El comandante Piotr Wrángel, jefe del Ejército de los rusos blancos

1920: un ejemplo

Ahora está en marcha otro proceso de destrucción de la identidad en todo el mundo. Han aprendido algo de la lección rusa: para matar a una nación no hay que destruir a su pueblo, sino extinguirlo, desnaturalizarlo, adulterarlo.

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15 de octubre de 1920; con una temperatura de veinte grados bajo cero, superados por un enemigo que era tres veces más numeroso, los soldados del Ejército Nacional ruso no pudieron impedir el cruce del Dniéper por el Ejército Rojo. Los combates de retaguardia de las tropas de Kutiépov y Abrámov sólo podían retrasar por unos días el final de la tragedia del Movimiento Blanco. Siete meses antes, en medio del caos y del pánico, el general Denikin le había cedido el mando de las tropas antibolcheviques al barón Piotr Wrángel, el “Barón Negro” de la propaganda leninista. Alto, delgado, apuesto, vestido siempre con su uniforme de general de cosacos, este noble caballero encarnaba aparentemente todo lo que los rojos detestaban, de ahí la enorme cantidad de caricaturas que inspiró al naciente agit-prop. Sin embargo, la imagen estaba muy lejos de la realidad; aparte de ser un bizarro oficial de caballería, Wrángel fue un excelente organizador, no exento de dotes para la diplomacia y, sobre todo, de algo que le había faltado al Movimiento Blanco desde sus inicios: instinto político. Si en lugar de Kolchak, Wrángel hubiera estado al frente del Ejército Blanco en Siberia, posiblemente la historia hubiera sido diferente. Quién sabe.

Wrángel reorganizó lo que quedaba de las huestes de Denikin y no les prometió la victoria, sino una salida honrosa a una situación desesperada. Contaba con los restos de los hombres de Márkov y Drozhdovskii, con las últimas sotnias de cosacos del Kubán y del Don y con unas decenas de miles de patriotas rusos que no se resignaban a ser sacrificados como reses en los mataderos bolcheviques; gente que no sólo defendía a su patria, sino la supervivencia física de sus familias. Habían pasado ya dos años de guerra y todos sabían cómo actuaba la dictadura del proletariado de Lenin y de sus sayones de la Cheka. Entonces empezaron los milagros, cosa no nueva para Wrángel, que en el año anterior había conquistado contra todo pronóstico Tsáritsyn, el Verdún rojo; en mayo, las tropas blancas obtuvieron unas victorias inesperadas ante un enemigo superior en número y recursos y consiguieron salvar a Crimea de la catástrofe. El barón no se engañaba, sabía que Inglaterra les había abandonado y Londres no tenía la menor intención de defender a quienes se alzaron, entre otras cosas, para mantener la alianza contra Alemania, rota por los bolcheviques con la paz por separado de Brest-Litovsk.

Lloyd George abandonaba a los blancos, como hace Gran Bretaña siempre que algo no interesa a sus banqueros

Lloyd George se lavaba las manos y abandonaba a los blancos a su suerte, como hace Gran Bretaña siempre que algo no les interesa a sus banqueros.

Sin embargo, una última oportunidad ayudó a Wrángel a mantener por unos meses la esperanza: Polonia había invadido el territorio soviético apoyada por Francia, y sus tropas no tardaron en entrar en Kíev; pero a estos éxitos sucedió la derrota fulgurante de los polacos en ese mismo verano, que puso a los rojos en disposición de conquistar el este de Europa. París comprendió que Varsovia se defendía en Crimea y así Wrángel contó con el auxilio francés, aunque muy mitigado por el boicot de la izquierda; fue reconocido como Regente del Sur de Rusia y organizó un gobierno bajo la dirección de Aleksandr Krivoshein, un veterano y eficaz ministro de Stolypin, en el que figuraban antiguos revolucionarios como Struve. Al contrario de lo que sucedió con los gobiernos de Kolchak y Denikin, la administración de Wrángel fue diligente, honesta e imparcial, e incluso permitió una cierta oposición en los consejos de las ciudades de Crimea. Después de dos años de horror, la vida en esa pequeña porción de Rusia volvió a ser civilizada, ordenada, estable. Los cines y los teatros se llenaban de público y los servicios esenciales funcionaban con normalidad. Todo lo contrario de las desoladas urbes bajo la bandera roja. 

