La guerra de Biden

Tendremos posiblemente guerra. Biden sueña con ser el gobernante victorioso de un país unido, justo lo mismo que deseaba Nicolás II en 1914.

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Aunque se esperaba algo semejante, la agresividad de la administración Biden contra Rusia y China deja los exabruptos de Trump en moderadas ironías. Tanto chinos como rusos se han visto sorprendidos por el abandono de toda compostura diplomática tanto en el presidente —lo que se puede excusar por su condición física y mental— como en sus altos funcionarios, lo que sí es completamente injustificable. No cabe duda de que la Casa Blanca ha diseñado una política deliberadamente agresiva, copia de la de Obama, con un nivel de matonismo como no se recordaba desde los años de Teddy Roosevelt.

Cuando tratamos de analizar las causas de esta conducta, no valen los extravíos de Biden, que cuenta con una plétora de asesores, ayudantes y asistentes que están para evitar esas engorrosas situaciones. Además, los medios de comunicación americanos son completamente serviles con el presidente demente y jamás moverían una cámara contra él. Son otras causas las que se deben buscar.

La primera es de carácter interno: Biden es un presidente ilegítimo y seguramente ilegal. La mitad de los americanos están decididamente en su contra y él, además, les ha demostrado una hostilidad tan implacable como injustificada. El Partido Demócrata es el enemigo natural de las clases medias y de la América tradicional, y todos los que pertenecen a estos estratos sociales y étnicos saben que la administración Biden va a por ellos. Que el fin que persiguen los mandatarios yanquis es convertirlos en parias, en ciudadanos de segunda dentro del país que ellos levantaron. Esta América que amenaza al mundo entero con usar la violencia está ella misma muy cerca de un grave conflicto civil. Cuando una nación padece tan profundas divisiones, no es raro que se busquen enemigos externos para edificar una precaria unidad, para cerrar filas, para tratar de conseguir un consenso social básico. China, por ejemplo, ya fue tratada como la gran amenaza durante los años de Trump.

Rusia, el último Estado cristiano, donde los valores esenciales de nuestra tradición todavía rigen, la potencia natural de Europa y su último país soberano, se va a convertir en la víctima principal de la agresividad yanqui. Es el enemigo, heredado de la Guerra Fría, y presenta muchos más puntos débiles que China. Rusia sólo puede actuar de manera defensiva para mantener las posiciones estratégicas que han sobrevivido al colapso de la URSS y evitar perder aún más bazas de las que se le arrebataron en los últimos treinta años. La OTAN, antirrusa por naturaleza, ha asumido la doctrina del estratega y exsecretario de Estado polaco–americano Zbigniew Brzezinski, que aboga por reducir Rusia a sus fronteras del siglo XVII (lo que se ha conseguido) y, a ser posible, dividir su espacio en la mayor cantidad de Estados imaginables. Es decir, un reparto de Rusia semejante a los que sufrió Polonia en el siglo XVIII. Los débiles Estados sucesores, sometidos a un proceso de degradación espiritual y política semejante al de las naciones de la Unión Europea, acabarían por convertirse en mansos y endeudadísimos proveedores de materias primas baratas para los EE. UU.

Una Rusia así despedazada impediría la creación de uno de los fantasmas que más inquietan a la angloesfera: una Eurasia unida de Lisboa a Vladivóstok, una Europa autónoma, autárquica, regida por valores tradicionales y opuestos a la automatización posthumana de Occidente. De ahí la asombrosa negativa, el desprecio con el que la OTAN acogió los acercamientos de Rusia en los primeros años de Putin. Fue entonces cuando el mandatario del Kremlin se dio cuenta de que la Alianza Atlántica sólo busca la ruina de Rusia. Entre los años 2000 y 2005 el gobierno del Kremlin se pudo haber unido a Occidente y el bloque que ahora forman Moscú y Pekín jamás habría surgido. Fue la OTAN la que se negó a ello.

Evidentemente, la plutocracia mundial no dispone de nada semejante a la Wehrmacht hitleriana o a la Grande Armée napoleónica. Con sus pueblos moralmente degradados y envilecidos, una guerra que durase más de unas semanas provocaría el hundimiento de sus sociedades. Por eso la OTAN actúa por poderes, mediante pueblos aún sanos y con la fibra moral bastante intacta, como Ucrania, Georgia y puede que Turquía. Tanto las embajadas occidentales como las ONG’s de Soros han sembrado la rusofobia en Ucrania todo lo que han podido. Saben por Brzezinski que es esencial para sus propósitos la enemistad visceral entre los dos pueblos hermanos. Los movimientos que van a conducir a un enfrentamiento bélico en el Donbass siguen un modelo diseñado en Bruselas y Washington. No sólo debilitan a Rusia: entregan a Ucrania en brazos de Occidente, del que dependerá para todo, y diezmarán a dos pueblos sanos cuyas costumbres, religión y patriotismo son un mal ejemplo para el resto de Europa.

