Se acaban de cumplir cien años de una gesta luctuosa. El 10 de enero de 1920 entraba en vigor el Tratado de Versalles, uno de los cinco con que los vencedores de la Primera Guerra Mundial castigaron a los perdedores, esto es, a Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía. El de Versalles, el más conocido, humilló a Alemania hasta lo indecible. La troceó y amputó, le hizo pagar una deuda de guerra que terminó de abonar escrupulosamente… ¡en 2010!, cedió “temporalmente” parte de su suelo a los franceses, perdió sus colonias africanas, donde Inglaterra y Francia en exclusiva tomaron el relevo de hacer más felices a los indígenas, se le vetó un ejército digno de tal nombre, y la referida deuda fue tan onerosa que no tardó en arruinar a la naciente república. La guerra que “iba a acabar con todas las guerras” no ideó manera más perfecta de fomentar la revancha, el odio y el fervor nacionalista en una nación a la que se agredía de manera absolutamente desproporcionada. Los otros cuatro países perdedores quedaban tan disminuidos en poder y población que les era imposible reanudar un conflicto digno de tal nombre. Alemania no. Pese a las brutales condiciones impuestas mantenía una población considerable, no poca industria y sobre todo un espíritu patriótico que los vencedores de la guerra se encargaron de elevar en grado sumo. Veinte años más tarde, o sea, a la vuelta de la esquina, llegó la guerra de nuevo. Tan indeseada como comprensible, con un país en especial responsable por el trato dado a los alemanes: Francia, quien por cierto pagó bien cara su fechoría cuando en seis semanas, seis, su ejército se vino espectacularmente abajo, desmoralizado, rebasado en todas sus líneas, y encima con un buen sector de la población francesa no disgustada con quienes escribían la palabra socialismo en el nombre de su partido y era posible que quizá hasta ajustaran las cuentas a las clases altas galas. La caída de Francia —léanse el magnífico libro de Chaves Nogales al respecto— fue el espectáculo más sorprendente de los muchos que hubo en el conflicto. No estaba ya para verlo Clemenceau, principal responsable del trato dado a Alemania, y a quien aún le parecían blandas las condiciones del acuerdo entre los vencedores. El político francés era de la cuerda de Thiers, quien en el siglo XIX defendía que las fronteras “naturales” de Francia debían llegar al Rin, aunque con ello engullesen a Bélgica y media Holanda, y en Alemania media Westfalia, Renania y el Sarre, territorio este que los franceses no soltaron hasta que un plebiscito los echó en una aplastante victoria progermana.
No es cuestión de entrar en las razones de Alemania para la revancha, ni en la barbarie del factor racial en cuanto al trato a otros pueblos o etnias durante la horrible guerra de 1939-1945. Pero pocas personas con sentido común sostienen que ello no fue sobrevenido en el impulso redentor de la vindicación territorial y bélica. Toda una serie de irracionales y aviesas teorías incrustan en la idiosincrasia germánica un gen racista y cruel que atraviesa épocas y sistemas políticos, y aflora en cuanto se le deja suelto. No se cayó bien en la cuenta de que todos somos capaces de todo. No se olvide. Basta que se den las condiciones. Todo, claro, menos reconocer la cicatería suicida de una Europa vencedora, prepotente y estúpida que pensaba que se puede agredir hasta el infinito a quienes aún creen en sí mismos y pueden sacar fuerzas de donde los demás no esperan: de ese sentimiento de amor a la patria, grande o pequeña, y que para bien o para mal, correcta o perversamente encauzado, tantos problemas ha causado y está causando en tantos lugares, algunos demasiado cercanos, demasiado nuestros.
Quizá sea conveniente recordar el actual Versalles hispano en forma de denigrar el pasado inmediato
Quizá por ello sea conveniente recordar el actual Versalles hispano en forma de denigrar el pasado inmediato hasta querer borrar su memoria como si no hubiera existido y todo lo bueno actual fuese fruto de nuestros políticos de hoy, en evidente caída libre en cuanto a formación, competencia y honradez. Claro está que a la horda de codiciosos semianalfabetos que hemos elegido le importa muy poco tener o no razón, hacer justicia o no al Estado que se encontraron organizado y que ellos no cejan en su intento de desbaratar. Ellos ya no estarán cuando otras generaciones tengan una visión más ecuánime de méritos y culpas en la historia y el devenir de España. O peor, que para entonces nuestro país sea un irreversible lamento en su despiece y su caos. Pero esta ignara casta política, como Clemenceau, no estará ya para llorar sobre las ruinas que ellos mismos habrán provocado. Ellos, a lo inmediato, el pelotazo, la ganancia fácil, el cochazo oficial, la demagogia televisiva, el poder al alcance de la mano, y el que venga detrás que arree.
¿Para cuándo una reacción nacional unificada, una sacudida que ponga en su sitio a quienes hubo y a quienes hay, un latir generoso que revoque este Versalles miserable con el que fuerzas disolutas están desbaratando a esta tierra que aún se quiere llamar España?
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