Mucha gente me pregunta en estos días por la acción de los agentes rusos en Cataluña, dada mi bien ganada fama de rusófilo y de admirador del presidente Putin. En principio, he de aclarar que la simpatía no supone ceguera ni colaboracionismo, sino sólo un merecido elogio para quien levantó a su país del estado de caos, violencia y miseria en el que lo dejaron las políticas mundialistas de Yeltsin y la camarilla de gánsteres neoliberales que lo usaron como tapadera para sus robos, asesinatos, malversaciones y estafas. Yo he estado allí y he hablado con la gente de la calle, con los que van en metro, con los que asisten al teatro y con los que beben (no poco) en las tabernas. La opinión predominante es que nunca han estado mejor, tanto en lo económico como en lo político y lo social. Y toda esa asombrosa recuperación tiene un artesano: Vladímir Putin. Negar esta evidencia es caer en un fanatismo más propio de los defensores de la ideología de género que de una persona medianamente culta y circunspecta. Hay dos maneras muy fáciles de comprobar lo que digo: una es fijarse en las estadísticas sobre la popularidad y la aceptación pública de Putin. La otra (para mí la más recomendable): viajar a Moscú o a Petersburgo y hablar con la gente de a pie; sobre todo con los que vivieron los años ochenta y los noventa.
Ahora bien, ¿por qué Putin se fija en nosotros? La respuesta la podemos encontrar en una localidad situada a unos veinte kilómetros al este de Riga (capital de Letonia, para las víctimas de la LOGSE), se llama Adazi y alberga una base de la OTAN. Allí, España, como obediente subalterna que es del Nuevo Orden Mundial, mantiene un destacamento de tanques Leopard, vehículos Pizarro y otros medios motorizados, además de ayudar en servicios de patrulla aérea a las tres repúblicas bálticas. Nuestras tropas se entrenan en el combate contra un posible ataque del vecino eurasiático y ha habido pequeños incidentes aeronavales entre la OTAN y Rusia durante estos años. Para quien no se halle muy al tanto de la geopolítica rusa, la frontera de Estonia está a un poco más de dos horas en coche de San Petersburgo, que es la única salida al Báltico de Rusia y la segunda ciudad del país. Es decir,
España está apuntando con las armas de su “División Arcoiris” (ya no las mandamos azules) a la sien de Rusia.
España, a quien no se le ha perdido nada en esas latitudes, está apuntando con las armas de su “División Arcoiris” (ya no las mandamos azules) a la sien de Rusia, que lógicamente se toma la expansión de la OTAN por el Báltico como una estrategia hostil de los anglosajones. Pero no sólo hostigamos a Rusia en el aspecto militar: la Unión Europea, gracias a los lacayos de Obama, aprobó una serie de sanciones económicas contra Moscú que sólo sirven para perjudicarnos a nosotros mismos y que todo el mundo trata de sortear. Con lo hasta ahora visto, de alguna manera nos tenían que devolver la pelota, ¿verdad?
Por cierto, una pregunta: ¿cuántos españoles saben en qué jaleo nos hemos metido en el Báltico y qué política seguimos contra Rusia? ¿Llegarán a sumar unos pocos miles? Lo dudo. Nuestra misérrima Weltanschauung aldeana no va más allá de Bruselas. Otro fruto más de nuestro sistema educativo y de la formación cultural de nuestros políticos.
Lo curioso de todo este lío es el escándalo que se ha montado por la aparición de Puigdemont en la televisión rusa, cuando ya ha sido estrella invitada en shows semejantes en los medios de aliados tan "prestigiosos" como Bélgica y Dinamarca, sin olvidar sus "bolos" por Alemania y Escocia. Pensar que la diplomacia rusa va a apoyar al bufón catalán en perjuicio de los muchos intereses económicos que mantiene en España es sencillamente ridículo. De hecho, el caganer de Waterloo se ha marchado de Moscú con las manos vacías, pese a que se ofreció a reconocer la incorporación de Crimea en la Federación Rusa. Reconocimiento que, evidentemente, el Kremlin no precisa. Putin, sin duda, ha calado bien al personaje y sabe qué uso se puede sacar de él. Poquito, como salta a la vista. No consiguió ser recibido por alguien con un mínimo poder en la nomenklatura de Moscú. Ni siquiera ha obtenido la reverencia de un ujier.
