El escándalo de la tesis de Sánchez, esa escombrera de plagios, retrata a la perfección qué tipo de gente nos gobierna, qué élite seleccionamos y qué futuro nos espera. Sánchez, en este aspecto, es un héroe de nuestro tiempo, un hombre representativo, un fruto selecto de la España de la LOGSE, de las universidades privadas (de vergüenza) y de la caída en picado tanto del nivel cultural como del de inteligencia. Los españoles de hoy: tan altos, tan guapos, tan atléticos, con tantísimos años de escolarización a cuestas, son mucho más bobos e ingenuos que sus antepasados sin letras, pese a las montañas de diplomas inútiles que adornan sus expedientes. Los tataranietos del 98 forman una recua de asnos cargados de títulos, incapaces de producir un Ortega, un Baroja, un Lorca, un D’Ors, o, si hablamos de política, un Azaña, un Besteiro, un Madariaga. Carecemos por completo de referentes intelectuales de alto nivel que sean menores de setenta años; eso sí, nos sobran Willis Toledos y Wyomings. El país no da para más.
Que llegue a profesor de universidad y a presidente del Gobierno alguien que parece que encargó –o para el que encargaron– el plagio de una serie de informes y conferencias con el fin de fabricar una tesis doctoral, nos enseña cómo funciona en este régimen la selección de los peores. En vez de generar una élite que administre y gobierne con eficacia el Estado, el sistema partitocrático genera a sus líderes mediante criterios muy propios de este tiempo: la imagen y la sumisión. Como sostener un juicio propio y riguroso es un defecto, los individuos más brillantes tienen muy poco futuro en los grandes partidos. Como la independencia de criterio suele ir unida a una sólida formación cultural, los analfabetos funcionales con un poquito de labia y un titulito de juguete son preferibles a los hombres brillantes, cultos y con ideas propias. Además del deber de la obediencia debida, hay que ser guapo y joven. La política de los grandes partidos se ha degradado a simple mercadotecnia, porque los que de verdad mandan ya no son los que el pueblo "elige", y hace falta ocultar el poder real mediante meras pantallas desechables, que se queman a los cuatro años de uso. Los partidos eligen a sus candidatos como envoltorios en los que presentar una mercancía política. ¿Y qué envuelven los Sánchez, Casado o Rivera? Lo que haga falta: pueden ser liberales o socialdemócratas, centralistas y federalistas, rojos y azules. Nada importa, salvo colocar el producto en el mercado y que se venda bien. Para colmo de males, esta estrategia de elegir a los líderes como quien elige a una miss es un fracaso: con Sánchez el PSOE obtuvo los peores resultados de su historia y crece el rechazo a los políticos por parte de los electores.
Las sucesivas escandaleras que se han producido con los curricula de la clase política son un síntoma de esa gravísima enfermedad del cuerpo social hispano que llamamos titulitis. En el campo de las letras y las artes, ni Valle Inclán, ni Dalí, ni Buñuel necesitaron títulos universitarios o tesis para ser quienes fueron. Las Humanidades siempre han tenido muy competentes ejecutantes que no necesitaban el placet académico. Ni Nietzsche, ni Spinoza, ni Descartes, ni Schopenhauer fueron ejemplos, precisamente, de triunfo universitario. El trabajo humanístico es una obra muy personal y muy libre. A veces, como con Kant y Hegel, coincide con la Academia y, a veces, no. Otra cosa, desde luego, son las ciencias físicas, las ingenierías o la medicina, donde sí debe ser necesaria una mínima garantía.
La España del desarrollo la levantó una clase media en la que el diploma más extendido era el de bachiller (del plan de 1938, claro) y lo mismo podemos decir de la Europa de los años cincuenta. Las universidades proporcionaban formación a las élites intelectuales y administrativas y su enseñanza era, por lo mismo, muy exigente. La invasión del campus por las masas y el desplome del nivel académico desde hace medio siglo, unido al destierro de la cultura escrita por la barbarie de la imagen, transformó a las enseñanzas universitarias en una suerte de escuelas de oficios y en una prolongación lánguida del bachillerato. En mis años mozos, hace más de veinte años, era habitual ver a licenciados en Filosofía y Letras que habían aprobado su carrera sin apenas leer un libro y con la firme intención de no hacerlo en el futuro. Para licenciarse bastaban los apuntes, esa plaga. Hoy, los trabajos de los estudiantes se ven sometidos a una serie insoportable de requisitos escolásticos que sólo sirven para hacer aún más aburrida y repetitiva la repetición machacona de los lugares comunes de la corrección política. Abrúmese el lector, por ejemplo, con el inquisitorial vademécum de The Wadsworth Handbook, auténtica máquina de castrar inteligencias y modelo universal para homologar industrialmente la producción en masa de pestiños académicos. Ni en el apogeo tomista se fosilizó tanto la ortodoxia intelectual.
