Sin embargo, desde hacía cierto tiempo, la élite directiva del barco –un selecto consejo compuesto por los capitanes de mayor experiencia- se había visto obligada a desmentir unos insidiosos rumores extendidos cada vez con más fuerza entre algunos miembros de la marinería. Se rumoreaba, en efecto, que, pese a las apariencias trabajosamente fingidas por la oficialidad, hacía años que el barco navegaba sin ningún rumbo determinado. Y nunca antes había sido así: según una tradición transmitida de padres a hijos durante siglos, los marineros siempre habían confiado en la existencia de ese rumbo, de ese sentido del viaje. Como decimos, los capitanes negaban la acusación: ¿acaso no veían todos cómo los oficiales iban continuamente de un lado a otro portando mapas marinos y complejos instrumentos de navegación? ¿Acaso no demostraba ello la más que evidente existencia de un rumbo, de un destino, de una finalidad?
Tales –y otros por el estilo- eran los argumentos que se repetían, con indignación y vehemencia, en las gacetas y boletines del barco. ¡Claro que había un rumbo! Pero, por desgracia, el malestar seguía cundiendo entre los marineros. Muchos preferían no pensar demasiado en el tema, o no pensar en absoluto. Pero la minoría disidente era cada vez más difícil de acallar. Y lo habría sido mucho más si hubiera conocido el documento secreto en el que trabajaba desde hacía años la casta de los capitanes. Un documento donde se venía a decir que todo eso del rumbo no era más que un mito innecesario. Una exigencia problemática, superflua y anacrónica. El barco podía navegar perfectamente sin rumbo alguno. Como un vagabundo de los mares que ha conquistado al fin la perfecta libertad. En cuanto a los marineros, había que acostumbrarlos a lo que el documento denominaba “triple condicionamiento”: trabajar, consumir, distraerse. De modo que, al final, perdieran la capacidad misma de plantear preguntas en torno al rumbo. Al fin y al cabo, era lo que más convenía para su felicidad.
La revuelta estalló de improviso y con enorme furia, durante una noche oscura de viento y tormenta. Fue una batalla sangrienta de todos contra todos, y de cada uno contra sí mismo. Los marineros erigieron altares al demonio de la destrucción universal. Pero no todos. Unos pocos, tropezando entre los cadáveres, subieron a cubierta y cayeron de rodillas bajo el cielo relampagueante. Así pasaron toda la noche. Al despuntar el alba, levantaron sus ojos hacia el horizonte. Y entonces fundaron de nuevo el mundo.