La mejor manera de comprobar el fracaso de la actual ofensiva ucraniana, al menos hasta el momento, es la discreción y el silencio de los medios. Si la operación hubiera salido de otra forma, habría acaparado todos los titulares de los informativos. Pero la triste realidad es otra: los temibles leopardos alemanes se han convertido en una especie amenazada y se recompensa con un millón de rublos al militar ruso que cace una de estas alimañas. Las acciones de Rheinmetall cayeron en picado al empezar a publicarse las fotos de la chatarra germana hecha fosfatina en las estepas de Nueva Rusia. Pero la culpa no la tienen las máquinas ni los valientes ucranianos que se atreven a tripularlas, sino sus patrocinadores, los que idearon una ofensiva para satisfacer la necesidad de victorias de los inversores occidentales. Porque esta aventura no se diseñó con criterios militares, sino de marketing.
En las últimas semanas, la prestigiosa prensa de Occidente ha descubierto que los rusos no pelean tan mal, que parece que saben algo de artillería y fortificación y que no son sólo la horda de borrachos e incompetentes que nos describieron los expertos.
Las acciones de Rheinmetall cayeron en picado al empezar a publicarse las fotos de los tanques alemanes hechos fosfatina
Además, se ha comprobado que los bárbaros moscovitas disponen de un dominio aéreo abrumador y son muy eficaces en la guerra electrónica, más incluso que los invencibles americanos. De todo esto tiene la culpa el general Sergéi Surovikin, que tomó en septiembre del año pasado la dirección en el frente de la Operación Militar Especial. Cuando este general asumió el mando, los objetivos de la intervención rusa en Ucrania se consiguieron en parte: el esencial, que era impedir la limpieza étnica del Donbass, y algunos secundarios, como la unión terrestre entre Crimea y el resto de la Federación Rusa, el control del mar de Azov y la destrucción de la fuerza aérea ucraniana y de buena parte de su ejército. Pero el régimen del Maidán no cayó y Occidente logró impedir un acuerdo de paz en marzo y abril de 2022. Otro éxito de la OTAN fue el rearme acelerado del maltrecho ejército de Zelenski. Las escasas tropas rusas que guardaban el frente no fueron reforzadas después del fracaso político de abril y en agosto-septiembre se produjeron las ofensivas ucranianas de Járkov y Jersón. La primera fue un éxito debido a la escasa cobertura de ese frente, pero los rusos lograron retirarse sin grandes pérdidas y tras brillantes combates de retaguardia en Krasniy Limán, donde rompieron dos veces el cerco ucraniano. El ejército de Kíev pagó con un número muy alto de bajas su éxito militar, porque la superioridad aérea rusa compensó en parte la poca densidad de sus fuerzas terrestres. En Jersón, la ofensiva ucraniana fue un fracaso sangriento, especialmente en el Ingulets, donde el vado de ese río costó miles de muertos ante una línea rusa que se mantuvo inconmovible. Fue el temor de Surovikin a que reventara la presa de Noyaya Kajovka y dejase incomunicados a sus treinta mil hombres lo que le decidió a tomar la decisión más difícil de la intervención rusa: abandonar Jersón y retirarse a la orilla derecha del Dniéper. Derrota política más que militar de Rusia y espectacular éxito de propaganda para Zelenski.
Surovikin anunció decisiones difíciles y la Operación Militar Especial cambió de signo: se movilizó a trescientos mil reservistas con experiencia de combate, se fortificó el frente, se dio profundidad y densidad al despliegue militar y comenzó una guerra de desgaste en la que los misiles rusos dañaron gravemente la red eléctrica enemiga y destruyeron los almacenes, aeródromos y dispositivos militares de Ucrania. En agosto comenzó la liberación de Artyómovsk (Bájmut) por los Wagner y Zelenski se tomó la defensa de la ciudad como un reto personal. Después de nueve meses de combate y de repetidas negativas a retirarse, el “Stalingrado de Zelenski” fue conquistado por los rusos en mayo, tras causar setenta mil bajas al ejército de Kíev. Otro dato importante: de cada diez muertos ucranianos en Artyómovsk, ocho lo fueron por el fuego de la artillería rusa. Tampoco es insignificante el hecho de que, al revés de lo que sucede normalmente, las bajas de los atacantes fueron menores (unos cuarenta mil, de los que cerca de veinte mil muertos) que las de los defensores.
