Frida Kahlo, Autorretrato

Santa Frida

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Omnipresente ídolo, se estampa en camisetas, agendas escolares, carteles y anuncios. Se ha vuelto un icono pop, un gadget warholiano, una sopa Campbell, un reclamo de Coca-Cola, un Micky Mouse del Nuevo Orden Mundial, un tropo del Discurso dominante, una mártir modelo para colegialas, una Dolorosa de la clerigalla feminista, un activo del advertisement de las multinacionales, una pieza para la colección de Rockefeller y, sobre todo, la Víctima por excelencia, digna de todas las sublimaciones y de todas las idolatrías. Santa Frida, cejijunta, bigotuda, hecha un acerico de arneses y ortopedias, es la imagen por excelencia del ideal de nuestro tiempo, la Venus de Milo de la corrección política, la Madonna Sixtina de la ideología de género, la Olimpia del victimismo mundialista, la Venus nada botticelliana de la fábrica de enfermos del Welfare State, la Muerte de Brueghel empuñando la guadaña del igualitarismo a ultranza de la fe marxiana, rescatada in articulo mortis por la gran banca internacional. Sí, Frida Kahlo es la nada vaporosa Inmaculada de Murillo de la civilización homomatriarcal que está surgiendo sobre las ruinas de un Occidente suicida. 

Frida Kahlo es la nada vaporosa Inmaculada de Murillo de la civilización homomatriarcal

En ella, en su imagen, una élite roja pero multimillonaria se celebra a sí misma, a sus sufrimientos (más bien platónicos) por la causa y catequiza a la manera medieval a las masas ignaras, a las que hay que edificar con representaciones plásticas de la superstición dominante, en ese mutus liber de nuestra era que son los medios audiovisuales. 

Llegados a estas honduras, ¿tiene sentido hablar de sus méritos artísticos? Frida Kahlo ocupa un lugar privilegiado en el imaginario occidental no por su habilidad con los pinceles, sino por encarnar el modelo de “perfección” de una cultura naufragada en un océano de nihilismo autodestructivo: mujer, radical de izquierdas, enferma, fea, maltratada, indigenista… La víctima perfecta en una sociedad donde sólo se medra llorando. ¿Qué nos puede importar que su obra no supere en calidad ni en imaginación a la de cualquier pintor de exvotos? Lo importante no es su talento, una futesa al lado del de su marido, sino su condición de símbolo de la inversión de valores de nuestra época, donde todo lo que ha sido venerado desde la Ilíada y la Odisea es pisoteado y todo lo que ha constituido un submundo mórbido y vulgar se ensalza. No nos equivoquemos, en Frida Kahlo se consuma una tendencia que ha dinamitado las bases de la cultura humanista occidental desde el tiempo de Rousseau, aunque siempre ha estado latente, como una enfermedad secreta y vergonzante, hasta que, desde 1914, se puso a exhibir con impudor y obscenidad todas sus llagas, todas sus pústulas, todos sus bubones y todos sus chancros, que no de otra cosa se componen nuestros museos de arte contemporáneo, reflejos y cristalizaciones de los movimientos especulativos del mercado de firmas que se llama Vanguardia: es decir, esa mezcolanza letal de los agios de los marchantes, la pedantería de los críticos, el analfabetismo de los compradores, la falta de un criterio sobre la belleza de la sociedad y el oportunismo de los artistas. 

Llagas, pústulas, bubones y chancros, que no de otra cosa se componen nuestros museos de arte contemporáneo

Como suele suceder en estos casos, al ensalzamiento de la Kahlo se une el ocultamiento de mujeres que sí sabían pintar, que exhibían una técnica depurada, pero que eran aristócratas, cristianas, elegantes, que sabían contener la histeria de las emociones desbordadas y evitar la demagogia de un expresionismo efectista para concentrar su esfuerzo en algo más difícil, sereno y delicado: la belleza. Todos sabemos pintar feo: no hace falta un gran esfuerzo para remedar a Rouault, a Tàpies o al subnormalismo colorista de Miró. Lo difícil es vencer la subjetividad sin freno, esa histeria del espíritu que está convirtiendo las obras de arte en simples chistes. El material que infesta nuestros museos es una mala imitación del art brut de los manicomios o de la fuerza original y fantástica de las artes de África y Oceanía, que son un verdadero ejercicio de vigor y frescura cuando se comparan con los ersatz sus anémicos imitadores occidentales. No vayas, lector, a los museos de “arte contemporáneo”: dedica ese tiempo a disfrutar de las artes tradicionales de los pueblos primitivos, de los tibetanos, los dogones, los aborígenes de Australia, que son infinitamente más artistas que los rastacueros de nuestras academias de la vanguardia. ¿Por qué? Porque son fieles a una tradición milenaria, la suya. Nuestros “genios” de pacotilla son los verdaderos bárbaros, ajadas prostitutas que ofrecen provocación a un público de refinados impotentes espirituales, ávidos de sensaciones fuertes para sus mentes degeneradas, tan cercanas ya a lo infrahumano, a la máquina y al animal. Y ni siquiera tienen el maravilloso oficio, el verdadero talento, el genio de un Lautrec, de un Schiele, de un Balthus. Porque incluso la decadencia tuvo sus maestros. Ahora ya no estamos decayendo, estamos degradados, que es otro paso más hacia la muerte y la descomposición.

Algún día deberán recuperarse las figuras de las verdaderas pintoras de genio que la propaganda feminista deja de lado, ya que no cumplen los requisitos ideológicos necesarios para ser “mujer” y, por lo tanto, no existen. No se extrañen, así de sectaria es la memoria de los colectivos que pervierten a nuestros jóvenes, destrozan nuestra cultura y rapiñan nuestros tributos. Por ejemplo, no fue “mujer” Louise Vigée-Lebrun, pintora de una técnica excelente, en la transición del rococó al neoclasicismo, pero que nunca figurará al nivel de un adefesio como Frida Kahlo porque fue aristócrata y bella y sus obras reflejan una armonía y un buen gusto que son la antítesis de esperpentismo dominante. O Zinaída Serebriákova, maestra modernista rusa que llevó a los pinceles la femineidad triunfante, con fuertes raíces campesinas, pero que tuvo el buen criterio de huir de Rusia tras la llegada al poder de los bolcheviques. O, incluso dentro de la barbarie marxista del siglo XX, a la gran escultora Vera Mújina, que fue una de las artistas clave del realismo socialista, esa sana reacción del espíritu ruso frente a las abstracciones sin sangre ni gracia de los Malevich y compañía. Leni Riefenstahl, una de las grandes artistas del siglo pasado: ¿fue “mujer”? Desde luego, su sentido de la belleza y su culto del cuerpo la alejarían del “ideal” feminista aunque no hubiera participado en los fastos del III Reich.

En fin. Sobran la palabras cuando se pueden ver y comparar las obras. Admire el lector, por ejemplo, los autorretratos de Vigée-Lebrun y Zinaída Serebriákova y compárelos con los abortos de Frida Kahlo. Su simple observación nos enseñará las diferencias que existen entre una civilización sana y otra enferma. Entre una idea alegre, fértil, fuerte, bella y aristocrática de la mujer y el estéril hembrismo animalista que hoy impera. No hace falta más.

Élisabeth Vigée-Lebrun, Autorretrato

 

 Zinaída Serebriakova. Autorretrato

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