Juan Pablo II tenía algo de cruzado: combativo, ferviente, movilizador. Benedicto XVI es otro perfil: un filósofo que cultiva conceptos como un jardinero, abonándolos, podándolos, hasta que florezcan –él mismo se definió como un labrador en la viña del Señor. Juan Pablo II era un torrente, impetuoso incluso cuando ya no se podía mover. Benedicto XVI es un estanque de agua clara, quieto y rumoroso. Juan Pablo II quiso hacer una nueva evangelización. Benedicto XVI no es que esté en otro camino, pero sí representa otro momento: donde el polaco abrió unas tierras, el alemán las está roturando. Juan Pablo II detuvo la decadencia de la Iglesia en un momento en el que parecía que todo se estaba descomponiendo –por eso le pegaron un tiro. Benedicto XVI da la impresión de estar pintando las paredes, poniendo verjas, dibujando arriates –no es un ejercicio menos peligroso.
Es una impresión personal, por supuesto: nada más que eso. Pero es la que uno recibe cuando escucha al papa, cuando lee sus textos, cuando estudia sus movimientos, sus viajes, la matemática meditada de sus declaraciones y sus compromisos. Había que señalar con claridad al gran enemigo del espíritu en este siglo, y el papa filósofo no dudó en nombrar al nihilismo y al relativismo, esas dos nubes que han llevado a Europa a ignorar quién es. Había que definir sin confusiones la propia identidad, y el papa teólogo apuntó sin ambages al diálogo de la fe y la razón, al pensamiento griego y a la riqueza de la tradición clásica. Había que marcar con nitidez la propia linde, y el papa romano subrayó dónde y con quién es posible el diálogo, cuál es el problema del Islam y cómo puede haber paz donde tantos sólo quieren guerra. Añádase al expediente el abrazo a la Iglesia oriental o la mano tendida a los judíos. Por eso digo que Benedicto XVI me da la impresión de alguien que está roturando un campo, como para quedarse allí hasta el final de los tiempos.
Otra cosa: el coro de la abrumadora mayoría mediática nos había anunciado la llegada de un bárbaro inquisidor, de un panzer-cardenal intolerante y dogmático, o sea todos los fantasmas del anticlericalismo del XIX, pero lo que el mundo ha descubierto es a un abuelo encantador que habla de amor y de Dios, y que siempre tiene una sonrisa solícita para lo sencillo de la vida. Esto es algo que probablemente la Iglesia necesitaba con urgencia: un pensar tranquilo y sereno sobre la vida, sus gozos y sus cuitas, para recuperar el equilibrio perdido por los trastornos de un siglo funesto (quizá tan funesto como todos los siglos). En eso el magisterio de Benedicto XVI está siendo benéfico no sólo para los católicos, sino también para cualquiera que aún no haya cerrado los oídos. Frente a todas esas cosas, la agitación de los teólogos progresistas y demás compaña ofrece el aspecto de una problemática lejana, como de otros tiempos y, sobre todo, de otros intereses.
Benedicto XVI sólo lleva dos años de pontificado. Es un anciano, pero hay espíritus que brillan más a medida que su corteza se desgasta por el tiempo. Para quien lo dude, sólo una recomendación: léanse los escritos de este hombre; los de antes y los de ahora. Son música para el alma.