Goethe, clásico él donde los haya, aseguraba que ante la estupidez humana hasta los dioses son impotentes. Así que no digamos lo incapaces que pueden resultar en ese caso las opiniones ajenas. Hay además una estupidez malvada, la peor quizá, aquella que Sancho resumía cuando aseguraba que “no hay simple que no sea malicioso”. Muchos de los actuales y por lo general muy furibundos antifranquistas que no conocieron el franquismo entran en este último saco, en su miserable obsesión de batallar contra alguien que ya no existe, y justo porque no existe, pretendiendo arrogarse vengadores, justicieros que van a poner, están poniendo en su sitio a la figura y la obra del general, cosa que quienes vivieron entonces no pudieron, por uno u otro motivo.
La verdad es que sale barato y queda bien ir de “antifa”, ahora que no hay ni sombra de él, y si es que el régimen autoritario de las últimas décadas franquistas puede llamarse fascismo, que desde luego no. Léanse a Stanley Payne, en su breve, claro y jugoso libro El fascismo, para saber distinguir entre un fascismo –más o menos puro como el italiano, o racista como el alemán–, y gobiernos autoritarios militarizados, tipo el argentino de Perón, el portugués de Salazar y el español de Franco, por más que ciertamente en los orígenes de este último asomara el partido único y omnisciente, que pronto quedó relegado a nombre, gestos e insignias, en medio de una sociedad archiconservadora, pancista y por supuesto arbitraria.
Pero no es la obra de la dictadura franquista lo que los jóvenes neorrevolucionarios quieren eliminar, no crean. Pretenden simplemente tachar nombres y símbolos, como si ya con ello casi medio siglo de la historia de España no hubiera existido. No derriban los bloques de pisos sociales, no aran las carreteras, no arrasan las fábricas Seat o Renault ni dinamitan los pantanos, no. Les quitan el escudito, la plaquita, el cartelito, el águila de san Juan, y de inmediato, ¡oh, maravilla!, aquel pantano, aquellos edificios, puentes y vías de comunicación no fueron construidos durante el mandato de Franco. Es decir, sencillamente se miente, se engaña a generaciones futuras, que en vista de tanto escudo monárquico campeando en tantos sitios pensarán, caramba, que la monarquía ha hecho casi todo lo que se ve alrededor (Veo venir sabrosas tesis doctorales al respecto.) Con la mutación del icono, pero la permanencia del objeto se pretende que se olvide bajo qué sistema político se hizo aquello. Es decir, se admite la necesidad, la utilidad de lo que sea, pero callando su origen, mintiendo sobre su autoría ¿Cabe más rastrera villanía en cuanto a atentar contra la memoria? Por supuesto que justo eso, la Damnatio Memoriæ fue y es práctica común en el tratamiento de textos e imágenes, desde los egipcios hasta nosotros, pasando por los romanos, la Edad Media, la morisma y la contemporaneidad. Pero ¿se han parado a pensar lo mísero y acomplejado de quienes lo han llevado a cabo, justo por ese admitir que se hizo algo útil que se utiliza y disfruta, pero se busca esconder o sustituir a su autor? Si se reniega del franquismo, se quita la placa y acto seguido se vuela por los aires el pantano, ¿verdad? Pues no. Y para mayor sarcasmo, semejante barrido referencial se hace en nombre de una llamada memoria histórica. Otro sandio pleonasmo, propio del inefable genio zapateril ¿Acaso la historia no es en sí memoria? ¿Es preciso para recuperar restos o hechos de los derrotados en la guerra hacer desaparecer las obras y signos de los victoriosos, como si todo hubiese ocurrido al contrario? La ofensiva neoantifranquista tiene además otros frentes no menos significativos. El primero es la machacona insistencia en que el gobierno del Frente Popular contra el que se hizo la sublevación era justo, benéfico y legítimo, cualidades todas más que cuestionadas por estudios de lo más objetivo y reciente. Pónganse al día y léanse a Julius Ruiz, a Stanley Payne y a Álvarez Tardío y Villa García, por ejemplo. Lo hemos escrito otras veces, pero repetimos ¿Cómo no estarán de estremecidos en sus tumbas todos los que ahora se califican de muertos por la democracia y la libertad, cuando en lugar de esos despreciables valores burgueses morían en verdad por la dictadura del proletariado y el comunismo libertario? Pero ahora, esa izquierda vengativa de léxico burgués cuenta con el permiso y bendición de una derecha que reniega de sus orígenes, que se avergüenza de haber salido del franquismo y abomina de él. Matar al padre. Freud puro. Y qué diremos de una Iglesia a la que el régimen del general concedió en privilegios, estipendios y reconstrucciones mucho más de lo que había imaginado, y la Iglesia imagina mucho…. Como asegura un amigo, profesor de historia, ni Felipe II hizo por la Iglesia española, en cuanto a personas, edificios y prerrogativas, lo que Franco le concedió. Para renegar de él, ahora que ya es solo recuerdo y una tumba. Claro, quizá por ello.