Pero Lloyd George estaba dispuesto a allanar el camino a los bolcheviques, con los que su gobierno andaba en negociaciones económicas. Además, la desastrosa gestión de los soviéticos auguraba que la gran potencia rusa no se recuperaría en largos años; para los anglosajones ésa era una alternativa preferible al restablecimiento de un imperio eurasiático que amenazaba su control sobre la India y Oriente Próximo. Londres obligó a los polacos a entablar unas precipitadas negociaciones de paz y en breve tiempo los millones de combatientes del Ejército Rojo quedaron libres para asaltar Crimea. El espejismo de la Regencia de Wrángel se acercaba a su fin y sus dirigentes lo sabían. Sin embargo, los súbditos de aquel breve régimen se negaban a creer que aquello pudiera pasar, tal fue la buena impresión que el barón dejaba entre sus administrados.

El 26 de octubre, los rojos tomaban Perekop y el destino de Crimea quedaba sellado. En esa misma fecha Wrángel le comunica a su Gobierno que ya sólo queda preparar la evacuación de los civiles y militares que así lo deseen. Tres días más tarde se celebraría en Sebastopol la última reunión de un Gobierno verdaderamente ruso hasta 1991. Es entonces cuando el barón emite una de sus últimas órdenes:

¡Pueblo de Rusia!

Sólo en su lucha contra el opresor, el Ejército de Rusia ha mantenido un combate desigual en la defensa de la última franja del territorio ruso sobre el cual aún la ley y la verdad mantienen su poder.

El general advierte a su pueblo de la imposibilidad de continuar la guerra y que les espera una vida en el exilio que no va a ser fácil.

... Que Dios nos dé fuerza y criterio para soportar este período de dolor en Rusia y para sobrevivir a él. [1]

Entre el 29 de octubre y el 3 de noviembre de 1920, el gobierno de Wrángel logra la no pequeña hazaña de evacuar a cien mil militares y cincuenta mil civiles (entre ellos treinta mil mujeres y siete mil niños), al tiempo que mantiene a raya al Ejército Rojo. No eran grandes duques ni aristócratas, sino campesinos, gente de clase media, miembros de partidos antibolcheviques, creyentes ortodoxos, sacerdotes... Personas de humilde condición en su gran mayoría que se vieron tratados como parias por las izquierdas europeas y los gobiernos liberales de la época, que no sintieron la menor piedad por aquellos refugiados europeos, cristianos y víctimas del comunismo que languidecían en las islas griegas y en la Tunicia francesa. Sólo Serbia, Bulgaria y Grecia fueron generosas. Incluso cuando el almirante Horthy se ofreció para acogerlos en una Hungría recién liberada del comunismo, el Alto Comisionado de la Entente se lo impidió, indignado por el hecho de que el gobierno de Budapest se prestara a “intrigas antibolcheviques”. Cuántas cosas le suenan al lector de hoy, ¿verdad?

Por cierto, los blancos que se quedaron en Crimea, fiándose de las palabras conciliadoras de Bela Kun, el dirigente comunista que acababa de devastar Hungría, fueron exterminados sin piedad, hombres, mujeres y niños, en una cifra que no baja de treinta mil asesinatos.

Justo siete años más tarde, en octubre de 1927, Wrángel analizaba en Bruselas la tragedia de Rusia, de cómo una banda de demagogos apátridas se había apoderado del país y lo había sacrificado a sus propósitos sectarios:

Rusia en su calidad de Estado nacional no les preocupaba [a los bolcheviques]. Lo único que querían era una base desde la que difundir su nefasta influencia sobre todo el mundo.

En el momento en el que los bolcheviques pusieron sus manos sobre el poder ejecutivo, Rusia, como una entidad nacional, dejó de existir. Incluso el nombre que servía para denominarla desapareció. Todos los intereses del Estado como tal fueron sacrificados a los de la Internacional roja.

