La sociedad abierta y sus enemigos (1957) de Karl Popper[1] es uno de los libros decisivos de nuestra era; no por sus méritos intrínsecos, que ya veremos que no abundan, sino por sus consecuencias históricas. Concebido como una crítica de la filosofía política, el ensayo de Popper desmerece al lado de la obra de Schmitt, Max Weber, Strauss y tantos otros pensadores del siglo XX, pero sus tesis han sido asumidas como un credo por la clase dirigente mundial, cuyo máximo representante, George Soros, hace de los textos de Popper su guía y de la Open Society el lema de sus muchas y decisivas actividades. Es, por lo tanto, necesario conocer la obra de Popper, porque está dirigiendo nuestro mundo y cambiando nuestras sociedades.
Cuando afrontamos la tesis principal del libro, nos encontramos con una serie de ideas que en sí mismas son muy matizables y discutibles. Por ser sintéticos al extremo, resumiremos una obra tan densa en las breves palabras de una sinopsis forzosamente simplificadora, pero fiel al espíritu de su letra: las tensiones entre el totalitarismo y la libertad no son sólo actuales, vienen desde la prehistoria tribal y enfrentan a la sociedad cerrada (mágica, étnica, colectivista) con la sociedad abierta (racional, cosmopolita e individualista). Esas dos corrientes llevan enfrentadas desde la Grecia clásica y han sido reflejadas en el pensamiento de los principales filósofos de la tradición occidental.
Para empezar, lo que llama la atención en esta tesis es su componente metafísico, su lucha entre el principio del bien y del mal, de la luz y de la oscuridad, de Ormuz y Ahrimán, de un combate que perdura a lo largo de los eones, con buenos y malos y que, la verdad sea dicha, hace siempre muy interesante la lectura de esta obra. Pasa con ella lo que con los Heterodoxos de Menéndez Pelayo: está escrita con el vigor y la agresividad del militante, pero también con talento y con brillantez (Popper era un intelecto de primerísimo orden, como don Marcelino). Sin embargo, en este relato milenarista nos falta la continuidad, es decir, el autor salta alegremente sobre los siglos y abundan las simplificaciones bastante groseras y nada asumibles por una persona medianamente culta. Tratándose de un cosmopolita defensor de la sociedad abierta, es extraño que la obra tenga un criterio tan eurocéntrico, en el que desaparecen grandes culturas que nunca fueron cosmopolitas, ni racionalistas, ni individualistas y a las que debemos, paradójicamente, grandes monumentos del pensamiento y las artes, como China, Egipto, Persia, Japón, la India o el mundo islámico. No es por casualidad: ninguna de estas civilizaciones ha sido formada por una sociedad abierta. Más bien fue al contrario. Por eso la limitación espacial y temporal a unos momentos de la historia de Europa se adapta muy bien a la soberbia del hombrecito occidental y demócrata, del último hombre nietzscheano. En el propio Occidente, el legado de las sociedades cerradas resulta realmente brillante, desde las catedrales góticas a los palacios dieciochescos, desde Platón a Schopenhauer, desde el renacimiento carolingio a los esplendores del Barroco. ¿Qué puede presentar la sociedad abierta frente a los gloriosos monumentos de la sociedad cerrada?
El relato de Popper brinca desde la Atenas de Platón hasta la Prusia de Hegel: Roma, la Edad Media, el Renacimiento y el apasionante mundo intelectual del XVII no existen. La sociedad abierta, generada en la Atenas de Pericles, desaparece en el siglo IV y vuelve a surgir con el liberalismo holandés y anglosajón. Dos milenios de largas vacaciones. La libertad y la civilización sólo son posibles, según Popper, en la sociedad abierta, que es la única que se preocupa del desarrollo del individuo, gracias al racionalismo científico y al liberalismo político, que conforman la idea salvadora de nuestro tiempo: la democracia capitalista. Pero si nos fijamos en ese paréntesis de "oscuridad" que domina la era de las sociedades cerradas y "tribales" de la Edad Media, nos encontramos con elementos muy curiosos que Popper ignora o pretende ocultar. Por ejemplo: los siglos medios rezuman libertades individuales y concretas, recogidas en fueros y privilegios. Sociedades presuntamente fanatizadas por un cristianismo intolerante, autoritario e irracional, actúan en muchísimos casos como campeonas de unas libertades que son particulares –cierto– pero bastante más efectivas y populares que las abstractas y teóricas del liberalismo. No sólo eso: en la oscurantista y supersticiosa era medieval se produce un desarrollo técnico muy superior al del mundo clásico, aunque sin una "ciencia" propiamente dicha, sino con una mezcla de magia y saber experimental que sólo se convertirá en ciencia moderna durante el siglo XVII.
