Moviola: un hombre llega a su casa y encuentra a su mujer en brazos de otra. Denuncia. Divorcio. Se plantea quién se queda con las (dos) hijas. El juez evalúa que la madre es lesbiana y sentencia: elige, o tus hijas o tu pareja. La patria potestad recae en el padre. Él se queda con las niñas.
No es la primera vez que Fernando Ferrín, juez de primera instancia número 9 de Murcia, la lía. Como otras veces, tampoco ahora la piedra de escándalo ha sido su aplicación de la ley, sino la forma de presentar los razonamientos que le llevan a fallar en un determinado sentido. En este caso, Ferrín se ha permitido un parrafillo en el que, para explicar qué condiciones desaconsejan la entrega de la custodia de los hijos a una persona, menciona la toxicomanía, la pederastia, la prostitución, la pertenencia a una secta satánica y… la homosexualidad, lo cual ha levantado las iras del lobby gay, que ya se la tenía jurada a Ferrín por otras cuestiones. Hay que decir que el juez, en su enumeración, también incluía comportamientos inadecuados en personas heterosexuales, pero esa parte se la han saltado los portavoces del lobby. En todo caso, es verdad que el parrafillo se las trae, porque es inaceptable comparar una “orientación sexual” determinada con unas prácticas claramente delictivas.
El Consejo General del Poder Judicial, en consecuencia, ha aplicado a Ferrín el reglamento, que veta “la utilización en las resoluciones judiciales de expresiones innecesarias o improcedentes, extravagantes o manifiestamente ofensivas o irrespetuosas desde el punto de vista del razonamiento jurídico". El Consejo tiene razón. Ahora bien, el CGPJ no entra en el fondo del asunto, es decir, en la entrega de la patria potestad al padre. Porque, en ese capítulo, la razón la tiene Ferrín.
Tal y como el lobby gay ha planteado el asunto, se diría que el gran delito de Ferrín es haber fallado en contra de “uno de los suyos”. Es la circunstancia de haber denegado un derecho a una homosexual lo que le convierte automáticamente en culpable, reaccionario, homófobo, etc. Se va creando así una atmósfera francamente irrespirable, en la que nadie podrá exteriorizar la menor disidencia respecto a nada que remotamente suene a “gay”, so riesgo de verse inmediatamente condenado a los infiernos de la exclusión pública. De momento, el lobby gay ya ha conseguido que el mero hecho de cuestionar sus posiciones resulte arriesgado y, en ciertos ambientes, incluso temerario.
Pero lo verdaderamente lamentable de la polémica es que el debate social de fondo queda sepultado. Aquí hay una cuestión trascendental que resulta bastante fácil enunciar y que se reduce a lo siguiente: ¿Es mejor para un menor vivir en una pareja homosexual o en una pareja heterosexual? La respuesta a esa pregunta no ofrece dudas para nadie que se acerque al asunto con un mínimo rigor. Para un menor se considera mejor vivir con una pareja heterosexual por dos razones muy sólidas y que, además, no tienen nada que ver con la “orientación sexual” de los progenitores.
La primera razón es esta: una pareja heterosexual –un hombre y una mujer- representa plenamente el patrón antropológico de reproducción social. El género humano se compone de hombres y mujeres, que son dos sexos distintos. Una formación psicológica completa requiere que el (o la) menor entienda, vea, viva esa diferencia fundamental. Es obvio que eso sólo se adquiere en el seno de una familia compuesta por un hombre y una mujer.
La segunda razón es esta otra: universalmente se considera que un menor vive mejor en una familia estable que en otra inestable; ahora bien, las posibilidades de inestabilidad son más altas en una pareja homosexual que en otra heterosexual, y sobre eso hay estudios sociológicos y estadísticos a manta; por consiguiente, puesto un juez en la tesitura de optar por un tipo u otro de pareja, considerará que hay más posibilidades de estabilidad afectiva para el menor si vive con una pareja heterosexual.
En ambos casos, la decisión es completamente independiente de con quién le guste acostarse a cada cual: lo que se ventila no es una cuestión de inclinación sexual de los miembros de la pareja, sino la función formativa y de estabilidad emocional que la pareja adquiere desde el momento en que tiene o adopta a un hijo. Porque las cosas son así, el Consejo General del Poder Judicial, que ha sancionado al juez, sin embargo no ha cuestionado su decisión, que es otorgar la patria potestad al padre de las niñas.
Estamos en una sociedad extraordinariamente individualista, donde se ha hecho francamente difícil enfocar los problemas desde un punto de vista que no pase por el ombligo de alguien en concreto. Pero cuando nos las vemos con problemas de carácter social, problemas que nos implican a todos a la vez como comunidad, y que por tanto no pueden reducirse al arbitraje de intereses individuales, es absolutamente imprescindible saltar por encima de ese ombliguismo tan posmoderno. Las normas no pueden estar para satisfacer la afectividad de las partes que litigan; tampoco pueden someterse a la presión de corrientes ideológicas de moda. Las normas han de obedecer a criterios de racionalidad lo más objetivos posible. Y en lo que concierne a este caso, más racional parece la posición de Ferrín que la de sus detractores, por muy desafortunada que haya sido su manera de plantear las cosas.