Un político español, aragonés de nación y catalán de adopción, monta en cólera cuando en un coloquio alguien del público comete la imprudencia de llamarlo por su nombre de pila, es decir, por el nombre que le impusieron cuando lo cristianaron, y que él, por imperativo de su filiación política, prefiere oír traducido. En España existe una lengua común que además es universal, o intercontinental, o “avezada a cruzar océanos”, que dijo don Eugenio d’Ors, que no incurría en la cursilería o en la horterada de hacerse llamar Eugeni cuando estaba fuera de Cataluña, como Cambó no se hacía llamar Francesc en Madrid ni en Buenos Aires.
El catalán es una de las varias lenguas que los españoles tenemos para andar por casa, y en la que los catalanes por lo menos se hallan perfectamente a gusto y viene a ser algo así como el pijama y las babuchas. Nada más natural que el ciudadano de Lérida, de Gerona, de Villanueva y la Geltrú o del Ensanche barcelonés, al llegar a casa, cuelgue el castellano del perchero, se quite la corbata y los zapatos y se ponga el pijama y se calce las babuchas. Ahora bien, a nadie se le ocurriría salir a la calle, o ir de visita o al Liceo, en pijama y babuchas, y eso es lo que pasa cuando los catalanes hacen alarde de su lengua vernácula (y los andaluces, verbigracia, de nuestros idiotismos) fuera del ámbito local o familiar. Bien es verdad que al español, en tiempos de los que trata de hacerse “memoria histórica”, no le importaba salir a la calle en pijama.
Ahora hemos progresado, y al pijama lo ha sustituido el “chándal” y a las babuchas las zapatillas de deporte. No diré pues que el catalán que habla en su lengua fuera de tiesto salga a la calle en pijama, pero sí que sale en “chándal.”