone límites y cauces al lenguaje: el ser prevalece sobre el lenguaje, que se justifica precisamente por su referencia al ser. En cambio, según Rorty y toda la posmodernidad filosófica, rige el principio de que “no hay hechos, sino interpretaciones”, de modo que el lenguaje, herramienta del pensamiento, se limita a tomar el ser como excusa y punto de arranque para, a partir de él, desarrollar de manera libérrima su función interpretativa.
 
Intuitivamente, la sana razón nos dice que la postura de Eco resulta mucho más aceptable que la de Rorty. Pero como la sana razón no goza hoy de gran predicamento –sobre todo en el mundo de la filosofía, pero no sólo en él-, resulta que son las tesis de Rorty las que, con toda claridad, mejor sintonizan con el espíritu de nuestro tiempo: al defender los fueros del ser, Eco se convierte en un filósofo anacrónico que insiste en recomendarnos que volvamos al pasado; en cambio, Rorty, partidario de una ilimitada libertad hermenéutica, nos sitúa ante el sugestivo horizonte de un futuro que nos promete, al parecer, un sinfín de insospechadas y fascinantes aventuras del pensamiento. Y como la exploración de todos los posibles senderos ontológicos, antropológicos, axiológicos y estéticos –también de los antiguamente prohibidos, o sobre todo de ellos- se ha convertido en el gran mito de nuestra época, resulta fácilmente comprensible la simpatía que suscita el liberalismo filosófico de Rorty, frente a la postura, antipática por reaccionaria, de Umberto Eco.
 
Ahora bien: como tantas veces sucede, también aquí la apariencia dista considerablemente de la realidad. Rorty parece ofrecernos un futuro en el que, como ya no se reconocerá ninguna esencia objetiva del ser independiente de la voluntad de los sujetos, surgirán innumerables nuevas realidades de las que el matrimonio homosexual –contradictio in terminis- es, ya hoy, símbolo y avanzadilla. Pero ese futuro no será más “frondoso” e interesante que nuestro pasado, sino justamente lo contrario: pues, como acertadamente ha observado Fukuyama, la aceptación democrática de todas las posibilidades implica una nivelación igualatoria que significaría la plena llegada del “último hombre” nietzscheano, es decir, la instauración definitiva del nihilismo donde ya nada significa nada y toda búsqueda o aspiración heroicas quedan suprimidas. De modo que, contra las apariencias, es Eco quien nos propone un futuro realmente sugestivo, ya que, en él, la civilización moderna afrontaría el desafío de redescubrir la tupida urdimbre de senderos que se esconde en la espesura del ser. Contra la sofística al uso, hay que recordar, con Heidegger, que el lenguaje es “la casa del ser”, y que no está hecho para, contra natura, constituirse en imposible casa de sí mismo.

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