Estaban tardando

Esa será la performance suprema de la izquierda española: volver a incendiar el país.

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A nadie le puede sorprender demasiado lo sucedido en la mañana de ayer, 31 de octubre, en el Valle de los Caídos. Es la lógica continuidad de una campaña de vandalismo institucional, apropiación del pasado, humillación de medio país y criminalización de quienes se oponen a la dictadura en ciernes de la Antiespaña. Sí: Antiespaña, con todas las letras y con todo su evidente significado. Los enemigos de la patria, desde los separatistas y los bolivarianos hasta el ocupante de la Moncloa, tienen tanta culpa de la profanación efectuada como el torpe pintamonas que ejecutó la chapuza. Lo que unos querían obtener pervirtiendo el derecho, otro lo consiguió mediante el típico vandalismo ibérico, como el de las hordas rojas que destrozaron el patrimonio artístico español en 1936.

Esta imbécil performance es una más de las que los supuestos "artistas" de la izquierda extrema llevan ejecutando en los últimos decenios, donde se producen toda suerte de profanaciones y sacrilegios, de ofensas a la patria y a la bandera y de apologías del terrorismo. Ni es la primera ni será la última. Esta es la forma más original que tienen de expresarse esos deficientes mentales que creen que el arte es provocación. Cuando Europa estaba civilizada, estas "expresiones" se denominaban gamberrismo y al autor de semejantes estropicios se le obligaba a pagar los destrozos. Ahora cuentan con la complaciente aprobación de la putrefacta academia de la vanguardia, que lleva cien años repitiendo las mismas gracietas rancias y revenidas de Duchamp y Tzara, o las más recientes y tediosísimas de Marina Abramovic. Entre los mercaderes y los “creadores” que trabajan más en la provocación que en los valores plásticos (para eso hacen falta talento y excelencia, valores “fascistas”, como todos sabemos), el “arte” se ha convertido en lo que hoy padecemos: un chiste basto y sin gracia.   

No seremos tan ingenuos de citar el nombre del vándalo que ha dañado un elemento del Patrimonio Nacional, un bien histórico, y que debe ser severamente castigado por ello. Nos negamos a proporcionarle la fama que busca, aquella que nunca conseguirá con sus mediocres dotes de engendro final de una raza agotada de artistas. Ya encontrará un montón de televisiones que le aplaudirán la hazaña de insultar a un hombre que lleva cuarenta años muerto y enterrado.

Lo que diferencia esta performance de las de otros majaderos, es que ésta, por lo menos, ha sido realizada por un individuo privado (de decoro, de magines y de talento) y no se ha pagado con dinero público, como todos los hechos vandálicos que se han producido en este país desde que la cainita Ley de Memoria Histórica instituyó el odio, la revancha y la mentira como herramientas de demolición del pasado.

No es este Eróstrato cateto el primero que ataca el vacilante templo de la convivencia nacional. Es la izquierda política –desde Zapatero a Iglesias, pasando por toda la manada de las hienas separatistas– la que alumbra la tea y aviva las cenizas del fuego que nos consumió hace ya ochenta años, la que lleva ya demasiado tiempo realizando acciones hostiles sin tener la debida contestación. No es este narcisista fracasado con ansias de notoriedad el profanador. Son quienes ahora nos gobiernan los que están alimentando un nuevo 1936.

Esa será la performance suprema de la izquierda española: volver a incendiar el país. Y también volverán a perder. Seguro.

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