Los espías venidos del frío.
O Mortadelo y Filemón, agentes a discreción
Y, por supuesto, nos queda por comentar la audaz maniobra de los 007 de nuestros servicios secretos. Lo de los dos agentes del SVR detenidos mientras viajaban en un Mercedes bielorruso recuerda a las aventuras de Anacleto o de Mortadelo y Filemón. Francamente, se me hace muy difícil creer que un aristócrata tan inteligente y con una carrera tan brillante como Serguéi Narishkin fiche a deficientes mentales para su servicio exterior. ¿Qué coño van a hacer en Cataluña con una granada en el maletero dos agentes rusos a los que la discreción se les supone? Poca pólvora es ésa para dinamitar el país. Algún correveidile del CNI se la habrá encalomado a los dos viajeros: un largo trayecto, inacabables horas de tedio al volante por la llanura europea; los rusos paran a echar un pis en una estación de servicio y alguien abre el maletero. Lo demás ya lo han contado los periódicos. Para este tipo de chapuzas nuestros "torrentes" son únicos; para lo que no son tan hábiles es a la hora de echarle el guante a los sediciosos fugitivos, verbigracia: Puigdemont. Si pretenden reventar a España, nuestros enemigos externos sólo necesitan que la casta política "nacional" siga en el poder unos pocos años más. No hay mejor granada "en perfecto estado de uso" que Sánchez, Casado e Iglesias. Recordemos que si se acaba por formar un gobierno de rojos y separatistas, España se dirigirá desde la cárcel y por sus peores enemigos, que no están en Rusia precisamente.
Pero dejando el tambaleante ruedo ibérico, es necesario que recordemos que la hostilidad entre Rusia y Occidente no proviene de las acciones de Moscú, sino de la implacable expansión de Washington por Eurasia y por el crecimiento de la OTAN en los países del Este, que cruzó todas las líneas rojas con la incorporación de las tres repúblicas bálticas. Rusia podía admitir que Estonia, Letonia y Lituania fueran parte del conglomerado de fuerzas de Occidente siempre que, como Suecia y Finlandia, no formasen parte activa de la OTAN. Esto, en definitiva, no fue más que la principal desilusión de Moscú frente a los americanos y sus subordinados europeos. Recordemos que ya en los años 90, cuando Rusia tocaba fondo y los medios liberales alababan al “demócrata” Borís Yeltsin (el mismo que bombardeó con sus tanques la Duma —el Parlamento— y causó 187 muertos), los estrategas americanos aprovecharon la situación para extender su influencia por Eurasia y reducir a Rusia a lo que difícilmente va a poder ser por mucho tiempo: un país “pequeño”, una potencia regional. La política de Washington no es ningún secreto, sus líneas principales las trazó Zbigniew Brzezinski en 1997 con su libro The Grand Chessboard. American Primacy and Geoestrategic Imperatives; recordemos que el autor fue Secretario de Estado en la administración Carter y su obra es la clave del pensamiento atlantista contemporáneo. Ya en ese mismo año advirtió George Kennan que una política semejante era suicida a largo plazo; que Rusia acabaría por volverse contra Occidente y adoptaría políticas nacionalistas que la llevarían a formar un bloque antiamericano, como así fue al establecer Rusia y China su cooperación estratégica, a la que se ha unido una potencia regional clave para el equilibrio mundial: Irán.
