La hora de Rusia

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Si algo debemos reconocerle al mundialismo es su unidad de propósito, lo cual hace que sea relativamente fácil predecir sus movimientos. Y no cabía la menor duda de que, una vez liquidado Trump, el siguiente enemigo que iba a recibir el fuego graneado de la plutocracia planetaria sería Putin, un adversario mucho más difícil de derribar que el último presidente elegido por el voto popular en la historia de Estados Unidos.

Rusia debe perecer porque es un constante mal ejemplo para todas las naciones europeas: allí todavía se defiende la independencia y la soberanía, allí todavía se considera que la familia tradicional es el fundamento de la sociedad, allí todavía se honra a los antepasados y se venera su herencia, allí todavía cree en Dios su Iglesia ortodoxa, allí todavía se protege a la juventud del nihilismo espiritual y allí todavía se ignoran y desprecian las imbecilidades académicas que son el credo de Occidente, como la superstición de género o el hembrismo. Un modelo y un “peligro” para los pueblos de Europa, que pueden caer en la tentación de no suicidarse y hasta de formar con Moscú un bloque eurasiático que sería virtualmente autárquico. Los amos del dinero saben que Rusia, la última gran nación cristiana, tiene que ser degradada moralmente y dividida territorialmente para que la hegemonía anglosajona en el mundo no peligre; no otra cosa afirma la doctrina Brzezinski, que es dogma de fe en la OTAN. De ahí también la rusofobia rabiosa de todos los medios occidentales. Ante un enemigo tan implacable, Rusia, Irán y China tienen una comunidad de intereses que ha resucitado la Heartland de los geopolíticos. Lo que une a estos tres países es algo muy simple: la defensa de la primacía del Estado frente a la soberanía mundial de los financieros. Es la reedición de un eterno conflicto: la Tercera Roma frente a la nueva talasocracia cartaginesa. La Iglesia de Cristo frente al Tophet de Moloch.

La campaña de agitación contra Vladímir Putin ha comenzado nada más llegar Biden a la Casa Blanca, como no puede ser de otra forma. Al poco de consumarse la toma del poder en Washington, el agente del globalismo Navalnii, al que sin ironía llaman “nacionalista” en El País, vuelve a Rusia, donde es arrestado por varias causas que tiene pendientes. Todo ello sirve para un gran despliegue en los medios occidentales, que tratan este asunto con la misma seriedad con la que abordaron su supuesto “envenenamiento” por Novichok, al cual sobrevivió de manera milagrosa, rasputiniana, para asombro de toxicólogos y escritores de misterio y ciencia–ficción.

Lo siguiente fue sacar un gran bulo por las redes, una noticia falsa que, por supuesto, no desmintió ni borró ninguno de los organismos de control y censura que se ocupan de huronear hasta en la última hoja parroquial de nuestros pueblos. Como ya sabrá el lector, el bulo en cuestión era el del palacio construido en el sur de Rusia con toda una serie de sofisticaciones y fruslerías de lo más macarra y cuya propiedad se atribuía a Putin. Por supuesto, a nadie se le ocurrió algo tan simple como ir al registro y ver a nombre de quién se halla esa villa de Trimalción. A los investigadores de Navalnii se les olvidó esa futesa. ¿Cómo se va a estropear una bonita historia con detalles reales? ¿Cómo arruinar el mito de un Tiberio ruso que disfruta en su serrallo del Mar Negro de un retiro dorado, con odaliscas de barra, discoteca con piscina, suripantas de tanga y tacón y demás oropeles de puticlub de carretera? Estas fantasías propias de nuestro ibérico Torrente delatan más bien la mentalidad de sus enemigos que la de Putin: se proyectan en el otro los deseos ocultos que la propia hipocresía reprime. No es el palacio de Putin, es lo que Navalnii construiría si llegase al Kremlin.