Pero otro factor con el que tenemos que contar para poder entender esta inusitada agresividad yanqui, que tanto recuerda a la Alemania de Guillermo II, es el afán por mantener algo imposible: un mundo unipolar. Estados Unidos ya no es el gendarme mundial, China avanza de manera implacable y sus políticas han demostrado ser mucho más eficaces que las americanas. Por su exigente sistema educativo, por su seriedad, por no haber sido contaminada con los “valores” del sesentayochismo, por el predominio del poder político sobre el económico, China es un líder robusto y fiable de la comunidad internacional, no da los bandazos de Estados Unidos. El gobierno de Pekín controla a sus plutócratas y no es dominado por ellos, al revés de lo que ocurre con el de Washington. En China, Estado y Partido imponen un régimen comunitario que no es, como mucho histérico cree, “comunista”, sino que se inspira más en el sistema confuciano del antiguo Imperio del Centro que en el ya casi olvidado Mao.

Estados Unidos, una sociedad dividida contra sí misma, gracias a la demagogia racial de los demócratas, y en decadencia económica frente a la pujanza asiática, no podrá imponerse a su rival. Es imposible que un Estado que asume los antivalores del individualismo liberal, que convierte a sus ciudadanos en una masa animalizada, sin espíritu, sin patria, sin familia, sin propiedad, sin tradición, sin sexo, pueda hacer frente a un imperio que ha recobrado conciencia de sí mismo y de su poder y que durante milenios ha sido la primera potencia mundial. Cuando los anglosajones vegetaban en sus chozas y pantanos, China ya había edificado una brillante civilización milenaria.

En la reciente y tumultuosa reunión de Anchorage, donde la grosería de la diplomacia yanqui superó a la del III Reich, un quidam llamado Jake Sullivan, asesor de Seguridad Nacional y responsable del estropicio, le dijo a la prensa con un lenguaje de extra de spaghetti western: “Nunca apuesten contra los Estados Unidos”. Debería decirle lo mismo a los Gates y Soros que pagan a su gobierno y que no renuncian a mantener suculentos negocios en China. La gran debilidad de América es que está en manos de una plutocracia que se guía por fines puramente económicos y que traicionará a su propio país si ve un beneficio en ello. América son sus empresas es un lema muy conocido de la política yanqui, pero las empresas no son de América, son de riquísimos particulares. Eso no pasa ni

En China y en Rusia las empresas son un instrumento del Estado y la oligarquía está a su servicio

en China ni en Rusia: las empresas son un instrumento del Estado y la oligarquía está a su servicio, como los antiguos boyardos y mandarines.

Por fortuna, América ya no es la única gran potencia y surgirán más actores internacionales de primer rango en los próximos años, como Irán o la India. Eso sí, que nadie cuente con Europa, sumisa esclava de la Casa Blanca y en proceso acelerado de autodestrucción. Estados Unidos ya no puede dar órdenes al resto del mundo como si fuera el capataz de un rancho. Su exhibicionismo militar y su matonismo diplomático acabarán por ocasionarle un buen correctivo por parte de las potencias  más serias.

Las consecuencias de la política belicista de Biden se pueden medir ya: Rusia y China han cerrado filas. Es creencia común del establishment americano que una guerra siempre ayuda a reactivar la economía. La deriva bélica del Donbass (y lo que vendrá) también tiene que ver con este tercer factor. América se embarca en una cada vez más probable segunda guerra de Crimea, pero atacar a Rusia no es precisamente lo mejor para los ejércitos de la OTAN, acostumbrados a avasallar al enemigo con una abrumadora superioridad aérea y luego efectuar una breve campaña por tierra, con el país enemigo totalmente aniquilado. Todos los invasores de Rusia han marchado de triunfo en triunfo hasta la catástrofe final, desde los caballeros teutónicos hasta los nazis, pasando por polacos, suecos y franceses. Pero

Biden quiere su guerra y la plutocracia desea la cabeza de Putin

Biden quiere su guerra y la plutocracia desea la cabeza de Putin. Tendremos posiblemente guerra. Biden sueña con ser el gobernante victorioso de un país unido, justo lo mismo que deseaba Nicolás II en 1914. al declarar una guerra que se esperaba breve y triunfal.

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