En el último mítin de VOX en Murcia, tan bien manipulado por las televisiones del régimen, se congregaron las habituales hordas de izquierda extrema, entre cuyas rehalas de tarascas no faltaban las feministas. De entre los exabruptos y salvajadas que rebuznaron estos endriagos de carnaval de Solana, se hizo tristemente famosa la que exigía la vuelta al zulo de Ortega Lara, lo cual, por lo visto, no supone un delito de odio, ni de menosprecio a las víctimas del terrorismo, ni siquiera mueve a ese fiscal del odio –que tan activo es a la hora de decomisar libros que nadie lee– a actuar de oficio cuando alguien ofende de esta manera a una víctima de verdad, de las que sí han sufrido en sus propias carnes las atrocidades de la banda de Otegui y del Carnicero de Mondragón; esa hez cuyos presidiarios tenían de contactos en Madrid a los jerarcas de Podemos, como Pablo Iglesias, por ejemplo (léase El Mundo del 30 de junio de 2014). Por si no estaba bastante claro, ya sabemos ahora que hay víctimas y víctimas, según la ideología que cada una tenga. Pero lo que más me llamó la atención fue otro de los gritos que aullaban aquellas jáncanas: ¡Os ahogaremos con la sangre de nuestros abortos! Consigna gore que parece sacada de Holocausto caníbal, Saw o Braindead, pero no de una convocatoria de fuerzas feministas... ¿O soy yo el que está muy equivocado?
En principio, parece una invocación más propia de un aquelarre que de una protesta pacífica, pero hace ya bastante tiempo que no se puede distinguir muy bien una manifestación de la izquierda extrema de una pintura negra de Goya; si observamos a algunas y a algunos de los circunstantes, es justo admitir que entre ellos y ellas se reconocen asombrosos parecidos con los personajes de los Caprichos, los Disparates y los últimos álbumes del maestro de Fuendetodos. No sin motivo, el feminismo se reclama heredero de las brujas; no seremos nosotros quienes lo nieguen. Aun así, su afán de ahogar al enemigo ideológico con la sangre del propio aborto se revela un tanto estúpida y suicida. Las descerebradas tricoteuses[1] que proponen tal método no parecen darse cuenta de que se hacen más daño a sí mismas que al enemigo al que pretenden aniquilar, pues niegan a sus ideas y a su Weltanschauung cualquier futuro al impedir su propia reproducción. Es como gritar: ¡Te mataré suicidándome! En el pasado, cuando la izquierda pensaba con patrones racionales no deconstruidos por la French Theory, la consigna que La Pasionaria y su milicianada vociferaban era: ¡Hijos sí, maridos no! Algo con lo que incluso muchos hombres podríamos estar de acuerdo. Fue un lema que surgía preñado de futuro, nunca mejor dicho. En cambio, el rebuzno de las viragos de Murcia es una antinatural manifestación de esterilidad, un ¡Viva la muerte! mucho más siniestro que el de los legionarios, porque no hace referencia a la extinción libremente aceptada de un guerrero en combate, sino al exterminio masivo de nonatos inocentes por sus propias madres. A esto se ha reducido la izquierda: a un yermo de la razón.
O tempora! O mores! ¿Hasta esto teníamos que llegar en Occidente? ¿Tan intensa es la pulsión de muerte entre nosotros? ¿Cómo hemos podido acabar así? ¿Cómo es posible que el establishment considere aceptable y progresista este roznido y persiga a un autobús que afirma que los niños tienen pene y las niñas, vulva? ¿Estamos todos locos? ¿Cómo se han podido poner patas arriba en sólo dos décadas valores milenarios, que vienen de Grecia y Roma y son la base de la vida civilizada desde hace dos milenios? ¿Por qué ese empeño colectivo en el suicidio de nuestra civilización?