En todo lugar esta Internacional movió una guerra implacable contra todo elemento del espíritu nacional: agudizó los conflictos de clase y destruyó los fundamentos de la moral: la religión, la patria y la familia.

Pero, pese a todo, Rusia todavía existe como nación.[2]

El espíritu de la nación rusa no podía ser aniquilado por el comunismo pese al inmenso lavado de cerebro que supuso la propaganda soviética durante setenta años, muchos más de los que Wrángel hubiera podido imaginar. El Volksgeist ruso pervivía pese a sufrir el poder de un Estado antinacional y una sola idea animaba a la resistencia:

¿Cuál es esa idea? Consagrar la vida a la patria, el anhelo de salvarla a costa de la propia existencia, un apasionado deseo de arrancar del Kremlin la bandera roja e izar en su lugar la bandera nacional. [3] 

 Wrángel se convirtió en el dirigente más respetado del exilio, en el fundador y jefe de la Unión Militar Rusa y en el caudillo que atrajo a sí a la mejor inteligencia de la patria proscrita y peregrina, Iván Ilín. El barón murió, posiblemente envenenado, en 1928, a los cuarenta y nueve años. No le fue dado conocer la extraña manera en la que las ironías de la Historia le iban a reivindicar.

Entre 1918 y 1934 la Unión Soviética se edificó sobre las ruinas de Rusia, dirigida por no rusos y dedicada a exterminar la cultura nacional. Y no hablamos simbólicamente: Nikolai Gumiliov, uno de los más grandes poetas del llamado Siglo de Plata, fue asesinado por orden de Zinóviev y con la aprobación entusiasta de Lenin. Es curioso que quienes tanto utilizan a Lorca callen con este excepcional escritor, cuyos versos fueron proscritos en la URSS hasta 1991. Suerte parecida corrieron Klyuev, Pilniak y tantos otros. Entre 1917 y 1922 se fueron de Rusia sus mejores pintores, Ilyá Repin, Nikolai Rérij o Zinaída Serebriákova; sus mejores compositores, como Stravinskii o Rajmáninov o  sus mejores escritores, como Iván Bunin (premio Nobel de 1933), Merezhkovskii, Nikolai Berdiáyev o Vladímir Nabókov. Incluso Gorki se exilió en... ¡la Italia fascista! Hasta los ballets escaparon y no volvieron ni Diághilev, ni la Pávlova, ni la Karsávina, ni Niyinskii. Y esto sólo por mencionar a algunos de los más conocidos. Tampoco fue más feliz la suerte de los que se quedaron o de los que regresaron, de un Blok que murió desesperado en 1921, de Marina Tsvetáyeva, de Yesenin, Prokófiev o Bulgákov. La Iglesia ortodoxa sufrió un martirio continuo, sólo comparable con el de los católicos en la España roja; miles de edificios, iconos, estatuas y reliquias fueron vandalizados por los comunistas: el templo del Cristo Salvador y la catedral de Kazán, en Moscú, se dinamitaron; la mayor parte de las pequeñas iglesias rurales fueron cerradas, derruidas o profanadas. La tarea de borrar la fe cristiana y las instituciones sociales a ella ligadas, en especial la familia, fue una misión fundamental del régimen de los soviets en aquellos años. 

Pero el mayor crimen contra el espíritu y el pueblo ruso tiene un nombre: Colectivización. Entre 1929 y 1930 el poder soviético se empleó a fondo en destruir al campesinado, depositario del acervo cultural, del patrimonio intangible de la Tradición. Los bolcheviques ya habían liquidado al clero, a las clases intelectuales y a la aristocracia, pero quedaban los millones de muzhikí que labraban las tierras comunales rusas. El comunismo, que siempre necesita un enemigo al que hacer objeto de su vocación genocida, se inventó la figura del kulak, tan imprecisa y caprichosa que cualquier habitante del campo era susceptible de ser clasificado como tal. Millones de personas inocentes fueron ejecutadas, deportadas, matadas de hambre o abandonadas sin cobijo ni alimento en latitudes árticas y estigmatizadas de por vida con el sambenito de hijo (o incluso nieto) de kulak. Esta discriminación por razón del origen social permaneció en la URSS hasta 1991. A este genocidio, aplaudido por los progresistas de la época, se unió la hambruna organizada de 1932-1933, el Holodomor, que no sólo se padeció en Ucrania, sino en el Cáucaso ruso, en el Ural, en el Volga y hasta en Kazajstán.  Se calcula el número de víctimas de estos procesos en unos doce millones de personas.

