Ya advertimos en varios artículos que el cerco sobre Rusia, igual al que la Entente ejerció contra Alemania en el siglo pasado, se resuelve en una serie de guerras de baja intensidad que tratan de debilitar a un enemigo contra el que tienen pocas opciones en un enfrentamiento cara a cara, debido a que los pueblos occidentales son incapaces de afrontar un conflicto que dure más de una semana y que les ocasione sacrificios de sangre y bienes propios, algo que las degradadas exnaciones de Europa no pueden ni imaginar después de ochenta años de imbecilización y decadencia socialdemócrata, aparte de recortes en defensa que son verdaderas castraciones de sus ejércitos, antaño tan poderosos. El nihilismo de los mercaderes tiene estas cosas. Existen precedentes históricos: en el siglo XVII, durante las guerras angloneerlandesas, los brillantes éxitos navales de De Ruyter y Tromp, como la humillación de los ingleses en Chatham, se vieron entorpecidos por los recortes presupuestarios de las Provincias Unidas y los intereses de sus comerciantes, que no querían “perjudicar” sus relaciones con una Inglaterra que trataba de desbancarlos de las rutas oceánicas. En definitiva, que en lugar de aprestar una gran armada que aniquilase la potencia naval británica y dejara el dominio de los mares en sus manos, los holandeses prefirieron proteger su comercio y llegar a un arreglo muy “inteligente” con Londres: el tratado de paz de Breda (1667), que dejó intacta la potencia naval británica y estipuló el trueque de Nueva Ámsterdam por Surinam, colonia rica en azúcar y que prometía unos suculentos beneficios inmediatos a los neerlandeses. Hoy, Nueva Ámsterdam se llama Nueva York. Lo único por lo que conocemos a Surinam es por Oroonoko, or the Royal Slave (1688), de Aphra Behn, una novelita bastante aburrida y sentimental, pero que da de comer a las doctorandas de género. Ésta es la visión histórica de los tenderos. Para colmo, en 1672, los ingleses y los franceses volvieron a atacar a Holanda, que se salvó de milagro gracias a la rotura de los canales y a un golpe de Estado de la Casa de Orange y del almirante Tromp. El espíritu que reina en Bruselas es exactamente el mismo que dominaba en la oligárquica república de los hermanos De Witt en 1667. Esperemos que los tecnócratas de la UE acaben igual.
Pero no nos perdamos en divagaciones y wishful thinking, el mundo se aproxima a un incremento de la tensión que resultará insostenible si Biden alcanza la presidencia de Estados Unidos, que volverá a la misma política agresiva de Obama y Hillary Clinton. Podemos contar con la existencia de dos grandes bloques: la Alianza Atlántica y Eurasia (China, Rusia e Irán), con actores para nada secundarios como la India, Pakistán, Turquía (cabo suelto de la OTAN), Arabia Saudí y otras potencias de menor importancia pero de potencial peligrosidad. Los escenarios son múltiples y simultáneos: Cachemira, Ladakh, el mar de China, el Cáucaso, Bielorrusia, Crimea, Siria, un incidente aeronaval en el Báltico, Libia, algún trastorno en una Arabia Saudí envuelta en pugnas sucesorias, el Egeo greco-turco, la eventual caída de la dictadura egipcia, una revuelta chiíta en la minúscula satrapía yanqui de Bahrein… Ocasiones no faltan, incluso no se debería descartar una futura balcanización de España, hipótesis con la que ya algunos estados mayores juegan sobre el cajón de arena. La capacidad que tiene una potencia de menor importancia para ocasionar un segundo Sarajevo y llevar al mundo a un conflicto de mayores consecuencias no es sólo una hipótesis de trabajo, un apasionante pero ficticio war game.
La actual guerra de Artsaj (en ruso, Nagorno Karabaj o Alto Karabaj), en la que el pueblo armenio de nuevo lucha por su existencia, es una muestra de ello: en esas lejanas montañas chocan Irán, Turquía y Rusia, además de que se pone en juego una no pequeña cantidad del petróleo y gas natural del mundo. Incitado por Turquía, Azerbaiyán atacó las posiciones armenias y obtuvo importantes éxitos iniciales debido a su superioridad material sobre el ejército de Artsaj (Azerbaiyán es un importante productor de petróleo y se ha rearmado a conciencia con ayuda turca e israelí), pero habrá que ver si sus fuerzas son capaces de doblegar a unos defensores a los que favorece el relieve montañoso y la energía que da a los combatientes el luchar por su hogar y su religión. El ataque armenio a la base aérea de Ganyá demuestra que los avances iniciales de los azeríes van a encontrar una respuesta muy dura. Los hombres de Artsaj guerrean por sus vidas, por su existencia como pueblo y por el solar de sus antepasados (este concepto es hoy incomprensible para el europeo medio), y resistirán hasta el final. Las preguntas que nos debemos hacer son: ¿soportará el muy corrupto régimen de Bakú una guerra larga? ¿Será capaz de desafiar el equilibrio estratégico de la región y provocar a Irán cuando Teherán empieza a concentrar blindados en su frontera norte? Y, sobre todo: ¿cuánto tiempo aguantará su farol Erdogan? El nacionalismo panturanio revestido de islamismo neo-otomano ha convertido al dirigente turco en un émulo de Enver y Talaat Pashá. En Libia, en Siria, en las islas del Egeo, en Azerbaiyán, y en un futuro en Bosnia, en Albania o en los mismísimos barrios turcos de Alemania, se despliegan las banderas de este nuevo y hábil “sultán”, que está convirtiendo a su país en un imperio regional. Ahora bien, sin el apoyo americano, ¿qué poder real tiene frente a una intervención rusa? Tras los incidentes de estos últimos meses en Siria, está claro que ninguno. Erdogan ha conseguido desplazar a los saudíes en el liderazgo moral del islam sunní y a la vez sumar apoyos en su propia patria, electrizada con la grandeur reencontrada y nunca del todo perdida. Convertir a Santa Sofía en mezquita fue otra de sus muy acertadas victorias propagandísticas para uso interno, tanto de Turquía como del orbe musulmán, sobre todo cuando en el mundo religioso turco se agitan de manera sorda las tariqat sufíes hostiles al gobierno de Ankara, no ajenas al intento de golpe que sufrió el presidente turco en julio de 2016.
¿Es Turquía la Italia de Mussolini o es la Alemania de Hitler? Esto se verá en las próximas semanas. Erdogan vive ahora un momento de gloria que una intervención rusa o iraní puede convertir en ridículo. Los turcos son excelentes soldados y han demostrado una dureza extraordinaria en todos los conflictos; queda por ver si el régimen de Ankara como potencia internacional tiene la solidez necesaria para sostener apuestas tan arriesgadas. Desde luego, hoy el hombre enfermo de Europa no es Turquía, sino España.
Si la ofensiva azerí se estrella ante las rocas de Artsaj, los europeos habremos ganado una batalla. Si Artsaj cae, perderemos todos otro bastión más contra el avance implacable del islam en tierras cristianas. Por suerte, no hay un demócrata en la Casa Blanca y la OTAN tasca el freno, a su pesar.
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