Si el lector sigue las noticias, verá como una de las obsesiones de nuestros mandamases woke es la negación de la realidad. No se trata de un ocultamiento o de una tergiversación, sino de negar lo real, de proclamar su inexistencia. El caso más escandaloso es el indulto de Juana Rivas, contra el que el juez ha tenido que llamar al orden al Gobierno por las circunstancias que concurren en su caso. Durante el proceso, esta mujer contó con el apoyo de toda la legión de propagandistas de la izquierda y, por supuesto, del presidente Rajoy, ese que dijo que todos somos Juana Rivas, confesión que no deja de ser inquietante, dado el historial delictivo de la indultada. Pese a que las evidencias forenses son demoledoras, la inquisición feminista había determinado que Juana Rivas era inocente y ha conseguido un indulto verdaderamente escandaloso, sobre todo porque viene de unos movimientos que buscan anular amnistías de hace medio siglo y procesar a los muertos. Pero la inocencia de la Rivas es un dogma a pesar de las pruebas en contrario. Y no se hable más.
¿Y el niño del colegio de Canet del Mar, que desmiente el dogma del paraíso lingüístico catalán? ¿Y los casos de manadas no españolas sistemáticamente negados? ¿Y las denuncias falsas que oficialmente no existen? ¿Y esa solemne idiotez de llamar Cuelgamuros al Valle de los Caídos? El ejemplo más claro de esa negación de lo real está en la censura de los diputados frentepopulistas a los periodistas no afines, a los medios de prensa que tienen la osadía de hacer preguntas incómodas… como la realidad. Aunque, desde luego, la más cotidiana de esas negaciones es la de la misma naturaleza, desde la ideología de género hasta la humanización de las mascotas. Seguro que podemos encontrar muchos más delirios políticos, pero no pretendemos recopilar disparates: ya se harán en su momento las correspondientes antologías. Lo que debemos preguntarnos es a qué obedecen estas actitudes.
La negación de lo real es algo propio de mentalidades poco maduras, infantiles, que cierran sus ojos a los hechos y se refugian en su mundo fantástico, de ideas más o menos absurdas, pero que dominan al que las asimila. Esto ha sido común a todas las épocas, pero en la nuestra adquiere especial fuerza porque lo real está siendo reemplazado por lo virtual, algo que es cada vez más evidente entre los jóvenes, a quienes los medios de comunicación y la realidad paralela de la Red convierten en perpetuos niños pequeños. La realidad se confecciona a gusto de cada cual en una pantalla de ordenador y su efecto es muy superior al de cualquier opiáceo; millones de jóvenes se han criado en una torre de marfil donde el narcisismo y el delirio son males endémicos. Que los jóvenes crean que los toros son asesinados o que la caza es un crimen, indica
Hasta qué punto Walt Disney ha intoxicado a varias generaciones de urbanitas
hasta qué punto Walt Disney ha intoxicado a varias generaciones de urbanitas. Quien vive aislado en semejante jaula de mails, píxeles y links no puede hacerse una idea de lo que es real, de lo que de verdad pasa en la calle. Además, ese aislamiento creciente de la juventud vuelve a las personas más puritanas, más histéricas, más neuróticas, más dispuestas a sustituir lo real por lo virtual para tranquilizar su espíritu enfermo, para que nadie ni nada perturbe su ensueño dogmático. Con toda lógica, es en los recintos universitarios donde con más violencia la izquierda persigue a todo aquel que difiere, por poco que sea, con la dictadura de la corrección política.
Por otro lado, la izquierda siempre se ha llevado mal con la naturaleza humana y sus tendencias incorregibles. El transfeminismo actual no es sino un remedo histérico de la lucha de clases marxista. Perdido el proletariado como clase redentora, asumido el capitalismo como medio seguro de destruir la odiada civilización europea, el resentimiento y la frustración que alimentan siempre a la izquierda había que canalizarlos de otra manera... y ninguna mejor que el feminismo. Por supuesto, el engendro ideológico que se defiende en el Ministerio de Igualdad nada tiene que ver con las mujeres reales. De hecho, la mujer que no comparte su delirio ideológico ni siquiera es “mujer”. La Pasionaria o Nadezhda Krúpskaya son mujeres, pero Margaret Thatcher o Isabel Díaz Ayuso, no. Frida Kahlo, sí. Vigée–Lebrun o Zinaída Serebriákova, no. Esta gente tiene un delirio programático al que llaman utopía y no puede discutirse su dudosa realidad. Pese a que ya sabemos cómo acaban estas cosas, la historia de la Europa soviética es un buen ejemplo, esta manía es incorregible. Las pancartas de los liberales rusos de 1917 ya intuían lo que se le venía encima cuando proclamaban que Rusia no era una rana para los experimentos de Lenin. Lo fue. Hoy lo es España.
Esta obcecación en el error, esta negativa a reconocer que los sexos existen, que la sangre, la tradición, la propiedad, la religión y la patria no son constructos, que persisten pese a todos los intentos por erradicarlos, indican que algo raro pasa en las cabezas de la izquierda radical —y criminal en un sentido lombrosiano—, tan inclinada a usar la censura, la violencia y la muerte contra quienes no concuerdan con su mundo perfecto: el infierno igualitario de millones de chinos vestidos con el mismo traje. De ahí su obsesión por buscar culpables y exterminar a estamentos sociales enteros. Hace dos siglos fue la nobleza.
¿Hasta qué punto ser rojo es una patología, una tara?
Hace uno, la burguesía. Hoy le toca al hombre blanco heterosexual ser el objeto de las proyecciones mortíferas de la izquierda. Al repasar la historia de las revoluciones contemporáneas nos preguntamos: ¿cuánto hay de psicopatología en el sans–culotte, el miliciano, en el chekista? La gran utopía, la aurora roja, la idea suprema, la Revolución, no es otra cosa históricamente que el resentimiento llevado a un paroxismo violento y cruel, que el apogeo del imbécil social, del maníaco de la Revolución (Robespierre, Lenin) y del asesino patológico (Marat, Dzerzhinskii), el triunfo de todas las formas más torpes, idiotas y degradadas de vandalismo y regresión cultural, que sólo pueden servir de estímulo a las mentes enfermas de un Sade y de un Bakunin... ¿Hasta qué punto ser rojo es una patología, una tara?
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