Cuando vuelvan el sentido común y una mínima decencia a la legislación española y al lenguaje político se verán con mezcla de asombro, horror y repugnancia leyes como la llamada de la Igualdad de Género, que nos ha hecho a todos más desiguales que nunca, por arriba y por abajo, y ese oxímoron titulado Ley de la Memoria Democrática, como si la memoria pudiera legislarse y si esta se dividiera, por ejemplo, en democrática o aristocrática.
A tenor de tal engendro sé que debo estar incumpliéndola por el mero hecho de criticarla. Peligrosa situación. Y encima, su retorcido lenguaje dizquebuenista envuelve una saña y rencor con una hipocresía que creo no tenían la ley de Orden Público franquista ni la ley azañista de Defensa de la República, bastante más sinceras, si no menos agresivas. Solamente la Inquisición reunía tal cúmulo de arbitrariedades y amenazas bajo un untuoso idioma caritativo.
Pero no son ya las transgresiones actuales o futuras de dicha ley lo que llama la atención, sino todo lo pretérito escrito que pueda ir en su contra por haber no sólo ensalzado el franquismo, sino, con razón o sin ella, haber desacreditado al Frente Popular, a la República o al golpe de estado socialista de 1934…, a todo aquello que la dictadura de Franco denigraba. Está claro que según esa ley deben retirarse de la circulación y destruirse, entre otras, las magníficas novelas de García Serrano, de Agustín de Foxá, bastantes escritos de Chaves Nogales, y no digamos los últimos textos de Pío Baroja, por ejemplo las llamadas Miserias de la Guerra, además de Blancos y Rojos. Políticamente superincorrectos. Peligrosísimos para la juventud.
Recuerdo también una serie de relatos humorísticos y lógicamente malintencionados reunidos bajo el título El miliciano Remigio, pa la guerra es un prodigio, que se publicó en 1938. Pienso que ese libro entrará de lleno en la Damnatio memoriae legislativa. En dicha obra se hablaba —con la comprensible causticidad del momento— de la improvisación, torpeza, desigualdades, crueldad, codicia, injusticias, rencillas internas y falta de criterio profesional de los frentepopulistas. Cosas estas todas que, por cierto, contribuyeron no poco a la pérdida de la guerra. El miliciano Remigio constituye una burla, desde luego, pero no baja al terreno personal más que muchos romances de la guerra escritos por Alberti, por ejemplo, llenos de insultos y calificaciones en extremo derogatorias para todos los componentes del bando rebelde. Por no hablar de la cartelería bélica, más variada y mejor, desde luego, en el bando frentepopulista, como hubo de reconocer Dionisio Ridruejo en sus memorias. Pero el caso es que todos los carteles de los nacionales, las revistas de la época, los grabados, los sellos de correos de las colecciones donde aparezca la imagen de Franco y el águila de san Juan deberán ser eliminados de la circulación, supongo, como se han eliminado las de los edificios públicos para que generaciones futuras ignoren bajo qué legislación y presupuestos se construyeron. Ni que decir tiene que en las librerías de viejo se oculta un sabroso botín de literatura panegírica al dictador y de crítica a sus enemigos que deberá ser confiscado y echado a las llamas, o mejor a la trituradora de papel, de inmediato; no olvidemos nuestros tiempos ecológicos. Sugiero, en fin, a nuestros actuales gobernantes —si no lo han pensado ya— que se cree un Cuerpo de Rebuscadores de Iconografía Franquista y de Escritos Lesivos Antidemocráticos. El emblema sería antorcha y martillo cruzados sobre fondo de cascotes humeantes. Este organismo —Crifela sería su acrónimo— estaría formado de manera similar a aquellos llamados familiares del Santo Oficio, gentes del común que en un momento echaban una mano a la Inquisición para delaciones, capturas y demás actividades del piadoso tribunal. Ello llevaba lógicamente unido el prestigio y el temor a dichos familiares, cosa que se haría hoy extensivo a los fijos o espontáneos agentes del Crifela.
Pero una no pequeña ventaja de la existencia de esa ley y de sus olfateadores esbirros será, está ya siendo, la vuelta a la clandestinidad de la oposición, lo de callar ante desconocidos, lo de los nervios cuando íbamos a librerías que traían obras prohibidas que nos sacaban bajo el mostrador cuando no había nadie delante, o las traíamos del extranjero entre la ropa sucia, en el fondo de nuestras juveniles mochilas, mientras el corazón duplicaba sus latidos viendo rebuscar al guardia aduanero, que solía obviar la indagación ante el revoltijo sin lavar. Qué bien volver a las catacumbas, superada ya esta aburrida etapa de la Transición de todas letras permitidas y todo símbolo aceptado. Todo intelectual y artista que no sea un paniaguado del poder se volverá contra las arbitrariedades de éste, comenzando por la referida ley. Es la obligación moral de quienes creen y creemos en la libertad de conciencia. En fin, que la emoción se avecina.
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