Como método, la crítica de Popper no es muy científica, se limita a utilizar unos ejemplos demasiado concretos (Platón, Hegel, Marx, la Atenas de Pericles y la Prusia de los Hohenzollern) y de ahí saca unas arriesgadas conjeturas genéricas. Sin embargo, la Historia no es una ciencia exacta (es scientia, un "saber", quizá mera tejne) y no se pueden hacer con ella experimentos como en la Física. Un laboratorio nos permite reproducir en unas condiciones determinadas, siempre iguales y bajo control, una serie de hechos que obtendrán un mismo resultado. Si eso no se produce, o asistimos a un milagro o algo falla en el experimento, pero no podemos deducir una ley expresable en una fórmula de lo que hemos realizado. La Historia, en cambio, es irrepetible. Nunca son iguales ni las condiciones, ni los elementos, ni los resultados. No podemos operar con leyes porque son imposibles, no hay una mínima base para ello. La Historia sólo puede ser objeto de analogías, brillantes como las de Spengler o mediocres como las de Fukuyama. Popper, que ha sido uno de los mejores críticos del historicismo, cae sin embargo en una falta de rigor en su historia crítica del pensamiento. Paradójicamente, al gran positivista le desmienten los hechos.
Aunque La sociedad abierta y sus enemigos es una obra filosófica, tiene un componente histórico que es esencial en las argumentaciones ad hominem de esta Historia adversus paganos. Si nos centramos, por ejemplo, en los capítulos que dedica a Atenas, el militante –casi un teólogo– se superpone al historiador que, desde luego, no era. Esto se nota, para empezar, en el uso torticero del lenguaje, una constante de la obra de la que sacamos algún ejemplo: para justificar la agresividad del imperialismo de Pericles, Popper escribe: "el gobierno de Atenas sobre este imperio –nos dice Tucídides– era juzgado como una tiranía, y todas las tribus griegas lo temían".[2] Por los datos históricos que nos constan, y de los que el ateniense Tucídides es un narrador fiable, el régimen colonial de Pericles no era "como" una tiranía, era una tiranía colonial que llegó, incluso, al sacrilegio para arreglar las cuentas del gobierno y pagarse unos lujos culturales y artísticos que nos admiran hoy, pero que no gustaron tanto a quienes los tuvieron que pagar a la fuerza. Esa fue la causa de que media Grecia, por lo menos, se alzara contra tan peligrosos vecinos en la Guerra del Peloponeso. Con toda intención, Popper denomina "tribus" a las polis democráticas que no se dejaron expoliar por Atenas. Cuando unas sociedades, que eran tan abiertas y democráticas como la ateniense, se negaban a obedecer al diktat imperialista de Pericles, entonces se convertían en "tribus" cerradas y supersticiosas. Lo cual, por cierto, sigue siendo un argumento clásico de todo imperialismo.
