El ‘putsch’ de Reuss en Alemania

Maravilla y espanta la reaparición en la historia del diminuto y extinto principado de Reuss,  cuyo linaje fue fundado por Erkenberto, señor de Weida.

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Supongo al lector informado de los extraños acontecimientos que se han producido en Alemania en los últimos días, cuando el príncipe Enrique XIII de Reuss y una veintena larga de conspiradores fueron arrestados por la policía política del régimen imperante en Berlín. Toda la prensa ha dedicado sus titulares al pretendido pronunciamiento de un conventículo de radicales de derechas que querían subvertir el orden modélico de la República Federal de Alemania, el ejemplo de todas las democracias modernas.

Maravilla y espanta la reaparición en la historia del diminuto y extinto principado de Reuss,  cuyo linaje fue fundado por Erkenberto, señor de Weida. El emperador Enrique VI decretó que todos los descendientes varones de esta casa han de llevar el nombre de Enrique. Hacia 1300, estos príncipes, que dominaban Weida, Gera, Schleiz y Plauen, pasaron a ser denominados Reussen (rusos) por el matrimonio de Enrique de Plauen con Chwihowska, hija de Brzetislav IV Chwihovsky y de la princesa ruríkida María. En el siglo XV alcanzaron un escaño en el Colegio de Príncipes del Sacro Romano Imperio como burgraves de Misnia. Unas generaciones más tarde la casa de Reuss se dividió en tres ramas y logró sobrevivir a Carlos V, a Luis XIV,  al Gran Federico, a Napoleón, a Metternich y a Bismarck. Hasta 1918, los príncipes de Reuss fueron cabezas de ratón en el II Reich, cuando su pequeño estado fue disuelto por la revolución de noviembre. Todos estos datos los he sacado de la colección del Gotha, más fiable que las infectas Güiquipedias. En la casa de mis mayores me dijeron que, en cosas de la bonne compagnie, la única guía infalible era el viejo Almanach de Justus Perthes, y yo soy fiel a las palabras, tradiciones y prejuicios de mis ancestros. El pequeño problema es que el Gotha dejó de publicarse en la Segunda Guerra Mundial y mis datos posiblemente sean anticuados. Mejor.

El caso es que en este último mes las redacciones de los periódicos alemanes empezaron a recibir informes de la policía política en las que se informaba sobre una operación secreta que estaba en curso contra un peligroso núcleo de conspiradores, formado por el príncipe Enrique y una veintena larga de zelotes, entre los que destaca la juez Birgit Malsack-Winkemann, exdiputada de AfD, a la que se ha dibujado como una peligrosa terrorista, una Calamity Jane, una monja alférez, una Bonnie sin Clyde, una Hanna Reitsch, una suerte de Lara Croft de 58 años, cuyos conocimientos de artes marciales, su formación en comandos y su habilidad de francotiradora la habían destinado a ser la encargada (¡ella sola!) de tomar por la fuerza el Bundestag. No se ha visto una trama tan bien ideada  desde la que diseñó el célebre Walter en los tiempos del Gran Lebowski. Un plan genial que sólo la traición de un chivato pudo arruinar: unos setenta alemanes mal contados y más que provectos iban a tomar el control de un país de ochenta millones de habitantes.

Claro que no tardan en surgir preguntas. Uno no puede sino felicitar al canciller socialdemócrata Scholz por haber salvado a la democracia alemana —y a Europa en su conjunto— de tan peligrosa ocasión, pero también se insinúan ciertos interrogantes: el primero es que un secreto que se conoce en todas las redacciones de los periódicos no es un secreto. Cualquier operación verdaderamente grave se lleva a cabo con el mayor sigilo, no se va anunciando hasta en el Bild. Fue una grave falta de la policía política del régimen alemán haber dado tanta publicidad a una acción tan delicada. Por otro lado, un putsch de verdad, como los de Kapp (1920) o Hitler (1923), se organiza con el apoyo del ejército o de una parte de él por una cuestión muy sencilla: sin el sostén de los militares, cualquier intentona golpista está destinada a fracasar. Cuando se quiere derribar un régimen por la fuerza hace falta precisamente eso… Fuerza. Y no es que escasearan militares en la mínima y escogida tropa del príncipe Enrique, en el Agincourt particular del prince Harry de Reuss, pero éstos eran jubilados de las fuerzas armadas sin acceso a un material más pesado que sus propias barrigas. Sin duda, la democracia europea corre peligro de una subversión violenta, como se está viendo con el correo explosivo en España y los golpes de Estado en Alemania. Debemos reforzar los poderes de la policía secreta para vigilar a los violentos de extrema derecha. En lugar de perseguir el fantasma del islamismo, más vale ocuparse y preocuparse de las ominosas realidades de las conspiraciones soberanistas.

Curioso es también el pensamiento del príncipe Enrique: para este aristócrata, el principado de Reuss fue suprimido de forma ilegítima por un golpe de estado (la revolución de noviembre de 1918) y la actual Alemania, además, no es un estado soberano, sino que sigue ocupada por sus vencedores yanquis, que mantienen la enorme base de Ramstein (50.000 hombres), sin olvidar Ansbach, Pirmasens, Husterhohe, Weilimdorf y Wiesbaden. La situación colonial de Alemania es consecuencia del tratado de París (1947) que dictó las condiciones de la paz antes de que hubiera algún tipo de estado alemán independiente con el que negociar. La propia Ley Fundamental de Bonn renegaba de la soberanía nacional y la cedía a las potencias ocupantes en caso de que hubiera un régimen que no fuera del gusto de sus vencedores.

La Alemania que rechazó hace un siglo el Diktat de Versalles asume hoy su calidad de esclava de Estados Unidos

La Alemania que rechazó hace un siglo el Diktat de Versalles asume hoy con íntima y firme convicción su calidad de esclava de los Estados Unidos. Uno de los grandes errores de Stalin fue pensar en reconstruir la nación alemana, unida y neutral, en la posguerra. Ni los anglosajones ni sus agentes, como Adenauer, un antiguo separatista renano, estaban dispuestos a ello. Y en eso siguen. Dadas estas condiciones, el príncipe Enrique exige que se restaure un estado alemán soberano que se le devuelva Reuss y que se inicie un proceso constituyente en Alemania, al tiempo que se firma un verdadero tratado de paz con las grandes potencias.

Éste es el verdadero crimen del príncipe Enrique: querer devolverle la independencia y la soberanía a Alemania. En el momento en que Scholz sacrifica la industria y el bienestar de los alemanes a los intereses de Estados Unidos, ¿se imagina alguien el efecto que puede tener una pintoresca negación de la sumisión teutona a los intereses de América? ¿No habrá alemanes que ahora se estén preguntando por qué deben sacrificar su presente y su futuro en aras de los fines puramente egoístas de Estados Unidos? ¿Por qué Alemania ha de presentarse desarmada a la guerra comercial que Washington le hace con verdadera saña? Aunque ya no es la nación que acaparaba los premios Nobel, algunas cabezas habrá, sobre todo en el Este, que tengan la peligrosa idea de recuperar la independencia nacional y acabar con el régimen socialdemócrata que vino con los bombardeos de los ocupantes yanquis. Parece ser que cada vez son más.  Es en esa clave en la que hay que interpretarlo todo: la absurda peripecia del inofensivo y excéntrico príncipe Enrique es un aviso que manda el régimen alemán a los disidentes y a los patriotas serios.

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