Y, sin embargo, a partir de 1924, las luchas internas por el poder obligan a Stalin en apoyarse cada vez más en los rusos y menos en los otros grupos que controlaban el aparato bolchevique. Cuando consigue el poder total en 1927 es gracias a tres rusos: Bujarin, Ríkov y Tomskii, a los que luego sacrificará en 1938. Pero desde 1934 empieza un lento proceso de restauración de los elementos básicos de la sociedad: la familia, la patria (soviética entonces, pero cada vez más rusa) y los valores clásicos de lo que hoy los eruditos a la bellota llaman “heteropatriarcado”, es decir, un orden social no suicida. La necesidad natural de crear una sociedad medianamente sana obliga a Stalin a restaurar la familia tradicional, a prohibir el aborto, a frenar el nihilismo en las artes y a fomentar el sentido patriótico. Con los años, su figura se parecerá más a la de Iván el Terrible o a la de Nicolás I. La Gran Guerra Patria de 1941 volverá irreversible la rusificación de la URSS, cada vez menos roja y más rusa. La urbanización forzosa no acabó, ni mucho menos, con las raíces campesinas del pueblo y se dio la curiosa circunstancia de que las ciudades se ruralizaron con los campesinos que escapaban de la servidumbre de los koljoses. Sin duda, en los años sesenta y setenta, pese a su pobreza (o gracias a ella), la sociedad soviética era en sus costumbres y usos más sana y decente que la occidental, sólo faltaba que se desprendiera de la costra marxista.

 En diciembre de 1991, tras demasiado tiempo de espera, la bandera roja fue arriada y se alzó la enseña nacional en el Kremlin. La salazón con la carroña de Lenin aún se exhibe en la Plaza Roja, pero sólo los progres hispanoparlantes la visitan. No es de extrañar, son nuestros países, sin duda, los herederos del peor bolchevismo, el de los años veinte y treinta. El lugar donde sí se juntan enormes masas de peregrinos rusos es la Catedral de la Sangre de Ekaterimburgo; allí, a mediados de julio, se conmemora todos los años el martirio de la Familia Imperial, cuya pasión fue un anticipo de lo que decenas de millones de inocentes iban a sufrir bajo la brutalidad infrahumana del marxismo. El templo del Cristo Salvador y la catedral de Kazán se han vuelto a edificar tal cual eran en Moscú.

El Volksgeist permanece mientras existe la etnia que lo alberga, ningún Estado podrá con él mientras haya continuidad, mientras los lazos emocionales se transmitan de padres a hijos. Pese a todo lo sufrido en el siglo XX, Rusia ha sobrevivido al peor experimento de destrucción de la identidad de un pueblo ejecutado por el poder estatal.

Ahora está en marcha otro proceso de destrucción de la identidad en todo el mundo.

Han aprendido algo de la lección rusa: para matar a una nación no hay que destruir a su pueblo, sino extinguirlo, desnaturalizarlo, adulterarlo

Han aprendido algo de la lección rusa: para matar a una nación no hay que destruir a su pueblo, sino extinguirlo, desnaturalizarlo, adulterarlo. En eso están, pero acabará todo de la misma manera que en Rusia: basta simplemente con que nos empeñemos en seguir siendo lo que somos. El solo hecho de existir es triunfar.

[1]WRANGEL, Piotr: The Memoirs of General Wrangel (Londres, 1929), p. 318.

[2]Ibidem, pp. 331 y ss.

[3]Ibid. pp. 331 y ss.

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