El mayor novelista de la generación del 98, de cuya existencia dudó y a la que negó pertenecer, nació en San Sebastián en 1872 en una familia de raigambre liberal. Aunque se doctoró en medicina, ejerció durante poco tiempo, tras lo que intentó ganarse la vida como empresario panadero antes de dedicarse plenamente a una literatura de la que malvivió el resto de su larga vida.
Independiente, escéptico, agnóstico y anticlerical desde que tuvo uso de razón, experimentó alguna simpatía juvenil por el anarquismo y el republicanismo. Así lo explicó en su discurso de ingreso en la Academia Española en mayo de 1935:
En esa época de estudiante era yo un sectario; me sentía republicano intransigente. Creía que una revolución como la francesa era un espectáculo indispensable en todos los países, y un poco de terror y de guillotina me parecía una vacuna necesaria para los pueblos. Pronto dejé el credo republicano y evolucioné hacia el anarquismo. El mío era un anarquismo schopenhaueriano y agnóstico, que se hubiera podido resumir en dos frases: No creer, no afirmar (…) Para mí, antes y ahora, el anarquismo no ha sido más que una crítica de la vida social y política, un liberalismo extremo.
A partir de 1905 simpatizó con el Partido Republicano Radical de Lerroux y llegó a presentarse a unas elecciones en las que no salió elegido. Mal orador y poco entusiasta del parlamentarismo, abandonó el mundo de la política para no regresar nunca.
Durante la Primera Guerra Mundial fue, junto a Jacinto Benavente, el intelectual germanófilo más destacado. Su anticatolicismo, su judeofobia y su desprecio por la democracia le llevaron a desear una victoria de la protestante Alemania guillermina por considerar que implicaría la renovación de Europa:
Creo que si hay algún país que pueda aplastar la Iglesia católica, es Alemania. Si hay algún país que pueda arrinconar para siempre al viejo Jehová, con su séquito de profetas de nariz ganchuda y de grandes barbas de farsantes, con sus descendientes los frailucos puercos y ordinarios y los curitas pedantuelos y mentecatos, es Alemania. Si hay algún país que pueda desacreditar esta camama del parlamentarismo, es Alemania. Si hay algún país que pueda acabar con la vieja retórica, con el viejo tradicionalismo español, soez y grosero, con toda la sarna semítica y latina, es Alemania. Si hay algún país que pueda sustituir los mitos de la religión, de la democracia, de la farsa de la caridad cristiana por la ciencia, por el orden y por la técnica, es Alemania.
Si bien en 1899, con una Francia hirviendo por el caso Dreyfus, escribió varios artículos en defensa del capitán judío, la fuerte antipatía de Baroja por sus correligionarios provenía de considerarlos los responsables del fanatismo que había dado origen a
Las dos grandes lacras ideológicas del mundo: el cristianismo y el marxismo
las dos grandes lacras ideológicas del mundo: el cristianismo y el marxismo, tan mesiánicos el uno como el otro para quien se definió "enemigo particular de los paraísos":
"Si socialistas y comunistas tienen como profeta a Karl Marx, que era un judío, los conservadores y fervientes católicos tienen una religión que es por su origen completamente judía".
Respecto a los ímpetus sociales subversivos, es indudable que hay en todos ellos un fermento judaico. Lo ha habido siempre. En la protesta rencorosa contra la civilización aparece el judaísmo en forma de masonería, de comunismo o de anarquismo"
"El ¡Viva la muerte! de los anarquistas españoles es igual al Solvet saeculum in favilla[1] de las lamentaciones cristianas primitivamente judaicas. Ese fermento judaico de la multitud llorosa aparece siempre en las utopías extremistas.
Por su irreligiosidad, los sectores católicos nunca le apreciaron. En 1910, el jesuita alavés Pablo Ladrón de Guevara anatematizó a Baroja en su guía moral literaria Novelistas malos y buenos: "No le cuadra el nombre de Pío, sino de impío, clerófobo y deshonesto". El juego de palabras hizo fortuna en ambientes clericales y carlistas.
Por lo que se refiere a la democracia, en muchos de sus ensayos criticó un sistema político que definió como el "absolutismo del número", del mismo modo que el socialismo es el "absolutismo del estómago". El que la voluntad del pueblo se expresase a través de sus representantes en el Parlamento le parecía "la farsa más estupenda que se ha inventado" y propuso suprimir el sufragio universal para que los que tomaran las decisiones políticas fueran los inteligentes sin depender del criterio de la mayoría:
Marcharíamos directamente, sin ambages, a la supresión de las instituciones democráticas, como las Cortes, el jurado y las demás, que no tienen más bases que la ley de las mayorías y el número aplastante que representa la fuerza de un rebaño de bárbaros. Experimentalmente veríamos que la masa es siempre lo infame, lo cobarde, lo bajo; que un público, que también representa la masa, es siempre imbécil, y que en una Cámara o en un Congreso los sentimientos falsos sustituyen a los sinceros, que las almas viles y rastreras se sobreponen a las altas y nobles.
