La ciudadanía mundial: contra la democracia

El gran proyecto de la Agenda 2030 de la ONU consiste en sustituir nuestras “viejas” soberanías nacionales por un espacio nuevo de “convivencia mundial”.

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La nueva Ley de Educación del gobierno socialista incluye una asignatura de “Educación en Valores cívicos y éticos”. Esa asignatura pretende, entre otras cosas, educar a los jóvenes españoles en “el desarrollo sostenible y la ciudadanía mundial”. Atentos a eso de la “ciudadanía mundial”, porque no es sólo literatura. La fórmula recoge literalmente los propósitos de la Agenda 2030 de la ONU, que cada día se muestra con más claridad como el catecismo ideológico de la globalización. Por decirlo en dos palabras, el gran proyecto consiste en sustituir nuestras “viejas” soberanías nacionales por un espacio nuevo de “convivencia mundial”. La idea puede sonar bien desde el punto de vista sentimental, pues todos, por definición, preferimos llevarnos bien con el prójimo antes que matarnos sin tregua. El problema es que, en la vida real, lo sentimental no es más que un factor entre otros muchos, y lo que se nos pide a cambio de ese supuesto bienestar emocional es renunciar a cualquier capacidad real de decidir cómo queremos vivir. Es decir, que se nos invita (sin decírnoslo) a renunciar para siempre a lo político.

La ciudadanía mundial es un contrasentido terminológico. El mundo no es ni puede ser una ciudad, ni siquiera metafóricamente. En términos políticos clásicos, la ciudad, la Polis, es el escenario de la vida pública y, por tanto, también del poder, de la representación, de la participación, etc. Es el lugar donde uno ejerce (o conquista) derechos y libertades y, asimismo, donde uno puede aspirar a cierta seguridad frente a propios y ajenos. Es decir, que la ciudad es la comunidad política. Uno puede imaginar polis pequeñas como Atenas o grandes como Rusia, pero siempre estamos hablando de espacios delimitados por reglas e instituciones, donde el ciudadano sabe quién manda y por qué, quiénes son sus vecinos, quién habitó la casa antes que tú y a quién se la dejaras después, a quién hay que pedir cuentas si las cosas van mal, etc. Por el contrario, el “mundo” no tiene nada que ver con eso. El “mundo”, a efectos políticos, es un concepto perfectamente abstracto. No se puede ser “ciudadano del mundo” porque en el planeta hay innumerables pueblos y espacios de poder, cada cual con sus propias características culturales, económicas, geopolíticas, etc., de forma que es imposible sentar las reglas de esa supuesta ciudadanía. En suma, la “ciudadanía mundial” no es más que un juego de palabras.

¿Mera retórica sin consecuencias? No, en absoluto. El concepto de ciudadanía mundial desciende directamente de la matriz ideológica de la Ilustración, y en particular del clásico de Kant “Ideas para una historia universal en clave cosmopolita”. El pensamiento paleoilustrado parte de la base de que el hombre es el mismo por todas partes y que lo que define a la especie es la razón, que se presume también igual en todos los hombres. A partir de ahí, se deduce “naturalmente” la necesidad de un orden político racional cuyo ámbito se extienda al conjunto de la especie humana, una suerte de Estado Mundial. Lo que hoy conocemos como “globalismo” hunde ahí sus raíces. Su manifestación más evidente es la progresiva disolución de las soberanías nacionales en otros ámbitos de soberanía que absorben cada vez más competencias. Hoy se intenta imponer un consenso autodenominado “progresista” sobre la idea de que este proceso es sustancialmente bueno. Sin embargo, el hecho es que estamos ante el desmantelamiento de uno de los rasgos esenciales de la condición humana, que es su carácter de “zoon politikon”, de animal político. Que esto entre en los programas de enseñanza es enormemente elocuente.

Para que lo sepan los rapsodas de la globalización: la “ciudadanía mundial” significa, de entrada, que cualquier democracia se hace imposible. Toda democracia exige la existencia previa de un demos,un pueblo. Ciertamente, podemos interpretar ese pueblo como una mera suma aritmética de individuos cualesquiera o como un conjunto orgánico de personas unidas por vínculos previos (de cultura, origen, etc.), y este es uno de los debates clásicos de la ciencia política, pero en ambos casos estamos hablando de un grupo humano concreto e identificable, que vive en un territorio bien delimitado y en un espacio de cuyo orden es responsable. Ese pueblo, ese demos, puede aspirar a participar en el poder precisamente porque vive en un espacio concreto, es decir, porque hay un sitio físico donde ejercerlo, donde es factible decidir, donde es posible imprimir un orden. Pero si no hay ciudad, porque es sustituida por todo el planeta, entonces no hay espacio, y sin espacio no hay tampoco demos, y si no hay demos, no hay democracia. El único poder imaginable en esa fantasmal ciudad-mundo sería el de unas oligarquías tecnocráticas (en fin, más o menos) que pactan tales o cuales decisiones sin que los pueblos concernidos puedan hacer otra cosa que obedecer. Lo cual es, muy visiblemente, el escenario al que nos quieren llevar hoy.

¿Ciudadanos del mundo? Eso es tanto como dejar de ser ciudadanos. Dicho de otro modo: hoy la batalla por la democracia es la batalla por las soberanías nacionales, es decir, por escenarios donde el poder es todavía visible. Y todo lo demás es la música del flautista de Hamelin.

© Posmodernia

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