Sánchez, tan leve, por no ser algo, salvo imagen, ni siquiera es culpable de plagio, porque es casi seguro que no debió de escribir ni un sólo renglón de la "tesis"; bastante hizo si se la leyó. El que esto escribe no cree que la Economía necesite obligatoriamente del armazón matemático con el que los doctorandos disfrazan sus conclusiones; la Ciencia Lúgubre se puede explicar sin tantos números, pero el requisito habitual entre los practicantes de esta alquimia moderna es utilizar una jerigonza hermética que la haga incomprensible a los legos y, sobre todo, inundar de gongorinas cifras las hojas en blanco, con curvas y fórmulas que por su propia naturaleza de juego lógico parecen dar un relumbrón de "Verdad" –así, con mayúsculas– a ideas que luego, como siempre, refutarán los hechos, tan tercos y tan poco pitagóricos. Pero lo cierto es que una tesis de Economía medianamente aceptable tiene que estar llena de números, y curvas, y fórmulas gnósticas, y en la tesis de Nancy... perdón, de Sánchez, el aparato econométrico no existe; lo que es de agradecer para los legos, pero resulta un pecado mortal para los iniciados en los misterios de la secta. No sólo presentó un miserable corta y pega, además defendió una mala tesis, indigna de la calificación dada por el tribunal e impresentable en una universidad pública, donde no se ha leído algo semejante desde los tiempos de Fernando VII.
Y reseño lo de "pública" porque el doctor Sánchez, el intelectual de izquierdas, no presentó sus conclusiones "científicas" en una universidad del Estado, en un centro de esos que su partido tiene a gala defender. El candidato Sánchez logró su doctorado en una carísima y señoritísima universidad privada, entre amigos, lejos de la chusma que sobrevive con becas, de los proletas y lúmpenes que hacen malabares financieros para obtener una miserable licenciatura, sacada con estudio y sin enchufes. Como niño mimado de la gauche caviar, Sánchez pertenece a los rojos criados con cucharilla de plata, como es común, por ejemplo, en el partido demócrata americano. Rico de por casa, el señorito intuyó que es más chic ser de izquierdas que de derechas. Y acertó, no podemos negarle un instinto infalible para estar de moda, para adaptarse al mainstream. Ese es su gran mérito. El único.
Me entero, además, de que esta lumbrera fue seleccionada y protegida con mimo por otro cráneo privilegiado, el ilustre Pepiño Blanco. Sí, el de la gasolinera, el que decía "corruto" y "trator" y ejerció de eminencia gris, pero que muy gris, en los eficaces gobiernos de Zapatero, aquellos que nos llevaron a la mayor crisis económica desde los tiempos de Felipe IV. Este Bismarck español, este Talleyrand con boina, presumía en su expediente de haber realizado "estudios" de Derecho, lo que traducido al cristiano significa que cursó "una" asignatura de la carrera en sus años mozos, antes de convertirse en padre de la patria. A la vista del burriculum vitae de Blanco, que llegó a ministro y portacoz del Gobierno, hay que reconocer que el doctor Sánchez ha superado al maestro. Con tales ejemplos, no puedo seguir diciendo que vamos a peor. ¿No es un logro de nuestro sistema educativo, de sus adaptaciones curriculares, de su ciencia pedagógica, que semejantes personajes lleguen a las más altas responsabilidades del Estado? Esto sí que es integración. Recuerde el lector que venimos de una educación elitista y discriminadora, la del franquismo, donde sólo a los números uno se les permitía ejercer funciones de ministro o alto cargo del Estado. Ahora, por fin, todos podemos ser dotores.