El incendio de la catedral de Nantes, que surgió en tres focos distintos y que fue, sin duda, provocado, es el más espectacular de los ataques contra iglesias católicas en Francia, pero sólo uno entre los muchos que no conocemos porque, por lo general, la prensa los calla. Cosa que no sucedería si se tratase de una pintada en la fachada de una mezquita o de la quema de una “bandera” arcoiris. No sabemos todavía quién ha sido el incendiario[1] y no es este caso particular de Nantes sobre el que nos queremos centrar. En Francia, sólo en el año 2018, se produjeron 877 profanaciones de iglesias (ABC, 15/04/2019). En España el número es mucho menor: 47 en el mismo año, frente a los 8 del 2014 (La Vanguardia, 08/06/2020). Ante estos ataques, la respuesta de los organismos del Estado en España es el silencio y el nulo interés por resolver los casos y castigar a los culpables. ¿Cómo va a mostrar la menor intención de hacer justicia un Gobierno que ha protagonizado la mayor profanación de un templo en nuestra época, como fue la del Valle de los Caídos?
Las iglesias y las catedrales arden y son profanadas a diario en toda Europa. Tan sorprendente fenómeno no es producto de una oleada de gamberrismo juvenil, de una moda. Las iglesias arden porque todo un sistema de propaganda y adoctrinamiento progresista ha inculcado en los jóvenes el odio a la Tradición cristiana, objeto hoy día de todo tipo de deconstrucciones por parte de las élites universitarias y políticas. El cristianismo, para la izquierda, es la religión del hombre blanco y el cimiento espiritual de dos instituciones que deben ser abolidas a toda costa: la familia y el matrimonio. Además, en muchísimos casos, el cristianismo crea un fuerte sentido identitario que une a los pueblos con sus iglesias, especialmente intenso en Polonia y Lituania con el catolicismo o en Rusia y Serbia con la ortodoxia. De ahí la ferocidad con que la Unión “Europea” se opone a que se reconozcan las raíces cristianas de nuestro continente, que si se define por algo ante las otras civilizaciones es por ser la tierra de los cristianos o “francos”. Pero es precisamente esa genuina identidad europea, esa evidente, real e histórica Tradición, la única operativa durante un milenio, la que se quiere aniquilar desde Bruselas. El borrado de identidad es una condición básica del llamado proyecto “europeo”, cuyo fin es hacer de todo el continente un Hong Kong, un Singapur, un Gibraltar, un espacio que se vacía de todo aquello que no sea mercado.
Si el lector tiene la paciencia de soportar algunas de las series de televisión más populares con las que se envenena a las masas en España, se dará cuenta de que los personajes religiosos, conservadores y tradicionales siempre son los malos. Es curioso que en estos tiempos, en los que tanto se reniega de los estereotipos, a los católicos y a la gente con valores tradicionales se les cargue con el sambenito de la maldad y sean objeto de una burla inmisericorde y hasta sacrílega, mientras que los progres (incluyendo los curas rojos, claro) son invariablemente buenos y luchan con las luces de la razón contra la barbarie de las tradiciones y costumbres patrias. El católico, el cazador, el taurino, el heterosexual, el padre, la madre, al ama de casa, el militar, el sacerdote, y toda aquella persona que no comparta los valores de los guionistas de extrema izquierda, puede ser estereotipado y escarnecido con tópicos que aplicados a la nueva aristocracia de las minorías protegidas resultarían intolerables. Fijémonos cómo se estigmatiza a la gente del campo, a los que viven de la tierra y sus criaturas, por los ecologistas, animalistas y demás endriagos del bestiario progre. No es sorprendente: el campesino, estamento a extinguir en los designios de los eurócratas, es el depositario de la religiosidad popular (la única verdadera), de las tradiciones de la estirpe y de un sentido comunitario de la existencia. Despoblar el campo y escarnecer a sus habitantes forma parte esencial del proyecto “europeo”, urbano por naturaleza.