Sin necesidad de acudir a los documentos, ya encontramos un elemento poco creíble: que Putin se retire del poder. Al presidente ruso sólo la edad lo jubilará del gobierno y de la política, como pasó con Franco, con De Gaulle, con Ataturk y con la mayoría de los dirigentes rusos. Y cuando ese momento llegue, si llega, Putin no estará para pole dancers ni para otra cosa que no sea sentarse en la terraza de una dacha en Sochi a escribir sus memorias. No, el recoleto Gelendzhik no es el Galapagar ruso. Parece ser que el fin de semejante complejo es un hotel de “lujo” en el sentido más hortera del término, como el Salón Pompadour del Elíseo que destrozó Macron, por ejemplo. Por otro lado, la historia rusa es áspera, a menudo muy cruel, y los botarates duran poco al mando porque para sobrevivir en la atmósfera del Kremlin hay que hacerse respetar; nada hay peor para un gobierno en Rusia que el desprecio de la gente. Un capricho como la villa tiberiana de Gelendzhik habría puesto al presidente ruso a la altura de Pedro III o del zar Pablo, cuyos reinados no fueron largos ni sus tránsitos al otro mundo suaves. Putin lleva más de veinte años al timón de una nave tan compleja de gobernar como la Federación Rusa: eso no se consigue sin una abundante dosis de sobriedad espartana, tanto física como mental. El Kremlin no es la Moncloa.

Bueno, el caso es que esa propiedad no es de Putin ni de nadie de su familia, por muy lejano que sea, pero ya figura como el palacio de Putin en todos los circuitos del Sistema, incluso puede consultarse en Wikipedia. Así se comprueban las informaciones en la Red. Por fortuna, Putin no es Trump y cuenta con sus propios medios de comunicación nacionales, en los que no ha sido muy difícil desmontar una información tan “seria”. También, al revés que en Estados Unidos, el presidente ruso dispone de una estructura política de apoyo más fiable y con unos poderes estatales comprometidos con el mantenimiento de la soberanía nacional. Rusia, en principio, es la parte más débil en esta pugna contra los poderes mundialistas; además, la situación económica no es la de hace unos años.

Cuando Putin accedió al poder, al principio del 2000, inició una lucha contra los oligarcas de la era Yeltsin que terminó con la victoria del poder político sobre el económico, pero que dejó a los multimillonarios rusos con su riqueza intacta. La corrupción es una de las taras de la sociedad rusa que más críticas provoca y que la existencia de la oligarquía fomenta. Ese equilibrio del poder político y los plutócratas es uno de los puntos débiles de la Rusia actual, porque nadie sabe si estos nuevos boyardos tienen capacidad para conspirar con éxito contra la soberanía del Estado. Putin, hasta el momento, los ha mantenido a raya. Lo que sí muestra el “palacio” de Gelendzhik son los dudosos métodos de una de las muchísimas administraciones autónomas de la inmensa Rusia, lo cual es por desgracia inevitable en todo país; creo que no hará falta que le recuerde al lector casos semejantes y peores en España, mucho más pequeña y fácil de controlar que los enormes distritos federales rusos, con sus ochenta y cinco repúblicas, óblasts y ciudades. 

Lo que los medios occidentales narran no está destinado al público ruso, sino a nosotros

Pero esto es sólo el inicio. Los Silicon Bullies ya han demostrado hasta dónde pueden llegar en la manipulación de masas: sus plataformas alentaron a los menores rusos a participar en manifestaciones prohibidas, pero Zuckerberg y compañía no van a detenerse con semejantes melindres. Ellos, que tan atentos están a perseguir fantasmas transfóbicos en sus dominios, no parecen preocuparse demasiado por azuzar a los adolescentes a jugarse su integridad física y a favorecer los delitos contra la legislación de un Estado. ¿Quién se preocupa de la carne de cañón? Las manifestaciones tan jaleadas por la histérica prensa occidental fueron muchísimo más reducidas de lo que nos cuentan, pero, como ya hemos señalado, los datos sirven de poco en la guerra de propaganda que se está librando, preludio de otros conflictos por venir. Y no nos olvidemos de que lo que los medios occidentales narran no está destinado al público ruso, sino a nosotros. Se ha desencadenado una serie de agresiones contra Rusia y nos están preparando el ánimo. El “palacio” de Putin es la señal de partida de una campaña avasalladora en los medios. Pronto en Bielorrusia, en Ucrania, en el Cáucaso, en Siria, puede que en la propia Rusia, las crónicas empezarán a escribirse con sangre. Los que pagan a Biden, a la ONU y a la OTAN necesitan rentabilizar su inversión.

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