En realidad la cosa es aterradoramente simple: la idea de España como nación plural está a punto de desmoronarse. En su lugar asistimos al nacimiento de algo parecido a un Estado plurinacional, en el mejor de los casos, o a una confederación de mini Estados parcialmente soberanos, en el peor. No sólo es grave que España se desvanezca como comunidad política; es igualmente malo que se esfume el proyecto de una nación compuesta, edificada sobre un tejido cultural e histórico heterogéneo. ¿La sedición separatista va a terminar dando la razón al centralismo decimonónico? ¿Realmente hubiéramos debido aniquilar nuestra variedad interior a cañonazos, como en Francia? Pero es que eso ya no sería España. Y entonces, ¿qué hacer?
JOSÉ JAVIER ESPARZA
Es grande la tentación de responder al separatismo con una reacción centralizadora extrema: afirmar nuevamente lo nacional-español sobre el eje castellano (entiéndase, desde el cabo Machichaco hasta Algeciras), desdeñando o incluso señalando como enemigos a todos los que se salen de ese cuadro, ya sean navarros o catalanes, valencianos o vascos o gallegos. A veces tiene uno la impresión de que cunde en ciertos patriotas el virus “esparterista”, que les lleva a imaginar una España centralizada al jacobino modo, sacando de su tumba a don Javier de Burgos y remedando la solemne abolición de los fueros con un gesto a mitad de camino entre Cánovas del Castillo y Felipe de Anjou.
Todo esto, además de responder a una concepción equivocada de la historia de España, sería perfectamente inútil, porque el resultado de la operación no tendría nada que ver con la textura real del país. No se puede construir la unidad nacional negando la realidad nacional. Ni siquiera el franquismo –dígase hoy lo que se diga- decretó la homogeneidad cultural de España: ¿Hay que recordar cuántas iniciativas de recuperación de las lenguas vasca, gallega y catalana, o de la identidad valenciana o navarra, surgieron entre los años cincuenta y setenta?
También se oye crecer en el ambiente una tentación distinta: decretar el nacimiento de un España ex novo sobre la base de la condena de toda identidad, global o parcial, para abrazar una especie de nación neutra donde todos seamos lo mismo y, al mismo tiempo, no seamos propiamente nada. Eso es, a fin de cuentas, lo que hay detrás de quienes dicen defender la unidad de España mientras al mismo tiempo proclaman que España “se la suda” o desprecian como “fascistas” a quienes buscan inspiración en la larga y brillante historia nacional. ¿Pero qué clase de alternativa es esta a la fragmentación de España?
Si hoy estamos donde estamos es, entre otras cosas, por la labor de zapa de una intelligentsia de izquierdas que ha ido socavando la conciencia nacional so acusación de “franquismo”. Mas he aquí que hoy, cuando la conciencia nacional española ha quedado tan maltrecha que los separatistas han podido ocupar todo el campo sin resistencia, vienen aquellos zapadores a proponernos la reconstrucción según sus propios planos. Y aún pretenden que les hagamos caso y reverenciemos su espíritu constructivo. No, hombre, no.
La nación garantiza la pluralidad
El problema no es pequeño. Porque no estamos ante algo que pueda solucionarse en unas elecciones o con una medida administrativa, sino que asistimos a una fase especialmente delicada de un largo proceso. La textura de España es realmente plural: nuestras lenguas y nuestra forma de entender la organización de la nación son de verdad diferentes. Eso no se lo ha inventado el neocaciquismo autonómico: es un hecho histórico actualizado en el presente. Pero lo que ha hecho el neocaciquismo autonómico, y muy especialmente el aupado sobre partidos separatistas, es adherirse a esa realidad y chuparle la sangre como un parásito, convirtiendo un rasgo nacional –la pluralidad- en una enfermedad –la ruptura. La manifiesta mala fe de los partidos nacionalistas ha quebrado el mapa. Así que la solución pasa, nada menos, que por arrebatar la bandera de la pluralidad a quienes se han proclamado sus únicos representantes y, aún más grave, a quienes el propio sistema ha concedido calidad de tales: a los separatistas.
La solución no es fácil, pero es factible tanto jurídica como políticamente. El Estado –España- puede perfectamente hacerse cargo de la garantía de la pluralidad cultural y de la descentralización política, al mismo tiempo que garantiza también la unidad nacional y la solidaridad entre todos los ciudadanos sea cual fuere su territorio, que es la clave del Estado. Pero eso exigirá que el Estado –España- entienda que garantizar la pluralidad no significa fragmentar el poder en neocaciquismos ni entregarlo a quienes han usurpado la representación de las diferencias culturales e históricas.
Las medidas concretas que desde ámbitos dispares vienen proponiéndose en los últimos meses son de sentido común: que el bilingüismo en las comunidades con lengua propia sea un hecho real, y no un pretexto para imponer por ley la lengua singular; que la ley electoral se reforme para evitar la sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas en el Congreso; que las competencias exclusivas del Estado queden fijadas por ley para impedir la desfiguración por estiramiento del Estado de las Autonomías; que el Senado adquiera realmente una función de cámara de representación territorial.
Todo ello exigirá una reforma de la Constitución. Pero exigirá previamente otras dos cosas mucho más importantes. Primero, que los dos grandes partidos se comprometan en un proyecto común para que España sea una –y sólo una- nación. Además, que todos, partidos y sociedad, asuman los conflictos que esta defensa de la nación comportará, porque los separatistas no estarán dispuestos a entregar las parcelas de poder que se les ha entregado. Conflictos que serán inevitables, pero que habrá que aprender a ver como indispensables: lo que está en juego es la supervivencia de España como agente histórico. No es poca cosa.