Desde que Vladímir Putin asumió el poder se dio cuenta de que Occidente no jugaba limpio y de que, además, no deseaba su cooperación. La segunda guerra de Chechenia evidenció el apoyo de los servicios occidentales a los radicales islámicos, como sucedió más tarde en Siria y en Libia, y no debemos olvidar las ganas de Washington de incendiar el Cáucaso con el nacionalismo georgiano. Otro tanto de lo mismo pasó en Ucrania, cuya independencia iba a estar bajo la tutela de Rusia, según le prometió Clinton a Yeltsin en 1992, y que ha acabado siendo uno de los más hostiles adversarios de Moscú, gracias a la teledirigida revolución del Maidán de 2014, tras haber rehusado el gobierno legítimo de Yanukovich la firma de un tratado con la Unión “Europea”. En ese caso importaron poco la legalidad y los resultados de las elecciones: democracia es lo que la oligarquía mundial manda. Las consecuencias están a la vista: una guerra civil de baja intensidad en el este de Ucrania.
Ya en los años 90, después de las agresiones de la OTAN a Serbia y del conflicto de Kosovo —que sienta un precedente peligrosísimo para España y que nosotros cometimos la imbecilidad de apoyar con las armas y negar con la diplomacia—, Rusia pasó de la doctrina Kózyrev, de sumisión en un mundo unipolar, dominado por los Estados Unidos y en donde Rusia debe buscar su puesto dentro de Occidente, a la doctrina Primakov (1999), consistente en defender los intereses de Rusia en un mundo unipolar y tratar de mitigar los efectos del diktat americano. Este cambio de posición durante el mandato de Borís Yeltsin se produjo por la agresividad de la OTAN y la CIA en Eurasia. Cuando en 1999 Putin es nombrado primer ministro y más tarde presidente de la Federación Rusa, busca acuerdos de cooperación con Occidente que son cínicamente rechazados. Era el tiempo en que el ahora enemigo público número uno de los mundialistas se fotografiaba con Tony Blair y Gerhard Schröder. De todo ello Putin sólo cosechó muy amargas desilusiones.
Hombre pragmático, Putin tenía dos objetivos fundamentales para cuya consecución no iban a ser obstáculo ni las ideas ni los prejuicios: las dos grandes restauraciones de su era, la del tejido social y la de la unidad territorial. Ambas logradas con innegable éxito. En su discurso de Múnich (2007), Putin estableció su propia doctrina, producto de la recuperación de su país como potencia mundial: oposición a la unipolaridad, también al unilateralismo de la OTAN y a su política expansionista, y, sobre todo, negativa a incorporar a su país al sistema de financiación internacional, al que considera una causa del subdesarrollo. En definitiva, Putin afirma la independencia de Rusia y su voluntad de actuar como una potencia libre; algo que nunca se le va a perdonar, sobre todo porque ha logrado éxitos de no pequeña importancia, como romper la hegemonía americana y la unipolaridad avasalladora de los anglosajones.
Este es el hombre al que nuestras autoridades (¿alguien se acuerda de un tal Dastís, que fue ministro de Exteriores?) acusan estúpidamente de crear unos problemas que son el producto exclusivo de los mangantes que malgobiernan esta monarquía de taifas. Que Putin ha mandado a sus agentes, por supuesto que lo ha hecho y lo hará; no en vano somos conocidos en el mundo de la geopolítica como el talón de Aquiles de la OTAN y como una Yugoslavia in ovo. ¿No están trufadas Georgia, Ucrania y las repúblicas bálticas de agentes de la CIA y de instructores militares yanquis? Así actúa cualquier gran potencia que se precie.
Quizás sea el momento de darle un consejo a los diplomáticos españoles, tan aficionados a gritar “¡Rusia es culpable!”. Viene en los versos de Valinki, una preciosa canción popular rusa, y que bien se puede aplicar a nuestras absurdas “misiones” en el exterior como palanganeros de la OTAN:
Oy ty Kolya, Kolya, Nikolai,
Sidi doma, nye gulyai!
(¡Ay, Colás, Colás, Nicolás,
siéntate en casa y no salgas a pasear!)
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