Son ya cincuenta años de permanente desprestigio y de indisimulado odio contra la Tradición cristiana, favorecido por las incesantes capitulaciones de la Iglesia postconciliar, siempre callada, siempre cobarde, siempre sumisa, siempre dispuesta a aspirar el humo de Satán en vaharadas cada vez más amplias. Las profanaciones y la iconoclastia irán en aumento mientras no se levante una reacción de defensa de nuestra historia y de nuestra identidad frente a los ataques coordinados y muy bien estructurados de la plutocracia mundial. Las ofensivas realizadas por los mastines del Sistema en los últimos años en Chile o en Estados Unidos o en la propia Europa, han acabado con la destrucción de los símbolos de nuestra memoria, como las estatuas de Colón o las de los héroes de la América Confederada, pero también de Cervantes, de Isabel la Católica o de San Junípero Serra. Todo esto ante las protestas tímidas y con la boquita pequeña de gobiernos como el español, que en realidad apoyan toda esta barbarie. Bueno, pues tanto en Chile, como en Estados Unidos, como en Europa, también cruces e iglesias fueron el blanco de los ataques de los racistas eurófobos. Y con toda la razón del mundo, la misma que hace que todos los radicales negros se conviertan al Islam: el cristianismo, aunque universal por naturaleza, es históricamente europeo, está ligado a nuestras raíces, lo hemos hecho nosotros. No tardaremos en ver movimientos similares en la izquierda postmarxista y antiblanca: Roger Garaudy fue sólo un precursor. La islamización del continente forma parte del proyecto de aniquilación de nuestra identidad. Recordemos: uno de los factores de la formación de la Europa medieval fue la resistencia de sus pueblos a ser islamizados, algo que se demostró con una oposición activa y militante, incluso bélica, como se ve en las Cruzadas, pero también en aquellos mártires cordobeses del siglo IX, que se sacrificaron ante el todopoderoso emirato omeya para afirmar su identidad cristiana y para combatir la arabización de su pueblo: ¿Pero quién se acuerda de Eulogio, de Paulo Álvaro y de los Mártires de Córdoba? Bergoglio, sin duda, los excomulgaría hoy.
¿Por qué, pues, arden las catedrales? Porque es el resultado inevitable de nuestro sistema educativo y de los antivalores que se instilan en las masas por el poder. No tenemos tan corta memoria como para ignorar la devastación que causaron los rojos durante nuestra guerra del 36: las iglesias destruidas, las obras de arte quemadas y el martirio de miles de fieles. Ellos son los mismos, no ha cambiado en nada su odio a la Cruz. Y lo mismo pasa en toda Europa. Lo que Azaña y Giral toleraban en su tiempo, ahora lo permiten Sánchez y sus cómplices.
Todos los países europeos que defienden su identidad, el no acabar anegados en el amnésico y bestializante melting pot mundialista, acaban por luchar por los símbolos y la herencia inmaterial, algo mucho más importante que la economía y la política. Y algo, además, que se sabe por instinto, que no necesita de grandes discursos porque corre en nuestra sangre. Por ejemplo, en Rusia, un mes antes de las elecciones presidenciales de 2012, las gamberras del grupo Pussy Riot profanaron el templo de Cristo Salvador en Moscú. Todo el mundialismo salió en defensa de las delincuentes, de las profanaciones y de las blasfemias, pero a Putin no le tembló el pulso y las indeseables niñatas fueron procesadas con benévolo rigor por las autoridades. La estimación de voto para Putin estaba en un 59% antes de este suceso. En las urnas subió a un 63%. Es decir, un pueblo sano reacciona de forma sana. Por cierto, todos estos movimientos y grupúsculos antieuropeos tienen una nota común: cantan, escriben y hablan en inglés, la lengua de los apátridas. Trump ha afirmado que se aplicará la ley a los cafres que han destruido las propiedades públicas en los motines mundialistas de estas semanas. Seguro que tampoco baja en estimación de voto. Sólo los pueblos muy degenerados pueden sufrir estas ofensas sin chistar. El camino está marcado. O defendemos nosotros nuestros templos y nuestra memoria o todo arderá con la complicidad de las autoridades. No serán los gobiernos “europeos” ni las jerarquías religiosas los que hagan algo por defender el legado de la Tradición cristiana.
[1] Se ignoraba en el momento en que Sertorio escribió este artículo. Ahora ya se sabe que fue un inmigrante nigeriano. (N. d. R.)
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