Abajo las caretas. La actual pandemia tiene al menos la virtud de que el enemigo habla claro. Lo sabíamos de sobra, pero ahora ahí están, diciendo con todas las letras lo que pretenden, lo que buscan. No sólo quieren destruir la nación, la identidad, los sexos... También la familia. ¡Ratas carroñeras! El texto que reproducimos no merece mayor comentario. Lo deja todo meridianamente claro. Requiere, eso sí, tener una palangana al lado. Para los vómitos.
Recordamos: Open Democracy, con sus alegatos «anticapitalistas» incluidos (hay ingenuos que aún se los creen), es un periódico financiado por las fundaciones de George Soros, la principal de las cuales se llama Open Society. También participan en el tinglado otras organizaciones «filantrópicas la Fundación Ford, el Atlantic Philanthropies, el Rockefeller Brothers Fund y el Joseph Rowntree Charitable Trust.
En el momento de escribir estas líneas la humanidad ha entrado indudablemente en los tiempos del Corona.
Con la esperanza de «aplanar la curva» de la pandemia, grandes sectores de la sociedad han adoptado prácticas de reducción del contagio conocidas como «distanciamiento social» y «confinamiento en el hogar».
Las Redes Sociales y los medios están inundados de crónicas de estas prácticas, muchas de ellas comprensiblemente ansiosas, conmocionadas y desesperadas, debido a la pérdida de ingresos o al miedo a la enfermedad de los seres queridos. Sin embargo, muchos de estos mensajes son, por el contrario, humorísticos, cachondos, expresan la dicha de no tener que trabajar y están llenos de la creatividad cómica de quienes se encuentran obligatoriamente recluidos en casa.
Es cierto que se han expresado sentimientos ecofascistas [sic] y se han efectuado llamamientos a favor de que el Estado ejerza un control autoritario de la situación, pero la ayuda mutua también ha proliferado: compras de comestibles y suministros de desinfección para los inmunodeficientes; cuidado infantil y kits de inyección seguros para trabajadores sexuales y usuarios de sustancias [léase «drogas»]; exenciones de copago; moratorias de desalojo; quitas de alquiler; y esfuerzos para asegurar refugio a las personas sin hogar. Esto último plantea, en particular, el quid de la cuestión de la respuesta dada a la pandemia, y que para la mayoría parece incuestionable: los hogares privados.
Al parecer, los hogares nucleares es donde intuitivamente se espera que nos retiremos para evitar la generalización de la enfermedad. «Quedarse en casa» es lo que de alguna manera se supone que nos mantiene sanos. Pero hay varios problemas con esto, como cualquier persona inclinada a pensarlo críticamente (incluso por un momento) puede descubrir: problemas que cabría resumir como la mistificación de la forma de pareja; la romantización del parentesco y la desinfección de un espacio fundamentalmente inseguro como es el domicilio privado.
¿Cómo puede ser beneficiosa para la salud una zona definida por las asimetrías de poder de las tareas domésticas (el trabajo reproductivo es una labor sumamente de género), del alquiler y la hipoteca, la propiedad del suelo, la crianza patriarcal y (a menudo) la institución del matrimonio? A fin de cuentas, es en esos hogares estándar donde todos saben, aunque nunca lo dicen, que radica la mayoría de la violencia terrestre: la OMS llama a la violencia doméstica «el abuso más difundido pero uno de los menos denunciados de los derechos humanos».
No cabe duda, las personas queer y feminizadas, especialmente las muy viejas y muy jóvenes, no están seguras allí: su florecimiento en el hogar capitalista es la excepción, no la regla. De ello se deduce que, tras una examen más atento, ambos términos, «distanciamiento social» y «confinamiento en el hogar» parecen ser importantes tanto por lo que no dicen (es decir, por aquello de lo que presumen y hacen tragar) como por lo que hacen. ¿Confinarse en qué lugar... y con quién ? ¿Distanciarse de quién... o de todos menos de quién?
Pero el primer y más grave problema con la orden de quedarse en casa es simplemente esto: no todos tienen acceso a una vivienda privada. Y, para solucionarlo, hay al menos un par de formas alternativas: compartir y ocupar. En un desafío ético a las directivas estatales, los vecinos relativamente inmunes de muchas ciudades han abierto voluntariamente sus hogares a los expuestos y enfermos, juzgando que el deber de solidaridad vecinal con los desalojados es más apremiante que el imperativo de evitar el contagio.
Mientras tanto, al okupar casas y vivir en ellas («autocuarentena en progreso», dice un cartel en la ventana de una madre), Moms 4 Housing está liderando el camino para contrarrestar la gentrificación en California y establecer un enfoque de la vivienda como derecho humano básico .