Que la izquierda, desde su origen en 1789, ha sido una enemiga del acervo europeo no es ningún secreto. Desde el asalto de la Bastilla hasta el día de hoy, se ha dedicado sin cesar a destruir los elementos esenciales de nuestra cultura para sustituirlos por sucedáneos de escasa entidad que sólo soportan el paso de los años gracias a la acción coercitiva de las élites que monopolizan el poder. Es una fuerza que surge del resentimiento y de la negación; como Mefistófeles, destruye pero no crea. Tampoco pretende emancipar a nadie, aunque durante un siglo se haya aferrado al fantoche del proletariado y de la lucha de clases. Por eso, ahora no le cuesta nada tirar al basurero de la Historia al trabajador (que, en el fondo, es patriota y tradicionalista, como demostró en 1914 para desilusión del progresismo apátrida) y sustituir la lucha de clases por la de sexos y la emancipación obrera por la de las mujeres, los gays, los emigrantes y cualquier otro colectivo al que ella considere oprimido. Para comprender el espíritu de la izquierda no hay que leer a Marx, sino a Rousseau o a Bakunin: allí se concentra esa instintiva aversión igualitaria ante lo civilizado y tradicional, todo el resentimiento del filisteo frente a las complejidades de la alta cultura, todo el odio del espíritu vulgar ante los misterios de la vida del espíritu y ante las jerarquías naturales del talento, el valor o la belleza: una rebeldía de niñato adolescente, de beatnik prematuro, de príncipito consentido –que es lo que Bakunin era, léase su vil y rastrero memorándum a Nicolás I: Eslavismo y anarquía.
¿Pero tiene la izquierda tanta fuerza como para aniquilar en veinte años un legado milenario, confirmado por el sentido común y la experiencia? Recordemos que en Rusia, víctima del peor experimento progresista de la historia, el propio Stalin tuvo que restaurar jerarquías y valores tradicionales y hasta dar un sentido nacional a un régimen que en breves años se había convertido en algo detestado por las masas, a las que presumía de redimir y a las que oprimió y empobreció como ningún zar jamás se hubiese atrevido a hacer. No, la nueva izquierda reniega del experimento soviético porque en él se daban elementos de tradición y valores jerárquicos que se avienen mal con la perpetua negación de lo heredado y el odio a todo lo que es superior. Fueron Le Bon y Evola quienes describieron que en la izquierda extrema hay una involución hacia la animalidad, hacia lo subconsciente y lo infrahumano. No es un sistema de ideas, es una enfermedad. Una patología cultural.
El que barbaridades como las que las hordas de Murcia coreaban sean ahora mainstream y consigna de los bien pensantes no se debe a la acción de las fuerzas de izquierda: se debe a que el Sistema Mundial ha tomado un rumbo y los radicales han encontrado en esa nueva dirección a un aliado objetivo. Desde los años noventa, en especial tras la conferencia de la ONU en El Cairo (1994), los progresistas se han convertido al credo del dios Mammón y de su profeta Malthus, aquel clérigo al que Marx, con su sarcasmo habitual, denostaba en las páginas del tomo primero de El Capital, ese libro que ya no frecuenta ningún rojo y que, sin embargo, tiene todavía interés.
¿Qué es lo que defienden los grandes poderes? La reducción del número de habitantes del planeta. Al igual que Robert Malthus, piensan que existen demasiados pobres en este mundo y que es una piadosa solución evitar que se reproduzcan. Hasta aquí podríamos estar todos más o menos de acuerdo. Es cierto que la relación entre recursos y población está en riesgo, dado el auge demográfico del último siglo. Para eso se idearon hace ya mucho políticas de promoción de los anticonceptivos y de planificación familiar. En todo esto la ONU habla con sentido común. El problema surge cuando, para conseguir estos fines, se apuesta por una política draconiana de extinción cultural, cuyo último fin no es reducir la galopante marabunta demográfica, sino convertir a la totalidad del género humano en una masa indiferenciada, sin cultura, tradiciones ni familia. Porque el ataque de la ONU no se dirige ya contra una amenaza poblacional, sino contra las bases culturales de todas las naciones de la Tierra, desde España hasta Corea, desde Paraguay hasta Tanzania. Es un vasto programa de ingeniería social sin límites morales, que, entre otros fines, supone la relativización de lo humano e, incluso, su equiparación con el animal, que es la única forma de implementar sin demasiada oposición los grandes dispositivos globales de aborto y eutanasia. No es casualidad el auge del animalismo ni el que mucha gente considere que la vida de un gorila vale más que la de un niño.
Es un proyecto oficial de la ONU: se pretende acabar o, por lo menos, reducir al máximo la familia natural y promover otros tipos de sexualidad y "familia" que impidan la reproducción de nuestra especie. La ideología de género, la prédica de la homosexualidad, las leyes discriminatorias contra los hombres y la delirante propaganda feminista, que trata de convencer a las mujeres de que si se atreven a vivir con un hombre acabarán asesinadas, obedecen a las mil maravillas a ese fin malthusiano: disuadir a la gente de formar una familia, lo que se logra tanto por la brutal pérdida de derechos civiles que supone para el varón contraer matrimonio como por la falta de prestigio social que estigmatiza a la mujer que no quiere ser ni moderna ni empoderada. Por supuesto, la denigración de la maternidad, a la que se considera una especie de hándicap social y casi una plaga, forma parte de este nuevo paradigma al que se han apuntado todas las burguesas occidentales. Las europeas bon chic-bon genre ya no paren niños, prefieren adoptar gatos. Así tienen más dinero para viajar a Nepal.