Toda esa neurótica vesania contra una dictadura que ya no está es la que de forma macarra y barata exhiben ahora gentes que no conocieron el régimen, y que como decimos, por mucho que les duela, disfrutan un estado liberal que de manera muy singular derivó de él, cosa imposible de haber ganado la guerra la cada vez más bolchevizada República. ¿O hay alguien que piense que, de haber triunfado el doctor Negrín, la Rusia soviética no hubiera cobrado un precio proporcionado a la ayuda que estaba otorgando?
Para quienes de jóvenes y no tan jóvenes formábamos la exigua minoría antifranquista que ahora se postula inmensa, nuestro gran error fue sencillamente pensar que el enemigo de un malo era necesariamente un bueno. De ahí que –incomprensiblemente hoy– simpatizásemos con ETA, con cualquier movimiento izquierdoso, libertario, socializante, antisistema y Cristo que lo fundó. Sencillamente porque era antifranquista, y punto. No caímos en la cuenta –quizá en España teníamos derecho al error– de eso, de que el enemigo de un malo puede ser un peor. Y en este caso era un peor. Un mucho peor que implosionó por su propia maldad e incompetencia, sin que mediara muerte de dictador ninguno. El comunismo de Estado reventó salpicando de triste emigración la Europa que había pretendido destruir, y los países que aún lo representan, tal que Corea del Norte, Cuba, y recientemente Venezuela y Nicaragua, recién llegadas al club, no pueden mostrar mejor las terribles lacras de un sistema que para crear el paraíso en la tierra se embarca en un infierno sin salida. De China no hablaremos porque, con su partido único y capitalismo salvaje, es una de las cosas más parecidas al desarrollismo franquista de los años sesenta.
Vista la debacle del comunismo de Estado y la podredumbre económica, ecológica y social que dejó, los neoantifranquistas deberían pensárselo dos veces, o tres. Ellos, perdón por la inmodestia, creo que tienen menos derecho al error que tuvimos quienes en una u otra forma nos enfrentábamos a la dictadura del general. Pero ahora no. Ahora se sabe cómo era el Gulag, cómo se secó el mar de Aral, cuántos millones mató Pol Pot o se sacrificaron en las hambrunas de Ucrania, cuánto torturó y asesinó la KGB, o la Securitate rumana, o la Stasi en Alemania Oriental, cómo era la pasmosa vergüenza del muro berlinés, etc., etc, y sobre todo, cómo terminó toda aquella larga y bestial tragicomedia. Ahora no hay tanto perdón para la juventud podemita que pretende revivir, justo por no haberlo vivido, un oscuro e hipócrita mundo de sonrisas en los carteles y terror en los corazones. He escrito y escribiré varias veces sobre esto porque es una falacia siniestra que me preocupa. Por mucho que se abomine de la dictadura franquista, que lo fue. Pero su alternativa era el Gulag. Nada de la democracia y la libertad. Eso era otra cosa muy distinta, y aunque hoy se repitan en placas conmemorativas de los represaliados, por esos dos valores apenas luchaba nadie.