Desgraciadamente todavía hay muchas otras poblaciones cuya respuesta a la pandemia no podría ser «quedarse en casa», incluso si se quisiera. Además de las personas sin hogar (por ejemplo, personas amontonadas en prisiones, centros de detención, campamentos de refugiados o dormitorios prefabricados, personas atrapadas en hogares de retiro superpoblados, o aquellos retenidos contra su voluntad en instalaciones médicas y/o psiquiátricas. Si COVID-19 es incompatible con estas instituciones, en el sentido de que una respuesta humana a la pandemia es imposible en tales espacios antidemocráticos, entonces habrá demostrado que dichas instituciones son incompatibles con la dignidad humana.
En Los Ángeles, los funcionarios estatales están proporcionando remolques individuales y cabañas de aislamiento para las personas sin hogar. Pero una respuesta mucho más lógica podría ser: abrir todos los hoteles y palacios privados sobre la base de viviendas amplias y luminosas, sanitarias (no modificadas) para todos. Liberad a todos los prisioneros y detenidos ahora, rehaced las instalaciones de cuidados como espaciosas aldeas autónomas y despedid a todos los trabajadores con sueldo completo para que puedan abandonar sus literas para siempre, mudarse con sus amigos y perseguir la pereza durante al menos la próxima década.
En segundo lugar, una gran parte de aquellos de nosotros que hemos de estar en viviendas particulares no nos encontramos ahí en seguridad; y no poder salir multiplica aún más el riesgo. Una cuarentena es, en efecto, el sueño de un abusador: una situación en la que se da un poder casi infinito a quienes tienen la ventaja de tener una casa. En consecuencia, al principio de la epidemia de China, las ONG feministas publicaron guías para sobrevivir frente al abuso doméstico específico del coronavirus . Según diversos informes, en las comisarías de policía de todo el país se triplicó el número de casos de violencia doméstica; El 21 de marzo de 2020, The Guardian citó a la fundadora de una organización sin ánimo de lucro para mujeres chinas diciendo: «Según nuestras estadísticas, el 90% de las denuncias por violencia de género están relacionadas con la epidemia del Covid-19».
La pandemia no es momento para olvidarse de la necesidad de abolir la familia
Y a medida que el virus se propaga por Estados Unidos, haríamos bien en prestar atención a esto. Ya el CEO de la Asociación Nacional contra la violencia doméstica en los Estados Unidos ha señalado: «Los violadores amenazan con echar a sus víctimas a la calle para que se enfermen [...]. Hemos escuchado que algunos retienen recursos financieros o asistencia médica».
En resumen, la pandemia no es momento para olvidarse de la necesidad de abolir la familia. En palabras de la teórica feminista y madre Madeline Lane-McKinley, «los hogares son las ollas a presión del capitalismo. Esta crisis traerá un aumento de las tareas domésticas: limpieza, cocina, cuidados, pero también abuso infantil, abuso sexual, violación de parejas, tortura psicológica y más». Lejos de ser un momento para aceptar la ideología de los «valores familiares», la pandemia es un momento sumamente importante para atender a las necesidades, evacuar y, en general, empoderar a los sobrevivientes y a los confinados en el hogar nuclear.
Y en tercer lugar, incluso cuando el hogar nuclear no representa una amenaza física o mental directa, incluso cuando no se maltrata al cónyuge, ni se viola a los niños, ni se critica a las personas queer, incluso entonces, francamente, la familia privada, como modo de reproducción social todavía sigue apestando. Nos convierte en estereotipos de género, de nacionalidad y de raza. Nos normaliza para el trabajo productivo. Nos hace creer que somos «individuos». Reduce al mínimo los costos de capital al tiempo que maximiza el trabajo vital de los seres humanos (en miles de millones de pequeñas cajas, cada una equipada, absurdamente, con su propia cocina, microguardería y lavandería). Nos chantajea para confundir las únicas fuentes de amor y atención que tenemos en la medida de lo posible.
Nos merecemos algo mejor que la familia. Y el tiempo del Corona es un excelente momento para practicar su abolición
Nos merecemos algo mejor que la familia. Y el tiempo del Corona es un excelente momento para practicar su abolición. En las siempre alentadoras palabras de Anne Boyer: «Debemos aprender a hacer el bien por el bien de quien aún es extraño. Ahora tenemos que vivir como evidencia diaria que creemos que hay un valor en la vida del paciente con cáncer, la persona mayor, la persona discapacitada, las personas en condiciones de vida impensables, hacinadas y en riesgo».
Todavía no sabemos si de los restos de esta plaga y de la próxima depresión podremos extraer algo mejor que el capitalismo. Solo diría con cierta certeza que, en 2020 se intensificará la dialéctica de las familias contra la familia, de los hogares reales contra el hogar.
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