José Javier Esparza acaba de publicar Visigodos. La verdadera historia de la primera España (La Esfera de los Libros), una obra que merece ser leída por la vivacidad de su prosa y porque tiene el raro mérito de hacer muy fácil algo que es mucho más árido y complicado de lo que parece. No resulta tarea sencilla convertir la enmarañada historia de las invasiones germánicas en un relato inteligible y entretenido, y este es el mérito indudable de Esparza, que con gran capacidad de síntesis, un ritmo narrativo ágil y una encomiable precisión en los asuntos verdaderamente importantes, pone al alcance del lector medio una época habitualmente menospreciada por los historiadores y que, sin embargo, no deja de atraer a aquellos que se preguntan por los orígenes de la nación española.
A los visigodos les debemos la creación de la primera España. En el siglo VI, frente al desafío de la restauración imperial de Justiniano, la Hispania romana abandona su naturaleza provincial y asume una forma histórica propia, diferente de los "reinos" germánicos previos, que eran simples acumulaciones de poder personal por parte de los caudillos bárbaros. Con Leovigildo y Recaredo, Hispania alcanza por primera vez en su historia un Estado propio y funde en un sólo pueblo a romanos y godos, amén de un remanente de griegos, sirios, vándalos, alanos y suevos. Ese Estado alcanzará momentos de expansión y brillo cultural con monarcas fuertes y hasta cultos, como Sisebuto, y también períodos de decadencia y disgregación cuando la oligarquías nobiliarias conspiran contra el poder central, como sucederá en los años previos a la Pérdida de España, entre 680 y 711.
La unificación de Hispania bajo Leovigildo y Recaredo, tanto en lo político como en lo religioso, impone una ley común a toda la población, establece un poder soberano en todo el territorio y se afirma como una entidad política ante las potencias internacionales de la época. Lo que llamamos España nació entonces, no en la forma en la que hoy la conocemos, pero sí en muchos de sus elementos esenciales: en la unión del trono y del altar y en buena parte del derecho civil y del eclesiástico. Recordemos que las crónicas asturianas consideraban que una de las glorias del reinado de Alfonso II (791-843) fue la restauración del aparato del Estado tal y como era en Toledo. El fundamento de la tradición medieval asturleonesa se compilaba en el Fuero Juzgo, el viejo ordenamiento jurídico del reino visigodo.
Esparza hace hincapié en algo que se ignora por lo común y que es menester que quede bien claro:
El reino de Toledo fue el más culto, civilizado y romano de los Estados germánicos.
el reino de Toledo fue el más culto, el más civilizado y el más romano de los Estados germánicos. Uno de los factores esenciales del éxito visigodo entre 568 y 680 fue la continuidad de la cultura imperial y el mantener un nivel intelectual y artístico que sólo admitía parangón con Constantinopla. Para los que disfrutamos de las artes de ese período, no podemos dejar de observar esa permanencia de la herencia romana en la arquitectura, por ejemplo. Las técnicas romanas se conservan incluso en el arte omeya: la mezquita de Córdoba se construye con materiales y técnicas de raigambre hispana, pero con un fin nuevo. La feliz coyunda entre lo romano y lo godo está en el núcleo esencial de nuestra historia: pervivió como mito motivador de la Reconquista y evolucionó a lo largo de los siglos como el elemento central de la tradición española, desde San Isidoro hasta Sánchez Albornoz en su polémica con Américo Castro.
La historia de la Hispania visigoda es apasionante por varios motivos; el primero: porque nos enseña cómo empezamos a ser lo que somos. Aunque la personalidad de los pueblos de España, en especial de la Corona de Castilla, se forjará definitivamente en la fragua del reto islámico y del afán reconquistador, no cabe duda de que la España visigótica fue el modelo y la referencia original de los reinos sucesores, empezando por el de Asturias. El segundo motivo es más triste y, por desgracia, más actual: el egoísmo de las oligarquías y de los poderes regionales fue tan devastador en la España visigoda como en sus sucesoras.
La tendencia a la taifa, a la disgregación del poder unitario, es hoy como ayer el principal mal de la patria.
La tendencia a la taifa, a la disgregación del poder unitario, es hoy como ayer el principal mal de la patria. El tercer motivo: lo apasionante del peregrinar del pueblo godo, de su búsqueda de una patria que encontrarán en el finisterre del Imperio Romano. Toda esa magnífica aventura la cuenta Esparza de manera entretenida y concisa. Y merece la pena, se lo aseguro.
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