El 11 de noviembre de 2014 publicaba yo en este mismo periódico un artículo provocativamente titulado “Me voy a hacer separatista”. Lo había escrito después de asistir el sábado día 8 a una concentración convocada ante el ayuntamiento de Madrid en protesta ante el simulacro de referéndum que los separatistas catalanes organizaron el domingo 9 de noviembre.
Hoy parece imposible, inimaginable, pero os aseguro que sólo hubo en aquella concentración… unas cien personas, periodistas incluidos. Y lo peor ni siquiera fue eso. Lo peor fueron las pancartas en cuya empalagosa ñoñería se plasmaba todo el espíritu de cuarenta años de Transición y Dejación: “Puentes sí. Muros no”. “Un divorcio es un mal negocio”. ¡Como si aún hubiera puentes que tender y matrimonio que salvar con quienes, habiéndolo recibido todo, lo han estado rompiendo insidiosamente todo! O lo han intentado romper mientras se dedicaban a escupir a nuestro ser y a nuestra historia —la de ellos mismos incluida.
Aún peores fueron las palabras del manifiesto que se leyó aquel día. Fofas, inanes palabras como: “Nuestra ciudadanía no está condicionada por el lugar donde hemos nacido o vivimos, ni por nuestros orígenes familiares ni por nuestros gustos culturales o ideológicos”. Nuestra ciudadanía, dicho de otra manera, no está condicionada por nada: ni por su tradición, ni por su pasado, ni por su identidad, ni por su cultura. Nuestra ciudadanía es puro viento llevado por la Nada.
Por ello se me ocurrió a mí decir que me hacía separatista. Porque el viento que, lleno de odio y ponzoña, infesta la región en la que nací es insuflado por cualquier cosa menos por la Nada. Hay ahí, al menos, un aliento, un proyecto, una sed de identidad. Y es de ello —de un aliento, de un proyecto, de una identidad— de lo que el liberalismo, tanto de derechas como de izquierdas, ha estado durante cuarenta años privando a España.
Sólo ha dejado que soplara el viento de la Nada en la que aletea ese ente abstracto —“el Individuo”— que es lo único de lo que entienden y a lo que se agarran los liberales (lo único…, salvo la pasta, que eso sí es cosa sustancial). ¿Cómo oponerse en estas condiciones al separatismo?
Dentro de la lógica liberal el discurso independentista es irrebatible.
Dentro de la lógica liberal-individualista, el discurso independentista es irrebatible. Si la sociedad no fuera otra cosa que una suma de voluntades individuales, si no hubiera nada (ni historia, ni tradición, ni cultura…) superior a la suma de tales átomos, ¿cómo oponerse a que una parte de los mismos opte por separarse de los demás?
El cambio que es casi un milagro
¡Cómo han cambiado las cosas en sólo tres años![1] De arriba abajo. Los cien pobres desgraciados que nos reuníamos en noviembre de 2014 en la madrileña plaza de Cibeles, vamos a ser este domingo, en la de Colón, varios cientos de miles. El medroso silencio o las ñoñas palabras que impidieron que el cobarde Rajoy emprendiera acciones contundentes contra el golpe que se fraguaba en Cataluña, se han convertido en un clamor que acaba de obligar al felón que ocupa la presidencia del Gobierno a retroceder (en apariencia al menos) en su felonía.
Y como siempre en los grandes momentos de la Historia, semejante cambio en la sensibilidad de un pueblo ha sucedido entremezclándose una serie de causas y razones con, en el fondo, una profunda ausencia de causa y razón.
Las causas y razones son claras. Ha hecho aguas el proyecto liberal consistente en privarnos de patria e identidad, en dejarnos flotando en los brazos inanes de la Nada. Los españoles, entérense todos, vuelven a vibrar como españoles, a sentirse orgullosos de su pasado y de su gloria, a no seguir permitiendo que los pisoteen les y escupan. Ni a nuestros ni a nuestros antepasados.
Todo ha cambiado… y, sin embargo, nada ha cambiado la ideología insuflada por el poder, y por los medios, y por lo que, en El abismo democrático, llamo “el Gran Tinglado de la Culturilla”…
Todo ha cambiado… y, sin embargo, nada ha cambiado la ideología insuflada por el poder y los medios.
Sí, es cierto, ha surgido VOX mientras tanto (desde hace… seis meses). Por supuesto que VOX forma parte integrante de esa gran transformación. Pero no es VOX quien la ha creado. Si VOX triunfa (pero hacía falta, por supuesto, que estuviera ahí) es más bien gracias a este gran cambio de sensibilidad que se ha producido en las tripas y en el alma de nuestra gente.
Pero ¿por qué cambian las tripas y el alma?
Cambian —es lo que desencadena la reacción— porque los separatistas han llevado la afrenta demasiado lejos. Han tirado tanto de la cuerda —creían que íbamos a aguantarlo todo sin rechistar— que la cuerda se les ha roto. Semejante explicación es obvia, por supuesto. Pero tampoco lo explica todo ni muchísimo menos. La gravedad de la afrenta, en efecto, ya estaba más que de sobra ahí cuando se efectuó (y sólo cien benditos fuimos a protestar ante el ayuntamiento de Madrid) el primer pseudorreferéndum de noviembre de 2014, por no hablar de todos esos cuarenta años de un incesante, insidioso ataque contra España, su lengua, su historia, su ser —el nuestro, ¡y el de ellos mismos, imbéciles! Ya estaba todo ahí —no hay ninguna diferencia realmente sustancial entre la Cataluña de Quim Torra y la de Pujol (o la del socialista Pasqual Maragall)— y ninguna reacción, sin embargo, se producía durante todo ese tiempo en el adormecido pueblo español. La placidez del individualismo liberal seguía privándole de alma.
Pero no lo consiguió: eso sí que ya está hoy más que sobradamente claro.
[1] Si lo anterior lo escribía en 2014, fue a partir de 2017, con el golpe de Estado en Cataluña, cuando todo se trastocó.
Comentarios