Para Nastya y Toño,
a quienes agoté en infinitas visitas
a iglesias, monasterios y sepulcros.
En el sur del viejo Moscú, una vez cruzado el río, hay dos lugares que, pese a su interés, rara vez atraen la curiosidad de los viajeros y nunca, afortunadamente, la de los turistas. Esto permite realizar sosegadas y melancólicas visitas a monumentos de singular belleza, donde se puede disfrutar del arte que ha generado la profunda, mística y hermosa espiritualidad del pueblo ruso. Los dos sitios tienen, además, un triste sino histórico, al ser tiznada su belleza con la violencia y la brutalidad connaturales a la peste marxista.
El primero de esos enclaves es el monasterio de Marta y María, mandado construir por la gran duquesa Isabel —hermana de la última zarina, Alejandra Fiodorovna—, quien, tras el asesinato de su marido, el gran duque Sergio, fundó una comunidad religiosa y se dedicó a una vida de oración y entrega a los más pobres. Es una joya del arte modernista ruso, sencilla pero exquisita, que fue adornada con pinturas de Mijail Nesterov (1862-1942), un maestro prácticamente desconocido entre nosotros, pero al que podemos definir como un seguidor de Rubliov que usa las técnicas pictóricas de Occidente. Es uno de esos grandes pintores rusos que la opinión supuestamente culta de Europa ignora, como Yuon, Deineka, Serov o Zinaida Serebriakova: a la senil academia de nuestras vanguardias le basta para regurgitar su repetitiva mediocridad con los bodrios de Malevich y El Lissitzky. Pero volvamos a Moscú: la gran duquesa Isabel entregó los doce últimos años de su vida a realizar obras de caridad y a ayudar al prójimo. Los bolcheviques premiaron su vocación de renuncia golpeándola con las culatas de sus fusiles y lanzándola al fondo de la mina de Alapaievsk con varios de sus familiares y una monja de su orden. Días después de estas atrocidades, los lugareños que pasaban por los alrededores aún escuchaban las voces desfallecientes de dos mujeres cantando himnos al Señor. Hoy es una santa muy venerada de la Iglesia ortodoxa.
Pero, por su trascendencia histórica, es el monasterio de Donskoi el que más nos atrae. Mandado construir a finales del siglo XVI por Fiodor Ivanovich, el hijo de Iván el Terrible, este hermoso monasterio barroco ruso se convirtió en el más importante de los cenobios fortificados que rodean Moscú por el mediodía y en un centro de poder espiritual y religioso hasta la fatídica revolución soviética, ese sangriento paréntesis de la historia rusa, especialmente entre 1917 y 1941, más parecido a una dominación extranjera que a un régimen nacional. Durante la tiranía bolchevique, Donskoi se convirtió en el refugio del patriarca y de la espiritualidad ortodoxa, en una suerte de desván de la vieja Rusia, tenido en rehén por un régimen ateo, antirruso y genocida. Como recuerdo de aquella época, uno puede contemplar en los muros del cementerio los restos de la magnífica decoración arquitectónica del Templo de Cristo Salvador, volado por Stalin en 1931, y que depositaron allí las alimañas de la cheka. Eso de quemar palacios, iglesias y conventos está en el genoma de los que se proclaman a sí mismos "defensores" de la cultura, no es una exclusiva de las bestias frentepopulistas hispanas. Los atentados urbanísticos de Ceausescu en Rumanía o del antiestético régimen títere de Berlín Oriental aún están, por desgracia, en pie. Sólo en la Bulgaria de Zhivkov se mantuvo el respeto por el pasado nacional.
Mientras duró el régimen soviético, Donskoi permaneció al margen, mientras brillaba el monasterio de Novodevichi, donde se enterraban los jerarcas de la dictadura. En Donskoi, ocultos, se custodiaban los restos del patriarca Tijón y, sobre todo, se guardaban en inmensas fosas comunes los cadáveres de miles de víctimas del comunismo, fusilados en las explanadas cercanas o ahorcados en las cárceles de Moscú; desde los héroes que combatieron a los sátrapas rojos, como los cosacos de Krasnov y Shkuro, hasta los sayones que les sirvieron, como el cruel y brutal Tujachevski. Mezclados bajo la tierra santa de Rusia, yacen cerca de cuarenta mil víctimas del comunismo, uno de los conjuntos de fosas comunes más grandes del mundo y que, por supuesto, nunca ha sido abierto ni entregado a ningún tipo de "memoria" histórica. Con bastante buen tino, el pueblo ruso ha decidido que sean los muertos los que entierren a los muertos. Compárense esto con la saña necrófila y cainita de nuestra izquierda, que tiene la desvergüenza de afirmar que España es el país con más fosas comunes del mundo. Deberían darse un paseo por las verdes explanadas de Donskoi estas acémilas de la memoria "histórica", aunque sólo fuera para pastar.
Pero Donskoi, aparte de la hermosura de su sobor o templo principal, con su alarde de decoración barroca y sus ceremonias sobrecogedoras (lector, no te vayas de Rusia sin asistir a una misa ortodoxa. Entonces comprenderás que la Iglesia católica humilla y profana el culto de Dios), tiene un cementerio que es la negación del mausoleo de Lenin, ese agente alemán, y de los lujosos sepulcros de los carniceros estalinistas en Novodevichi. Sencillo, umbrío, con un toque decimonónico y provinciano, en Donskoi se entierran los hombres que representan a la verdadera Rusia, los que mantuvieron su espíritu frente a quienes trataron de arrancarle el alma a esta nación valiente, artista y piadosa. Así, después de la caída de la URSS, el caudillo blanco Denikin y su hija, Marina, pudieron regresar y fundirse en la tierra que les vio nacer. Y, en una ceremonia emocionante, el heroico general Kappel volvió desde Harbin a Moscú para ser inhumado como una gloria de Rusia en esta necrópolis del honor. Faltan por retornar desde Belgrado los restos del barón Wrangel para se restituya a Rusia un último girón del hermoso tejido que Lenin desgarró con el furor de un maníaco.
Y, por supuesto, no podía faltar entre los moradores de Donskoi los intelectuales, como el filósofo Iván Ilyin y Aleksandr Solzhenitsin, el escritor de Archipiélago Gulag y el novelista genial de Un día en la vida de Iván Denisovich y de El pabellón del cáncer. Solzhenitsin representa la voluntad de resistencia y la fuerza de la verdad frente al imperio en apariencia todopoderoso de la mentira. ¿Cómo no recordar su visita a España en los años setenta y las infamias que sobre él soltó la agria crema de nuestra intelectualidad progre? Ahí han quedado, en negro sobre blanco, para eterna vergüenza de quienes siempre han carecido de ella. Da igual, ya sus difamadores son pasto del olvido mientras Solzhenitsin se alza como un gigante de las letras y como un referente del eterno espíritu ruso. Y, para nosotros, como un ejemplo y una esperanza del triunfo de la verdad frente al poder. Si torres tan altas cayeron, ¿qué no pasará con el mísero engendro del posmarxismo?
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