Con este panorama, el aborto no es un lamentable recurso ni un remedio quirúrgico, ni siquiera un inapropiado anticonceptivo: se transforma en un derecho. Y no sólo eso, sino que es, además, algo de lo que estar orgulloso, bendecido por las instituciones y fomentado por las leyes. Igual pasa con el divorcio, un trámite tan sencillo como pasar la revisión del coche. Hasta hace menos de treinta años, se consideraba que la nación era una familia de familias y que el Estado se justificaba en la defensa de la integridad y seguridad de ese patrimonio común. En aquellos tiempos no tan lejanos, la maternidad se premiaba y se trataba de que creciera el número de las familias. No porque estas estructuras básicas fueran un sostén de la opresión, sino justo por todo lo contrario, porque eran autónomas y autosuficientes (más que el individuo aislado), proporcionaban un elemento de reproducción del cuerpo social, aseguraban la permanencia de la comunidad y garantizaban al Estado el potencial humano necesario para prosperar y defenderse.
El Estado-nación es hoy, para los poderes mundiales, un estorbo considerable en su proyecto de gobernanza global. Su existencia supone la de una soberanía popular que tiene sus designios propios y puede negarse a seguir las políticas promulgadas por los caciques de la plutocracia planetaria. La excusa de la superpoblación es sólo una coartada para extinguir a las naciones mediante un método pacífico y casi indoloro: la esterilización de los pueblos y la degradación de sus costumbres. Y a ello se están prestando los gobiernos de la parte más próspera del globo, precisamente aquella donde la tradición ha sido erosionada por la élite académica y la izquierda radical burguesa. En los Estados donde se respetan las tradiciones, se ama a la patria y se valora la pervivencia del cuerpo social, estas políticas son rechazadas unánimemente, ya sea tanto en Polonia, como en Rusia o en el conjunto de las naciones islámicas. Sólo donde la casta gobernante está en manos de poderes e instituciones transnacionales (la Unión "Europea" o Argentina y Canadá, por ejemplo), la ideología de la nueva izquierda no sólo detenta la hegemonía cultural, sino que ejerce una coerción totalitaria sobre los disidentes con duras penas legales. Y da igual que gobiernen izquierdas o "derechas".
Esto último significa que lo que los europeos creemos que es una tendencia universal no se respeta ni se tolera en buena parte del planeta: la que tiene futuro. Si a esto añadimos que entre los planes de la oligarquía mundial está el no desarrollar lo que llamamos Tercer Mundo para mantener a salvo los ecosistemas de las zonas poco industrializadas, precisamente aquellas que sufren la explosión demográfica, ya entendemos qué sentido tienen los incesantes flujos migratorios que padecemos. Fabricar un europeo nativo es algo muy caro: hay que educarlo, alimentarlo y cuidarlo con todos los mimos y privilegios imaginables. ¿No es más barato importar a millones de hombres hechos y derechos a los que no ha habido que parir ni que criar? Ya se reproducirán ellos y nos proveerán de una mano de obra baratísima, que pueda competir con los salarios de miseria de Extremo Oriente. Es un negocio perfecto, ¿verdad?
Por otro lado, cuantos más inmigrantes, más Estado asistencial, más gente insatisfecha e inadaptada y más votantes de izquierdas. Además, carecen de arraigo, de amor al país y de vínculos con la población nativa. Se unirán jubilosos a cualquier intento de subversión de los valores nacionales. Todo son ventajas para los enemigos de la identidad. No es de extrañar que se fomente en los medios la demagogia de esta tropilla, la que desea ahogarnos con la sangre de sus abortos. En el pecado llevarán la penitencia. No olvidemos esto: van contra la naturaleza misma de toda sociedad humana, igual que los bolcheviques en 1917, y están produciendo una reacción semejante a la que conoció la Europa de 1920, que no estaba dispuesta a que la exterminaran. ¿Aceptaremos ahora pasivamente una dulce extinción, una eutanasia cultural? De nosotros depende. Esta chusma no puede ser nuestra enterradora.
[1] Mujeres que, durante el Terror de la Revolución francesa, iban a presenciar, encantadas, las ejecuciones. (N. d. R.)
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