La sociedad rusa comenzó su deriva hacia la revolución en 1861, cuando la liberación de los siervos inició un camino de reformas occidentalizantes que acabaron con el sistema que rigió durante siglos el imperio de los zares. La mayor parte de los críticos de esas políticas eran defensores del pensamiento progresista y liberal; para ellos, la principal objeción que se podía enunciar contra las reformas era su insuficiencia, su conservatismo, sus resabios arcaicos. Frente a esta corriente mayoritaria se encontraban voces discrepantes, como la de León Tolstoi y su utopismo cristiano y agrario, negador de la cultura y de la civilización, que soliviantaban por su interpretación radical del Evangelio. Pero no todo en Rusia era nihilismo, también surgieron observadores lúcidos que veían con mucha antelación los peligros que se aproximaban no sólo para el imperio de los Romanov, sino para toda la civilización: a este escogido número pertenece Konstantin Leontiev (1831–1891), ensayista muy desconocido en Europa y olvidado en su patria desde 1917.
Nacido en el seno de una familia noble y terrateniente de la Rusia central, Leontiev llevará una vida viajera al servicio de la diplomacia rusa en los Balcanes, hasta que una creciente vocación religiosa le decida a abandonar la vida activa, tomar las órdenes y dedicarse a la contemplación. En sus últimos años residirá en el monasterio de Optina Pushtin y morirá en el de la Trinidad de San Sergio. Pese a una inicial pertenencia al círculo progresista de Turgueniev, Leontiev se irá desligando del liberalismo y virará hacia opciones abiertamente reaccionarias, que le llevarán incluso a enfrentarse a los paneslavistas, corriente principal del nacionalismo ruso. Escritor elegante y buen polemista, su obra quedó desperdigada o inédita y fueron sus amigos los que la salvaron para la posteridad con la publicación de sus escritos en 1913.
Frente al entusiasmo progresista de su época, Leontiev ve con desconfianza los signos aparentemente más victoriosos del avance técnico, como el ferrocarril y la industria. En una reseña de la vida del arzobispo Nicanor de Odessa (1826–1890), expone las ideas de este pensador ortodoxo acerca del fin de los bosques y de los recursos naturales que traería la extensión del progreso técnico, así como la degradación de la vida con la llegada de nuevas necesidades y, sobre todo, por el dominio del afán de lucro y las prisas, esa velocidad endiablada de la técnica que el hombre no es capaz de frenar. Esto, escrito en el siglo XIX, fue verdaderamente original, ya que nadie era capaz de ver los límites y peligros del avance técnico en aquella época de entusiasmo por la máquina, salvo Julio Verne.
La actitud de Leontiev frente a Occidente era una mezcla muy rusa de admiración y rechazo. Si bien elogiaba la complejidad creadora y la fortaleza de las instituciones europeas, también veía la inminente decadencia de nuestra civilización y consideraba al hombre occidental y sus ideales progresistas como un agente nocivo, tal y como tituló en su ensayo El europeo común, arquetipo y herramienta de la destrucción universal, publicado en 1912 y escrito posiblemente entre 1872 y 1884. Leontiev ve en el progreso decimonónico un apogeo de la máquina y una simplificación brutal de la sociedad humana. Todo un proceso revolucionario cuyo fin último es un Estado mundial que acabe con la individualidad e iguale y simplifique las sociedades a la mayor gloria de una burguesía codiciosa y sus dos dioses tutelares: la máquina y el dinero. En relación con su país, anuncia el peligro comunista (en su tiempo impensable), que se impondría en Rusia como resultado de su occidentalización y de las tendencias atávicas del campesinado.
Como pensador, Leontiev anticipa a Spengler, aunque de manera menos erudita y coherente. En su obra Bizantinismo y mundo eslavo (1875), afirma que los Estados y las culturas pasan por tres fases: la primera, de simplicidad originaria. La segunda, de eclosión de la complejidad, que sería el momento de mayor esplendor de la cultura y el del Estado, que en Europa Occidental se situaría entre los siglos XVI y XVIII, y un proceso final de simplificación e igualitarismo, que en nuestro continente habría comenzado a partir de 1789. También estableció un período de longevidad para las culturas y sus formas estatales que alcanzaría una extensión máxima de entre mil y mil doscientos años. Estas teorías se volverán a encontrar un siglo después en la etnogénesis de Lev Gumiliov, el gran pensador eurasiático ruso. En este libro también critica acerbamente a Chernishevski y su obra ¿Qué hacer?, la novela esencial del radicalismo ruso que inspirará el título de uno de los ensayos más importantes de Lenin. Cuarenta años antes de las revoluciones que acabaron con la vieja Rusia, advierte: "Todo gran principio, llevado hasta sus últimas consecuencias con parcialidad y espíritu sectario, no solamente puede convertirse en mortífero, sino en suicida. Así, por ejemplo, si llevamos la idea de la libertad personal hasta sus últimas consecuencias, nos puede conducir, por medio de la más extrema anarquía, a un comunismo despótico más allá de toda imaginación, a la violencia legal y constante de todos sobre cada uno o a la esclavitud del individuo". No pudo ser más profético respecto al proceso que llevó de febrero a octubre de 1917. También indica en esa obra que los tres elementos que garantizaban la fortaleza del imperio ruso, la comunidad campesina (el mir), la autocracia y la iglesia ortodoxa, estaban siendo minados con las reformas liberales de Alejandro II y la recepción de las ideas europeas por la intelligentsia. Entre 1917 y 1921, Rusia conoció una rebelión agraria que bien puede decirse que fue la venganza del mir contra todos aquellos que pretendieron destruirlo.
Leontiev sólo ha sido publicado en Europa por Editions L´Age d´Homme en Francia; merece la pena sumergirse en sus páginas.