Allá por los albores del siglo XX, Unamuno recomendó a los izquierdistas españoles que, si querían llegar a gobernar algún día, fueran abandonando sus malos hábitos. Porque mientras no dejaran de pegar alaridos, de proponer la muerte de los burgueses y de presumir de disolutos, seguirían provocando el rechazo de la mayoría de la gente sensata.
Décadas les costó comprenderlo, sobre todo en aquel periodo republicano en el que, salvo excepciones, hicieron de todo menos comportarse civilizadamente. Pero desde que pisaron alfombras en 1982, no hay quien les gane a sueldazos, mansiones y dietas alangostadas.
Pero el cambio mayor no llegó por la conversión de los libertadores del proletariado en burgueses explotadores, sino por la extinción de dicho proletariado para dejar paso a una clase media universal. Por eso La Internacional, cubierta de caspa y telarañas, hace mucho que se pudre en la estantería de los cuplés pasados de moda.
Lo que no ha cambiado es ese ressentiment que Nietzsche escribió en francés y que conforma el núcleo de un izquierdismo siempre envidioso, siempre disolvente, siempre amargado. Superada la lucha de clases por inexistencia de éstas, a la variedad posmoderna del izquierdismo no le ha quedado más remedio que agitar mil y un enfrentamientos para poder seguir presentándose como el bando defensor de los oprimidos.
El asunto se resume fácilmente redactando dos columnas, la primera con las categorías opresoras y la segunda con las oprimidas. En la primera van los hombres, los blancos, los europeos, los cristianos y los heterosexuales. En la segunda, las mujeres, los negros, los asiáticos, los musulmanes y los homosexuales. El colmo del infortunio, por lo tanto, es acumular varias categorías de la primera columna: fundamentalmente ser varón, blanco y heterosexual. El ayuntamiento socialista de Gijón adornó hace algunos años sus calles con paneles en los que se leía "Soy puta. Soy negro. Soy marica. Soy moro. Soy sudaca. Soy mujer. El diferente eres tú, imbécil". Bien claro lo dejó el cineasta Eduardo Casanova, icono de la modernidad: "El que nos oprime es el hombre blanco heteronormativo".
Finalmente, no olvidemos que en el caso concreto de España hay que añadir otro antagonismo: en la primera columna, los castellanos opresores, y en la segunda, todos los demás, los oprimidos.
Dependiendo de la pertenencia de cada cual a una o varias de estas categorías, sus acciones serán valoradas de un modo u otro, y se puede llegar al extremo de que lo que en unos casos sea un crimen, en otros sea una virtud, algo condenable o justificable, culpa del criminal o de la víctima. Recuérdese al respecto el "algo habrá hecho" y el "conflicto" con los que se ha cargado la culpa de los crímenes etarras a las víctimas.
Los ejemplos se cuentan por miles y los vemos todos los días: si un hombre asesina a una mujer, se trata de violencia machista. Pero un asesinato de un hombre a manos de una mujer nunca será calificado como violencia feminista. Además, en el primer caso se tratará de un ataque, y en el segundo, de una defensa. Si un hombre mata a sus hijos, la prensa anunciará que han sido asesinados. Pero si la que los mata es la madre, sus hijos bajarán de asesinados a simplemente muertos. Si un padre se suicida arrojándose por el balcón junto a su vástago, la noticia será: "Un hombre asesina a su hijo tirándose con él por el balcón". Pero si la protagonista es una mujer, la noticia rezará: "Una mujer y su hijo fallecen al caer por un balcón". Además, el primer caso se debe a la maldad congénita de él. Y el segundo, a algún trastorno psicológico de ella. Casualidades de la vida: según escribo estas líneas leo en un periódico estadounidense que su abogado pide la absolución de una madre que estranguló a sus tres hijos por encontrarse "tremendamente sobremedicada".
En segundo lugar viene la raza. Si el asesino es blanco y el asesinado negro, el primero es culpable por el crimen y por el mero hecho de ser blanco. A lo que habrá que añadir el agravante de racismo y, por supuesto, el delito de odio, esa suprema aberración jurídica que faculta al juzgador a suponer la intención de una persona al cometer un crimen, pero no por sus hechos o palabras, sino por el simple color de su piel. Y por supuesto, se justificarán los saqueos, linchamientos y asesinatos que puedan desatarse porque se tratará de una justa explosión de ira de los oprimidos. Pero si es un negro el que asesina a un blanco, no habrá racismo ni delito de odio. Además, se atenuará su responsabilidad por la discriminación sufrida por sus ancestros y se alegarán trastornos mentales.
Luego llega la religión, a menudo del brazo de la raza en el caso de los moros/musulmanes. Si un blanco/cristiano mata a un moro/musulmán, es un crimen racista provocado por el odio. Pero si es al revés, no hay racismo ni odio; es consecuencia de la opresión cristiana desde don Pelayo hasta Franco. Además, se tratará de un caso aislado, de una víctima del sistema y se alegarán antecedentes psiquiátricos. Hace pocos meses Sánchez y Feijóo demostraron por enésima vez su equivalencia ideológica publicando en twitter sus condolencias por el sacristán "fallecido" en Algeciras. Cierto: fallecido por las puñaladas que le asestó un marroquí al grito de "¡Alá es grande!".
Y políticos y periodistas intentarán ocultarlo porque aquí la tragedia no es el crimen, sino el posible aumento de la islamofobia, el racismo y la ultraderecha. Precisamente hace poco una dirigente izquierdista, cuyo nombre es indiferente porque sus argumentos siempre son idénticos, ha declarado que "debemos dar la nacionalidad a todos los inmigrantes para evitar el racismo que producen las noticias de violaciones a manos de extranjeros". Lo que les importa, por lo tanto, no es impedir que más mujeres sufran el horror de una violación, sino que aumente el rechazo a la inmigración y los votos de los partidos malvados. Lo mismo ha sucedido con las salvajes violaciones "en manada". Si los componentes son españoles, blancos y cristianos, arde Troya. Pero si son negros, suramericanos o moros, hay que comprenderlos, es su cultura, fue consentido, estaban borrachos y bla, bla, bla. Y eso, en el caso de que no se haya podido ocultar el hecho, que sería la solución ideal.
Y, finalmente, la orientación sexual. Porque si el que se lleva la peor parte en una pelea discotequera es homosexual, abre los telediarios, braman las ministras, arden las calles y se proclama que es un caso de homofobia, de delito de odio y de heteropatriarcalidad. Pero si se trata de un heterosexual, silencio absoluto.
El pensamiento progresista ha proclamado que el bien y el mal ya no dependen de los hechos, sino de quién los cometa, contra quién se cometan y la causa en cuyo nombre se cometan. Dos milenios y medio de filosofía griega, derecho romano y moral cristiana tirados a la basura.
© Libertad Digital