En cuanto a los totalitarismos, tan pujantes en la Europa de aquellos días, los rechazó en bloque y sin matices:
El comunismo es una doctrina de sumisión, hecha para un cuartel o para un convento. ¿Qué libertad puede ser la que dé el comunismo?.
Yo no soy comunista ni en teoría. No he visto que el comunismo haya dado buenos resultados en ninguna parte. Para mí, comunismo y fascismo son muy parecidos, uno y otro son arbitrariedades despóticas.
Siempre pensé que el advenimiento al poder de las masas, fueran rojos o blancos, traería enseguida consigo la hostilidad contra todo el que quisiera ser independiente y tener un espíritu liberal. Por eso miré con la misma suspicacia a unos que a otros.
No lamentó la caída de Alfonso XIII porque "yo no soy un defensor de la Monarquía, pero hay que reconocer que hay Monarquías buenas y malas. La nuestra era mala, y bien muerta está. A nadie le puede extrañar que se le ponga en la tumba un epitafio definitivo". Pero tampoco demostró entusiasmo por el nuevo régimen, dado que "no creía en el personal formado por ateneístas, profesores, oradores y gacetilleros".
Sus críticas a la República abarcaron desde la personalidad de los dirigentes hasta sus crímenes pasando por las medidas contraproducentes que acabaron despertando la hostilidad de muchos españoles que la habían recibido con esperanza. Un análisis temático de estos escritos requeriría más espacio que el disponible en estos artículos que aspiran a breves, por lo que nos limitaremos a transcribir algunos párrafos de los muchos que pueden encontrarse en Rapsodias, La guerra civil en la frontera, Ayer y hoy, Aquí París, Rojos y blancos, Miserias de la Guerra y Libertad frente a sumisión:
El Gobierno de la República no se distinguió más que por sus torpezas y disparates, comenzando por el suceso de Casas Viejas. Los políticos de la República han hecho buenos a los de la Monarquía.
Se ha perseguido no sólo al clero, sobre todo al clero pobre, sino a las costumbres de los pueblos. Se han prohibido fiestas y procesiones que a nadie estorbaban y que eran gratas a las ciudades y aldeas (…) A los industriales, el Gobierno los ha acogotado (…) Matan la gallina de los huevos de oro. Si las industrias mueren, el Estado las creará de nuevo. ¡Qué ilusión! ¡Y qué superstición! (…) A los propietarios de fincas rústicas, el Gobierno, últimamente, los ha perseguido y molestado (…) La reforma agraria, tan cacareada, en realidad no se hizo. Ni había plan ni ganas de hacerla; era una plataforma política (…) La nuestra ha sido una revolución de ateneístas. Ateneístas, en España, es sinónimo de doctrinario, de incomprensivo y de pedante. Todas las reformas han quedado en el papel.
Nuestros republicanos, unidos a los socialistas, han amenazado y no han dado; han dicho que van a hacer y no han hecho nada, con lo cual han conseguido que los capitalistas estén asustados y los obreros exasperados. Respecto a represiones y violencias, los meses que llevamos de República han producido más muertos en las calles de las ciudades que cuarenta años de Monarquía [...]
La credulidad de la masa es infantil. La República española ha vivido en plena dictadura, en pleno despotismo y en plena arbitrariedad. Esto hubiera sido lo de menos si hubiera acertado. A pesar de su fracaso, ha convencido de su éxito a una gran parte del pueblo, que sigue creyendo en ella. Libertad de prensa, y ha suprimido periódicos; inviolabilidad del domicilio, y ha metido en la cárcel a gente inocente, sin motivo y sin razón. Es igual que la dictadura de sus compinches, entre los que abundan los ladrones y los asesinos.
Ahora se empieza a pensar que [la República] ha sido algo feo, repulsivo, deletéreo, como si hubieran reventado las letrinas de la ciudad, infestando el aire con sus miasmas.
El 18 de julio le sorprendió veraneando en su casa de Vera de Bidasoa. Un par de días después acompañó en coche a un amigo médico a visitar a una paciente en un pueblo cercano, y al regresar coincidieron con una columna de requetés que avanzaba hacia San Sebastián. Los detuvieron, y uno, que le había reconocido, dijo:
–Éste es el viejo miserable que ha insultado en sus libros a la religión y al tradicionalismo.
–Hay que matarlo –respondieron los requetés.
El médico y el escritor estuvieron a la sombra algunas horas hasta que el coronel Martínez de Campos los puso en libertad. Al regresar a Vera, tomó la decisión de cruzar inmediatamente la frontera francesa para evitar futuros sobresaltos.