Pero donde Popper llega al grado límite de torsión en sus argumentos históricos es al tratar de la principal objeción que se puede hacer a la democracia ateniense desde el punto de vista actual: la esclavitud. Desde luego, juzgar el pasado con los criterios del presente es el peor error, aunque el más repetido, de todos los que escriben Historia. No es, por desgracia, algo que se pueda o quiera evitar, bien sea por evidentes exigencias de la propia ideología o bien porque, inconscientemente, tenemos asumidos una serie de valores propios del propio Zeitgeist y éstos se reflejan en nuestros escritos. Escribe Popper: "a mi juicio, es necesario comprender que la esclavitud y la autosuficiencia tribalistas sólo podían ser superadas mediante alguna forma de imperialismo".[3] Risum teneatis, amici. Cualquier persona medianamente al tanto de la historia de la Grecia clásica sabe que la esclavitud no fue un producto del "tribalismo", sino justo todo lo contrario: en el siglo V aC se produce una auténtica revolución esclavista, que está íntimamente relacionada con la expansión del comercio griego, la democratización de Atenas y el imperialismo consiguiente a esa amplitud de las redes mercantiles. Es decir, el esclavismo es un producto de la muy imperialista sociedad abierta, no del orden tradicional y aristocrático. A diferencia del ilota espartano, el esclavo ateniense no estaba vinculado a la tierra ni se limitó su crecimiento demográfico; era una mercancía susceptible de venta y especulación. Además, permitía a los ciudadanos disponer de mano de obra gratuita para sus posesiones, talleres y minas. La explosión esclavista convirtió a Atenas en el principal mercado de carne humana del Mediterráneo, tanto que sólo en las minas de plata de Laurion –que fueron la causa verdadera de la hegemonia ateniense, ya que eran las más importantes de Grecia y permitieron financiar sus empresas con unos recursos inalcanzables para sus competidores– trabajaban 30.000 esclavos, tantos como ciudadanos había en la polis. La importación de mano de obra esclava alcanzó tal nivel que sólo una cuarta parte, como mucho, de los habitantes de Atenas eran ciudadanos, el resto lo formaban no-ciudadanos (metecos) y no-personas (esclavos) sin derechos políticos.
La Atenas de Pericles estaba muy lejos de ser el "imperio universal del hombre" que canta Popper. Incluso desde el punto de vista de los defensores de la sociedad abierta. Es el gobierno democrático el que endurece los requisitos para conseguir la ciudadanía, que llegan al extremo “tribal” de exigir al solicitante que sus dos progenitores sean atenienses de sangre. La propia expansión de la esclavitud tiene como fin, entre otros, mantener el nivel social de los pequeños propietarios, que pueden emplear en sus parcelas y talleres a una mano de obra de coste ínfimo; es decir, intenta limitar de esa manera la excesiva movilidad social de la polis y preservar lo que Anderson llama un nivel beocio de desarrollo, con el propósito de dar estabilidad y permanencia al sector del que dependía la paz social de la ciudad, pues de los ciudadanos armados salían los hoplitas y los representantes políticos. No olvidemos tampoco que aquella sociedad abierta tenía un clarísimo concepto de lo bárbaro que hoy no dudaríamos en calificar de racista. Para nada se puede poner a los helenos como ejemplo de cosmopolitismo. La parcialidad de Popper llega a extremos curiosos, como cuando llama traidores a los aristócratas que lograron una paz muy ventajosa con los espartanos (los otros coaligados querían la destrucción de la ciudad y la esclavitud de todos los atenienses), acusación que recuerda a la germana de la "puñalada por la espalda" (Dolchstoss), aunque ya hubieran querido los alemanes de 1918 disfrutar de unas condiciones de paz parejas a las de la Atenas del 404 a.C. Por supuesto, en su duro juicio histórico sobre los aristócratas atenienses, Popper ignora a propósito un olvidado pero significativo hecho: el desastre naval de Egospótamos, que dejó a Atenas sin flota, lo que la condenaba a una derrota irremediable. En una ciudad agotada por la peste y sin barcos, sin capacidad militar frente a los hoplitas de Esparta, los aristócratas atenienses lograron una hazaña diplomática bien digna de elogio.
Como habrá podido comprobar el lector con esta pequeña cata en el texto, la interpretación de la historia de Atenas deja mucho que desear en Popper. Pues es esta visión muy ideologizada de la época la que le sirve a este autor para enjuiciar a Platón, el aristócrata, como paladín reaccionario del orden tribal y oscurantista. Sin este trasfondo histórico, los argumentos de Popper se desvanecen, pierden su fuerza porque deslegitiman su interpretación y desautorizan su juicio. Este defecto invalida siempre las argumentaciones ad hominem, que son esenciales en la estructura de La sociedad abierta y sus enemigos. Platón es explicable por aristócrata. Hegel porque fue funcionario prusiano. Al levantar estas anécdotas al rango de categorías, Popper corre el riesgo de desautorizarse si la historia las matiza o desmiente. Y esto es lo que sucede en los dos casos.
(Continuará.)