Carta del director

Una cierta idea de la libertad

Seguramente es lo que toca defender hoy: la libertad, entre otras cosas. Y no cualquier libertad, sino, específicamente, la libertad interior, la libertad para mantener los propios principios, las propias creencias. Nunca nadie, al menos en tiempos democráticos, había intentado imponer por ley y desde el sistema de enseñanza una forma de pensar, de sentir; nadie había intentado imponer su ideología sobre las conciencias ajenas. Pero eso es lo que estamos viendo hoy. La situación es completamente orwelliana: “Cuando al fin te doblegues ante nosotros, queremos que lo hagas por tu propia voluntad”, se lee en 1984. Domesticación de voluntades es lo que hoy tenemos delante. El rebaño bala, contento. Hay que resistir.

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JOSÉ JAVIER ESPARZA
 
Oh, sí: la libertad. Gran palabra, ¿verdad? Gran prostituta también, porque acostumbra a irse con el más poderoso. Pero siempre hay un último reducto donde nadie puede penetrar. Ese reducto es el interior de uno mismo –llamadlo conciencia, principios, lo que queráis-, y por eso Jünger decía que la libertad reside en el propio pecho. Hoy asistimos al espectáculo prodigioso de un inmenso sistema de poder –económico, político, militar, cultural- que se ha impuesto en nombre de la libertad. El resultado es una opresión blanda y viscosa, que no estrangula, pero que tampoco te deja capacidad de movimiento. La única libertad que realmente nos quedaba era esa del propio pecho. Y hasta esa nos quieren extirpar.
 
Esto es nuevo. Esto nunca había pasado antes. Esto es el final de un camino. Debe ser también el principio de otro.
 
El camino
 
Después de las revoluciones del XIX, el Estado quiso hacernos ver que él encarnaba la libertad: libertad de circulación frente al mundo cerrado del orden tradicional, libertad de creencias frente al monopolio eclesial del espíritu, libertad sobre la propia vida frente al horizonte monótono y servil de la existencia agraria, etc. Y bien, sí, hubo mucha libertad, pero fue para caer en servidumbres nuevas: servidumbre económica bajo los amos del capital, servidumbre existencial en el anonimato del suburbio, servidumbre política bajo las nuevas oligarquías…
 
Las revoluciones socialistas se levantaron contra eso y nos ofrecieron un mundo nuevo en nombre, una vez más, de la libertad: libertad del pueblo trabajador, emancipado de todos los amos, mediante la igualdad absoluta de todos los hombres. Y mataron a los amos, en efecto –y, de paso, a muchos otros que no lo eran-, pero fue para imponer una esclavitud distinta: esclavitud política de la dictadura del Partido, esclavitud moral de la ortodoxia ideológica, esclavitud económica de la burocracia, esclavitud física del campo de concentración y el trabajo forzado…
 
¿Cómo no iban a surgir voces airadas contra la esclavitud roja? Surgieron y aparecieron los fascismos, que también hablaron de libertad: libertad de la nación contra sus enemigos, libertad del pueblo contra los que amenazaban su supervivencia, libertad de la raza –o de cualquier otra forma de entender la identidad colectiva- contra su disolución… Y se afirmaron las naciones, los pueblos, las razas, pero no fue para implantar libertad alguna, sino para elevar la pura voluntad de poder a los altares y extender una forma feroz de dominio, gemela de la anterior: dominio del Partido sobre las almas, dominio del Estado sobre los hombres, dominio de la organización sobre la espontaneidad, dominio del Orden sobre la vida del enemigo…
 
Hoy también nos hablan mucho de libertad: podemos ir donde queramos, trabajar en lo que deseemos, votar a quien nos apetezca (con las limitaciones que conocemos), leer y decir y escribir lo que nos plazca (hasta cierto punto), creer en los dioses que nos dé la gana o incluso no creer en absoluto… Y bien, también esto es cierto (más o menos), y sin embargo, ¿cuál es nuestro grado real de libertad?
 
El giro
 
No fantaseemos: la libertad de los hombres siempre ha sido un bien escaso. Pocas veces la democracia ha sido otra cosa que una forma amable de mantener oligarquías intercambiables. Pocas veces la libertad de expresión o de opinión ha dejado de ser coto privado de quienes poseen los recursos (financieros) para hacerse oír. Pocas veces la libertad de comercio o de circulación ha dejado de favorecer a quien más tiene. Y mientras tanto, hemos visto crecer y afianzarse una macroestructura de poder asentada en el dinero y en la máquina técnica que hoy –globalización manda- tiende a hacerse omnipresente: dicta nuestras políticas, determina qué hemos de vestir y qué hemos de comer, cómo hemos de vestirnos, qué tenemos que creer (para ser “progresistas” y no “reaccionarios”), cómo hemos de educar a los hijos, cómo hemos de amar a nuestra pareja…
 
Cada época tiene sus exigencias. Cada época aspira a una manera distinta de realizar eso que se llama “libertad”. Cuanto más se usa su nombre, más se oculta su significado.
 
Hay quien quiere realizar la libertad subrayando el papel del Estado, edificio político donde el hombre materializa su proyección pública, colectiva. Sería la lectura moderna de la “libertad positiva”, la libertad para hacer algo. Pero hoy el Estado sólo es un aparato desvencijado cuyas competencias tienden a volar hacia otros lugares y que sólo se nos presenta como coacción. Otros piensan que la libertad debe realizarse en el escenario del Mercado, ente autónomo y casi mágico donde cada cual encontrará lo que busca y, sobre todo, donde nadie nos importunará. Sería la lectura actual de la “libertad negativa”, la libertad de que nadie interfiera en tu vida. Pero pensar que el Mercado es un lugar neutro no es más que un espejismo. Primero, porque en el Mercado son más libres los que más tienen, luego los otros son menos libres. Además, porque la imposición del Mercado no es un fenómeno neutro, sino que siempre, en todas partes, ha traído consigo una fractura de todos los vínculos orgánicos previos (familiares, comunitarios, etc.), y un debilitamiento de la capacidad de resistencia personal.
 
Si hoy hay que volver a enarbolar banderas de libertad –y sí, hay que hacerlo-, ya no puede ser desde el Estado ni desde el Mercado, sino desde el propio ámbito de la soberanía personal. El núcleo de esa soberanía es la potestad, irrenunciable, para vivir la vida conforme a los propios principios. Hay que reconstruir a partir de la persona: reconstruir familias, comunidades, incluso una polis nueva. No hay tiempo que perder.

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