Alojado en sus primeros días de exilio en San Juan de Luz, fue entrevistado por un periodista americano al que declaró su preferencia por el bando rebelde:
Yo creo que si los militares son vencedores y tienen alguna discreción, la mayoría de los españoles podrá vivir medianamente. Quizá habrá conflictos obreros, no sé. Ahora, si los rojos ganaran, lo que me parece poco probable, y siguieran una política como hasta aquí, sería la vida caótica y sin sentido.
A continuación se afincó durante algunos meses en el Colegio de España de París a pesar de las presiones del embajador, el socialista Luis Araquistáin, para que le expulsasen. En la capital francesa sobrevivió gracias a los artículos que le publicaron en Argentina, México y Chile. Entre sus recuerdos de los primeros días de la guerra, destacó que "en el periódico de Madrid, Claridad, inspirado por ese pedante mediocre de Largo Caballero, al contar que yo había sido preso en Navarra por los carlistas, se dijo que era una lástima que no me hubieran fusilado".
El 1 de noviembre de 1936 publicó en el Diario de Navarra un artículo, titulado "Una explicación", en el que resumió su enemistad hacia la República:
Meses antes del advenimiento de la República, a mí me asombraba el que la mayoría de escritores y profesores de Madrid, Ortega y Gasset, Unamuno, Azorín, Marañón, etc., no vieran que detrás de la República tenía que venir un intento de revolución social y de comunismo, en parte dirigido por los judíos de Moscú (…) El parlamentarismo no ha demostrado más sino que es un buen medio para los arribistas, para los ambiciosos que van a hacer su carrera. Con la gran batalla política y parlamentaria, vino lo que se llamó el enchufe y vimos a ministros, a subsecretarios y a diputados echándoselas de conquistadores en automóviles charolados, con cupletistas y carreras en restaurantes y cabarets, en una cachupinada continua (…) La serpiente [Azaña] hizo su nido en el Palacio Real y pensó cambiar las decoraciones, para él poco lujosas, y ser algo como el Rey Sol de la República. ¡Pobre gente! Y todo ha estado a la misma altura (…) Este tumor o este absceso formado por mentiras, es de desear que lo saje cuanto antes la espada de un militar.
Poco después insistiría en su desagrado por ambos bandos, pero también en su preferencia por Franco:
En este momento en que blancos y rojos luchan con una rabia desesperada y sádica en España, no parece que pueda haber solución intermedia. Esto es lo peor. O dictadura roja obrera o dictadura blanca militar. No hay otra alternativa. Yo no soy un reaccionario, ni un conservador. Tampoco tengo intereses prácticos en uno u otro bando (…) A pesar de todo, creo que una dictadura blanca, que permitiese una libertad espiritual, sería preferible para España que una dictadura roja. Una dictadura estilo Primo de Rivera podía ser soportable. Una dictadura roja en todos los países es lo mismo, un poder lleno de equívocos, de intenciones oscuras y de petulancia.
En septiembre de 1937 regresó a la zona nacional y cuatro meses después viajó a Salamanca para jurar como miembro del recién creado Instituto de España. Aceptó con indiferencia que la editorial Reconquista recopilara fragmentos de libros anteriores bajo el curioso título de Comunistas, judíos y demás ralea. No participó ni en la selección de textos, ni en el título ni en el disparatado prólogo en el que Giménez Caballero le consideró "precursor español del fascismo" por su novela César o nada, publicada por entregas en el diario lerrouxista El Radical en 1910.
Volvió a establecerse en París durante otro año y regresó definitivamente en junio de 1940, ante el avance de los tanques alemanes. Pasó los últimos años al margen de la vida pública, tan indiferente hacia el régimen franquista como éste hacia él.
En 1949, siete años antes del fallecimiento de Baroja, el jesuita Antonio Garmendia de Otaola, guipuzcoano como él, publicó una guía literaria en la línea de la editada cuarenta años antes por el padre Ladrón de Guevara. Titulada Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y de la moral, no fue más benévola que aquélla con el impío don Pío: "Autor antiespañol, anticatólico y antihumano".
Tan alta distinción probablemente arrancase una amarga sonrisa a quien había escrito diez años atrás, con los fusiles todavía humeantes, que "la guerra civil no ha dejado más que un reguero de crueldad, de barbarie, de bajeza, un odio escondido que no desaparecerá ni en cien años".
(Éste es uno de los capítulos del libro recién publicado La gran venganza. De la memoria histórica al derribo de la monarquía).
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[1] Verso del Dies iræ: “Dies iræ, dies illa, / Solvet sæculum in favilla”. “Dia de ira, aquel en que el mundo se reduzca en cenizas”. (N. de la R.)
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