El profeta y sus demonios

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La naturaleza profética de la obra de Dostoyevski ya fue advertida hace más de un siglo y ha pasado a ser un lugar común, cosa que suele suceder con las grandes verdades. Para muchos de sus lectores, Demonios, escrita entre 1870 y 1872, es la obra que mejor fundamenta esta opinión; el juicio de Berdiáyev —que consideraba a Dostoyevski como el autor que mejor expresaba la naturaleza dionisíaca rusa, con todas sus profundidades, tinieblas y abismos— de que en esta novela se anticipaba el futuro de Rusia está comúnmente aceptada y tiene bastante de cierto. Sin embargo, Dostoyevski no necesitaba dotes de visionario para atisbar el porvenir de su patria. Desde la revuelta de los decembristas (1825) hasta 1866, cuando Karakózov realizó el primer atentado contra el zar Alejandro II (1855–1881), el fermento revolucionario había ido creciendo de manera silenciosa. El Zar Libertador, el hombre que emancipó a los siervos, reformó la justicia y liberó a los pueblos cristianos de los Balcanes del yugo islámico, fue acosado por los terroristas en una cacería al hombre de la que este soberano era la pieza principal. Los intentos de acabar con la vida del autócrata fueron a veces espectaculares, como el ataque con explosivos al tren imperial o la voladura de una sala del Palacio de Invierno. A Dostoyevski no le hacía falta la presciencia de Casandra para intuir que algo horrible amenazaba a su país. El uno de marzo de 1881, menos de un mes después de la muerte del escritor, el zar caía asesinado cuando estaba a punto de aprobar una serie de reformas relativamente liberales. En el lugar de su martirio se alza ahora la iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, en el antiguo canal de Catalina.

Algo extraño pasaba en Rusia: el gobernador de Petersburgo, el general Trépov, fue tiroteado en 1878 por la nihilista Vera Zasúlich, quien luego sería cómplice de Lenin y matriarca del genocidio bolchevique. La muchacha fue absuelta en un juicio con jurado y obtuvo todas las simpatías del público aristocrático y burgués de la muy europea Venecia del Norte. ¡Así funcionaba la cruel autocracia de los Románov! El reinado de Alejandro II se extinguía en un desorden creciente cuya culminación fue el asesinato del zar. Su sucesor, Alejandro III (1881–1894), lector de Dostoyevski y discípulo de Pobiedonóstsev, era un hombre mucho menos complejo y con las ideas más claras que su padre, que supo cómo abordar la situación y decretó un remedio drástico y eficaz. En la abominable autocracia rusa, dos intelectuales tan importantes como León Tolstói y Vladímir Soloviov se permitieron el lujo de pedir públicamente al nuevo zar que perdonara la vida a los terroristas de Naródnaya Volya, que habían asesinado no sólo a su padre sino a muchas personas que tuvieron la desgracia de estar cerca del emperador en aquel fatídico momento. Ni Lenin, ni Trotski ni Stalin iban a tener la indulgencia de Alejandro III con los caprichos de los escritores.

En la esplendorosa Rusia de Chaikovski, Mússorgski, Borodín, Ilyá Repin, Leontiev, Tolstói, Leskov y Turguéniev, se agitaban sombras que Dostoyevski supo vislumbrar porque eran bastante evidentes. Demonios, por ejemplo, reconstruye de manera muy fiel el caso de Necháyev, un discípulo de Bakunin con dotes de jefe de secta y con una enorme capacidad para mentir y manipular sin el menor escrúpulo a sus seguidores. Dostoyevski conoció el caso de primera mano porque su cuñado había sido amigo del estudiante mandado asesinar por Necháyev y el propio escritor siguió el juicio con verdadera pasión. Se tiene a Dostoyevski por un escritor poco realista, pero deberíamos modificar bastante este juicio al hablar de Demonios, novela en la que retrata una realidad que el autor conocía muy bien porque fue uno de ellos. Participó en las actividades del círculo subversivo de Petrashevski y fue castigado por ello a diez años de katorga en Siberia y destierro en los desolados páramos de Semipalatinsk (su proceso lo llevó el general Rostovtzov, que tendría un papel esencial en la emancipación de los siervos). Dostoyevski conoció a toda la intelectualidad progresista de su tiempo, a Herzen, a Bielinski, a Nekrásov, y fue seguramente un apasionado fourierista en sus años mozos, al igual que su hermano Misha. De ahí que cualquier persona que esté familiarizada con el carácter sectario del comunismo y la mentalidad paranoica de sus jefes se asombre de la pericia con la que Dostoyevski recrea un tipo humano que no era tan difícil de anticipar en 1870, cuando un recién nacido Lenin puede ser retratado en el muy real Necháyev o en el novelesco Rajmétov, de la mala pero muy influyente novela de Chernyashevski ¿Qué hacer?, escrita en 1863 y cuyo influjo en el futuro déspota soviético es bien claro.

Lo más profético en Demonios es Piotr Stepánovich Verjovenski, el hijo del patético y ocioso liberal Stepán Trofímovich, que destaca sobre las figuras del byroniano Stavroguin y del atormentado Shátov. Verjovenski es un anticipo de todos los revolucionarios profesionales que han afligido el siglo XX, que ya existían en la Rusia de Tkachiov y Bakunin, y que serían tan abundantes entre los que cumplieron veinte años entre 1890 y 1900. Verjovenski los encarna a la perfección: sus armas principales son la mentira, la manipulación y el crimen. Sueña con atraer a su causa a un aristócrata como Stavroguin, pero tiene que conformarse con un presidiario como Fedka, que será el instrumento esencial de su plan. Como en Crimen y castigo, pero de manera aún más perversa, porque Raskólnikov se arrepiente, los ideales inhumanos y colectivistas permiten al hombre cometer toda clase de crímenes, y su instinto perverso llevará a personajes dostoyevskianos como Smerdiakov, Iván Karamázov y Verjovenski al asesinato, al parricidio y demás abominaciones. Y esos mismos caminos que conducen al crimen llevan al socialismo revolucionario y ateo, que no surge de un problema social, sino del anhelo demoníaco de levantar una torre de Babel contra Dios que nace entre los esclavos de la fatalidad histórica y económica.

No, Dostoyevski no necesitaba de una peculiar inspiración profética: le bastaba con recordar a sus antiguos camaradas progresistas. Todo lo demás surgió del talento del genio.

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