Supongo al lector al tanto de la última ocurrencia del Ministerio de Igualdad, la que afirma que en las series se exhiben mujeres de una belleza irreal que cosifican su condición y que, por lo tanto, deben ser desterradas de las pantallas. Desde luego, con esta Administración están de enhorabuena las monjas alférez, cracos, adefesios, callos malayos, halitósicas, marimachos, bigotudas, histéricas, cejijuntas, escrofulosas, bisojas, jorguinas, gárgolas, tarascas, esperpentos, prodigios de feria, alopécicas, gorgonas, ojáncanas, mamarrachas, virgos en salmuera, maribárbolas, orcos y fridakahlos de España.
Por fin el galán de la serie podrá besar con pasión a una patizamba con verrugas y bocio y no a una "cosificada" hembra de tronío y casta
Por fin el galán de la serie podrá besar con pasión a una patizamba con verrugas y bocio y no a una cosificada hembra de tronío y casta: ahí es donde se verán las dotes interpretativas del actor, su capacidad para poner al pésimo tiempo (galerna y mar arbolada) buena cara, para asumir su personaje con estoicismo y besar a sapos que no se convierten en princesas, sino en tiorras feminazis erizadas de piercings, en sindicalistas caducas y en funcionarias esteatopígicas del ministerio de la señora Montero. Lo fácil es enamorarse de las guapas, para eso valemos todos; ahora los recios mocetones de culebrón (ellos, por lo visto, no se cosifican) tendrán que ganarse el sueldo y encomendarse a los manes de Meyerhold y Stanislavskii para que su fingimiento nos resulte convincente. La escena española será un cuadro de Solana, un retrato de Antonio Saura, un suicidio romántico de Alenza. Las películas y series de nuestras televisiones nos resultarán tan estimulantes para la vista como un frasco de formol lleno de tenias.
Por fin llegó la hora de su venganza: las feas tienen el poder, las maritornes y las viragos son las abadesas de ese convento de endemoniadas que es el Ministerio de Igualdad, en el que sólo falta que fichen como alto cargo a la niña de El Exorcista. Los endriagos ya no están en los Caprichos y Disparates goyescos, han salido del aguafuerte y campan por los despachos oficiales mientras dictan leyes que son producto del eléboro, de la mandrágora, de la belladona y demás botánica con la que se aderezan las ensaladas de los aquelarres. Embarcados estamos hacia Citerea y la fiesta no va a decaer, que la legislatura se promete larga y llena de eventos. Lo cierto y verdad es que sin este ministerio del delirio burocrático, donde la administración se vuelve diván lacaniano, gabinete del marqués de Sade y corrillo de comadres beodas, nuestra vida política sería mucho más aburrida. En poco menos de un año nos han prohibido mirar a las mujeres, requebrarlas con un piropo, poner un pirata y una princesa en los baños infantiles, tirarles los tejos a las mozas (ya me dirán cómo se liga si uno no se lanza) y una serie tal de chuminadas que ni las catequistas de la Acción Católica ni el mismísimo Cardenal Segura podrían superar. Ahora atacan a los hábitos de sus compañeros mayoritarios de coalición y quieren prohibir el irse de putas; y hay proyectos para arruinar la industria del porno haciendo que sea didáctico, eduque en valores e incluya mujeres normales: se ve que no saben que existe el género bizarre, en el que seguro que todas sus candidatas encontrarían acomodo tras un breve meritoriaje. Les recomiendo, ya que estamos, que le pongan puertas al campo e impongan la ley seca y la prohibición del consumo de filetes, chuletones, costillas, entresijos, higadillos, mondongos y jamones de animales, que no hay carnaval sin carnestolendas y en esta España del menadismo político nos pasamos el año enterrando a la sardina.
Lo curioso de este asunto es que ya estaba profetizado en una excelente película de Alex de la Iglesia, Crimen Ferpecto (2004), en el que el protagonista —un Willy Toledo que entonces se dedicaba a lo que sabía hacer: actuar— es un jefe de planta de unos grandes almacenes, donde ejerce de lo que hoy se llamaría depredador sexual con las guapas dependientas, en especial con una espectacular Kira Miró, cuya cosificación es un regalo para los ojos. Por desgracia, la comisión de un homicidio involuntario y el que la única testigo del hecho sea la más fea y olvidada de sus subordinadas hace que el protagonista se someta a su chantaje y acabe, entre otras cosas, despidiendo a las hermosas dependientas y las sustituya por una galería de freaks que en nada desmerecen de una manifestación de okupas o de un taller de identidad de género. Ni que decir tiene que su vida se vuelve gris, deprimente, amarga. Fue profético: desde entonces todo va a peor; hemos contemplado a los ciclistas que echan el bofe en los repechos y cuestas de los Picos de Europa y llegan exhaustos al podio, donde, en lugar de una buena moza que les dé un par de besos por su victoria, se encuentran con un maromo con un ramo de hortensias. Ya me dirán ustedes si para eso merece la pena pasar las de Caín a lomos de una bici. ¿Y qué decir del destierro de las lindas azafatas de los circuitos? ¿No habíamos quedado en que las mujeres son dueñas de su cuerpo? Si lo tienen lozano y turgente, ¿por qué no le pueden sacar partido? ¿Es que, pese a tanta palabrería empoderada, las mujeres guapas son tontitas y perpetuas menores de edad y deben obedecer como siervas a su gauleiterin feminazi? ¿No es ése otro estereotipo? ¿Por qué es un derecho abortar y no el posar ligerita de ropa?
Lo de la izquierda sesentayochista con la fealdad es un largo idilio: por eso no es de extrañar que conviertan a las guapas en enemigas del pueblo, ya que éstas, sin poderlo evitar, evidencian algo que trae consigo la naturaleza y que ningún ministerio y ninguna Nadezhda Krúpskaya con rostro de lémur bolchevique podrá prohibir: somos desiguales y la femineidad existe y es muy poderosa. Hay guapas y feas, tontas y listas, altas y bajas, rubias y morenas, y esa venturosa diversidad también implica una jerarquía natural: preferimos ver gente guapa antes que fea, tenemos una tendencia natural hacia la hermosura en la que, además, se basa nuestra civilización, el kalós kai agathós (lo bello y lo bueno) que nos enseñaban al dar los primeros conocimientos de filosofía griega.
La belleza nos comunica con una esfera más alta. Y las mujeres que tienen ese peligroso y efímero don nos lo hacen ver en carne y hueso
Y por supuesto que en la belleza hay algo de irreal, porque viene de Dios y nos comunica directamente, por los sentidos, con una esfera más alta. Y las mujeres que tienen ese peligroso y efímero don nos lo hacen ver en carne y hueso. Despliegan sus armas y con ello los hombres nos volvemos mejores, más galantes, más generosos, más civilizados: corteses. Resulta inútil explicarle a una analfabeta de género que fue precisamente la cortesía de los trovadores medievales, basada en el culto ideal de la mujer, de la petite difference, la que dulcificó la sociedad del medioevo y dio paso a ese prodigio que fue la caballería, de la que acabó derivando el cortigiano renacentista y que está detrás de todo lo mejor que nuestra civilización ha creado, desde la Madonna del Magnificat de Botticelli hasta el Tristán de Wagner.
Pero ellas odian todo eso. Y se nota. Salta a la vista. Su existencia y proliferación indica hasta qué punto nuestra cultura está enferma. Tienen cara de síntoma.
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