El santo oficio calentológico centra sus esfuerzos en angustiar a europeos y americanos. ¿Algún interesado en empezar a preguntarse por qué?
En los primeros días de diciembre de 1952 un potente anticiclón se estancó sobre Inglaterra. Sin viento ni lluvia, una espesa niebla se cernió sobre unos londinenses que avivaron sus calefacciones de carbón para combatir el frío. El resultado fue el peor episodio de smog de la historia de Londres: cuatro mil personas murieron aquellos mismos días y se calculan en unos cien mil los que sufrieron problemas respiratorios de diversa gravedad. Aquel hecho aceleró las medidas legislativas británicas para combatir la contaminación del aire. Y los demás países europeos no tardaron en seguir su ejemplo, por ejemplo sustituyendo paulatinamente el carbón por gas y electricidad.
Esta ha sido la norma en una Europa y una Norteamérica cuyas condiciones medioambientales no han hecho más que mejorar en estas décadas de amedrentamientos climáticos. Nunca han estado las costas y los ríos tan limpios, ni se ha reforestado, regenerado y reciclado tanto. Y la superficie dedicada a la producción de alimentos ecológicos crece de manera exponencial desde hace muchos años, con España, por cierto, en cabeza de la Unión Europea.
Efectivamente, en el debe de los europeos y sus transplantes americanos se encuentra haber extinguido el dodo, el lobo de tasmania y otras especies, así como haber puesto al borde del mismo destino a otros muchos animales, desde los osos europeos y el bisonte americano a focas y cetáceos varios. Pero las siguientes generaciones corrigieron los errores de sus ancestros y hoy el oso está reintroducido en numerosos lugares, la población de bisontes, que en 1889 no pasaba de quinientos ejemplares, asciende hoy a medio millón y las ballenas se recuperan gracias a la prohibición de su caza durante décadas, sólo reanudada por Japón.
Hablando de caza, Dereck Joubert, documentalista de la National Geographic Society especializado en los grandes felinos africanos, advirtió en 2010 del grave peligro que corren sobre todo por la creciente penetración de China en África. Porque, ante la escasez de huesos de tigre para fabricar pócimas afrodisíacas, los chinos han vuelto sus ojos hacia los leones, de los que aquel año quedaban unos 22.000. Según Joubert, "hay grandes posibilidades de que no quede ni uno en diez años, que todos, leones, leopardos y guepardos, hayan desaparecido en 2022". Afortunadamente, la negra predicción no se ha cumplido: ya ha llegado ese año y los expertos calculan que la población de leones oscila entre los 23 y los 39.000 ejemplares, la de guepardos asciende a 7.000 y la de leopardos a 500.000. Pero los chinos siguen sacando huesos de león hasta por valija diplomática.
Y con los árboles sucede algo parecido. Desde hace muchos años los países centroafricanos exportan más del 75% de sus maderas preciosas a China, incluidos los muy valiosos y amenazados palisandro y ébano, buena parte de ellos talados ilegalmente por compañías chinas que, a menudo con la colaboración de gobernantes corruptos, destrozan la selva para acceder a los mejores ejemplares.
Son muchos más los desmanes cometidos en nombre de un desarrollo desenfrenado, pero baste con éstos por hoy. Lamentablemente, en otros Continentes no se avanza por el mismo camino que los europeos y americanos ya que sus gobernantes no prestan la misma atención a los problemas medioambientales. Por ejemplo, los países con el aire más contaminado del mundo son China, la India, el sudeste asiático en bloque y algunos países africanos, sobre todo Egipto y algunos subsaharianos. En concreto, China emite más gases contaminantes que todos los demás países desarrollados juntos. Por cierto, el aire de España, junto al de Australia, Canadá, Irlanda y los países escandinavos, está entre los más saludables del mundo.
Aunque los ciudadanos occidentales producen muchos más residuos plásticos que los de los demás Continentes, su gestión y reciclaje hace que el 95% del plástico que está matando los océanos llegue a ellos a través de ocho ríos asiáticos (Yangtsé, Indo, Ama-rillo, Hai, río de las Perlas, Ganges, Amur y Mekong) y dos africanos (Nilo y Níger). Y los países que más los vierten son, por este orden, Filipinas, la India, Malasia, China, Indonesia, Brasil, Vietnam, Bangladesh, Tailandia y Nigeria. Asia en su conjunto, que acumula el 60% de la población mundial, vierte más del 80% del plástico que acaba en los mares. Como contraste, América del norte es responsable del 4,5% y Europa tan solo del 0,6%.
Pero tampoco es oro todo lo que reduce en Occidente. Los residuos producidos en Europa y América no siempre se procesan aquí, como por ejemplo buena parte de los electrónicos, sino que se envían a países tercermundistas para ser arrojados a dantescos vertederos. Y desde hace ya varias décadas, productos industriales antaño elaborados en suelo europeo y americano son fabricados hoy en países asiáticos para aprovechar la mano de obra barata, o incluso semiesclava, y enviar lejos humos y vertidos. En eso consiste la denominada deslocalización: en conseguir productos más baratos y de peor calidad fabricándolos en otros Continentes, al precio de condenar a millones de europeos y americanos al paro, para después indignarnos con lo cochinos que son los chinos. Aunque, para repartir culpas equitativamente, tampoco es que éstos pongan mucho empeño en hacer las cosas bien. Lo único que les interesa es convertirse en la fábrica del mundo, aunque sea envenenando su propia tierra.
Se derrochan aludes de dinero en continuas campañas publicitarias de alcance mundial, así como en subsidios y medidas de dudosa eficacia para combatir el calentamiento global. Pero ese dinero no lo aplican decenas de países afroasiáticos a limpiar su aire y sus aguas.
Sin embargo, el santo oficio calentológico centra sus esfuerzos en angustiar a europeos y americanos culpándolos de todos los males medioambientales del planeta. ¿Algún interesado en empezar a preguntarse por qué?
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