Había señales evidentes de que iniciar una ofensiva contra la Línea Surovikin era una locura. Pero en los últimos meses Ucrania ha sufrido un misterioso eclipse: el general Zaluzhny, el verdadero héroe nacional de ese país, desapareció del escenario público y sólo se le ha visto en imágenes de dudosa autenticidad. Su papel en la vida política y militar de Ucrania disminuyó de golpe, lo cual es muy importante porque, sin duda, es el mejor recambio que le queda a Kíev en caso de que se derrumbe el régimen de Zelenski, cada vez menos popular entre sus patrocinadores americanos, que en eso están en creciente desacuerdo con los ingleses, los mejores aliados del actual dirigente. Zelenski nunca ha hecho mucho caso ni de los consejos militares ni del coste humano de sus iniciativas. Si no le tembló el pulso en el Ingulets ni en Artyómovsk, tampoco le ha temblado en Orejovo, ni en las aldeas de la zona gris: brigadas de élite ucranianas, armadas y entrenadas por la OTAN, como la célebre 47, han sido sacrificadas en una ofensiva que apenas ha rozado la primera línea rusa. Mas de doscientos cincuenta blindados se oxidan ante la inconmovible Línea Surovikin, que nos recuerda la excelente tradición de los ingenieros militares rusos, la de Totleben en Sebastópol o las defensas soviéticas en Kursk. Sólo hay una diferencia: Totleben se enfrentó a un enemigo que disponía de un armamento muy superior al de la atrasada Rusia de Nicolás I. Los hombres de Zhúkov en Kursk tenían al otro lado de sus líneas a la Wehrmacht de Manstein. Surovikin se enfrenta a un ejército armado y entrenado por Gayropa, incapaz de alcanzar las cifras de producción de armamento de Rusia. El arsenal de las democracias no da abasto y el tiempo corre cada vez más en favor del Kremlin. 2024 es año electoral en América y el senil Biden se presenta a su electorado con una guerra que no puede ganar y que ni a Rusia ni a China les interesa “congelar”. No tienen ninguna prisa.
La “sanjurjada” de Prigozhin
Cuando los jerarcas nazis vivían su particular víspera del apocalipsis en Berlín, les llegó la noticia de la muerte de Roosevelt, que Goebbels de inmediato identificó con el Milagro de la Casa de Brandenburgo de 1761, cuando la zarina Isabel murió y fue sucedida en el trono por Pedro III, un idiota coronado pero admirador rendido de su tío Federico. El Viejo Fritz, que estaba pensando en suicidarse, concertó la paz con su pariente y logró sacar a Prusia de la peor coyuntura de su historia. Algo parecido ha sucedido en estos días con la sanjurjada de Prigozhin, producto de una lucha por el poder con Shoigú y Gerásimov que el peculiar condottiero de los Wagner ha perdido. Posiblemente él lo sabía desde mucho antes y su absurdo movimiento tenía que ver con una solución personal a la inevitable absorción de sus tercios por el mando ruso. Bastaron unas breves horas y la tempestad se disolvió en la cálida brisa de la estepa. Pese a la popularidad de los wagneritas, toda Rusia cerró filas con su presidente, desde el Patriarca hasta los comunistas. No estamos en febrero de 1917. Pero ha sido fantástico ver los titulares de la prensa occidental: Putin ya estaba en la últimas, había estallado la guerra civil en Rusia, el Kremlin daba muestras de debilidad, un putsch en toda regla, un bunt como el de Pugachov... No ha habido milagro de la Casa Zelenski, el dictador ucraniano no recuperará su lujosa villa en Crimea ni el ministro de exteriores checo irá el verano que viene a sus playas (a no ser como prisionero de guerra). Rusia, como la Línea Surovikin, es más fuerte que todo eso.