El crepúsculo de los dioses

Se establecerá en Constantinopla el centro de un culto mundial, en el que la salvación de la propia alma está por encima de la salud de la patria o de la continuación del linaje. Donde la esperanza en una vida en el más allá vuelve relativas y hasta pecaminosas las urgencias del más acá.

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No es extraño que ahora reviva la polémica entre cristianos y paganos, que galileos y helenos vuelvan a enfrentarse, porque estamos en una situación similar. Nada más parecido a la Roma del Bajo Imperio que la Europa actual, dominio del último hombre nietzscheano: el homúnculo descreído, materialista y acomodaticio..., el demócrata. En esta época incapaz de crear, regresiva, tan nihilista que siente alergia ante todo valor que se intuya eterno, no podemos sino ver un reflejo de la Roma cosmopolita, ecléctica y oligárquica de los siglos III y IV. En aquel tiempo, las instituciones de la República eran ya sombras, nombres vacíos que evocaban viejas historias. El poder se concentraba en una plutocracia cada vez más reducida de grandes magnates y de emperadores que no eran sino centuriones alzados sobre el pavés por un capricho de la soldadesca. Habían desaparecido el Pueblo y el Senado romanos, que conquistaron el mundo gracias a sus legiones de soldados campesinos, a su dureza de carácter –que les permitió sobrevivir a los golpes de galos, cartagineses y germanos– y al culto de la civitas, de la gens y de la dignidad personal. El Senado de los siglos II a V se componía de una serie de millonarios de dudoso origen, dueños de inmensas fortunas inmobiliarias. El pueblo era una chusma urbana que tenía el pan y el circo asegurados, sin más pasiones que el anfiteatro y el hipódromo, y que aceptaba cualquier novedad que viniera de fuera, sobre todo si era religiosa y alimentaba su histérica sed de misterios. Amiano Marcelino es el último gran historiador que nos cuenta cómo era la vida en esa capital que la mayor parte de los dirigentes militares del Imperio apenas visitaba una o dos veces tras decenas de campañas. 

Desde el siglo II no encontramos patricios en los fastos consulares, y los viejos nomina que hicieron la gloria de Roma se ven sustituidos por los de libertos, provinciales y bárbaros. El orden social, cimentado en la autoridad absoluta del paterfamilias, se había relajado y las damas dominaban la sociedad. Nunca como desde los Severos hasta la casa de Teodosio tuvieron las mujeres un papel tan importante en el mundo antiguo. Nunca tampoco las esposas fueron menos fértiles, problema que se remontaba a la era de Augusto, como se puede leer en Suetonio. Tampoco Roma había conocido el poder de los eunucos, creciente a medida que la autocracia se consolidaba, en especial desde Constantino. Los romanos tuvieron que soportar que engendros como el emperador Heliogábalo se entregasen como "esposas" y "sacerdotisas" a los dioses de Oriente. Cuando la Urbe se cristianiza ya no hay que buscar a Roma en Roma, cuyos muros tienen que ser reedificados por Aureliano, quien ve bien claro que la Ciudad Eterna no es la invulnerable civitas de Augusto, aquella que rebasaba la vieja muralla de Servio Tulio porque se sentía fuerte y segura al amparo de su limes y de sus veteranos legionarios.

Constantino es el ejecutor de una transformación del Imperio militar en una autocracia sagrada. No hace sino solucionar una contradicción que las nuevas formas de la sociedad romana imponían: los dioses de la civitas, los manes, los lares y los penates ya no sirven a la nueva civitas urbana, cosmopolita y autocrática, que sólo es romana de nombre. Desde que Caracalla, en el 212, hace ciudadanos a todos los habitantes el imperio, desaparece en la práctica la distinción entre bárbaro y romano. Esta es la evolución final de la política que iniciara César al introducir a galos en el Senado. El despotismo oriental que poco a poco se impone en Roma, definitivamente consolidado por Diocleciano, necesita súbditos homogéneos, esclavos universales que sigan las mismas normas y ejemplos, tanto en la diócesis de Hispania como en la de Egipto. El imperio del siglo IV, que pronto será bizantino, es incompatible con naturaleza republicana, gentilicia –étnica– y ligada a instituciones aristocráticas como el Senado. Cultos demasiado romanos para lo que se quiere imperio universal, regido por la voluntad omnímoda de un emperador–dios. Cultos, además, en los que sólo una selecta minoría ciudadana creía, pero no en el sentido individualista en el que hoy creemos, sino en el patriótico. Cuando se oficiaba ante los dioses de Roma, se intentaba propiciarlos para que protegieran la res publica cuya cabeza era el emperador, un poderoso jefe militar divinizado. Pero un imperio universal, asiático, dominado por una corte de eunucos y mujeres, necesitaba un dios universal, emotivo, femenino y con un contenido mistérico al alcance de cualquier inteligencia.

Al romano de los siglos III a V ya no le bastan los dioses quírites, los espíritus del etnos. La sociedad urbana está muy lejos de los granjeros pobres que conquistaron primero Italia y luego el mundo. Ya no son los duros, ásperos, valientes y crueles dominadores que ansiaban más y más tierra para una plebe en perpetua pugna con la aristocracia senatorial. Tanto los populares de Mario como los senatoriales de Sila eran historia; las luchas sociales fueron superadas por César y Augusto en un ejemplar equilibrio entre ambas tendencias, pero también dejaron con ello sembradas las semillas de la futura ruina. La crisis del siglo III manifestó el proceso de extinción del verdadero pueblo romano, que había quedado oculto con el esplendor de los Antoninos. Ni en los peores extremos de la decadencia faltaron viejos y buenos ejemplos de la casta de los escipiones, desde Aecio hasta el infortunado y grande emperador Mayoriano, pero el mundo antiguo entraba en una transformación espiritual y política que ningún talento, ningún esfuerzo, ninguna ley podía desviar porque Roma ya no era romana.

En la Hélade y en el Lacio surgieron dos grandes culturas que se basaban en instituciones como el patriarcado, la pertenencia a un linaje que se enraíza en una civitas, la conciencia de ser ciudadano porque se es soldado y el culto a la gens y a la patria como divinidades comunitarias. La conciencia del pueblo como comunidad de sangre era en Roma, Atenas o Esparta inseparable de la idea republicana. El mundo clásico, el de la Atenas de Pericles o la Roma republicana, no se formó por cosmopolitas sin patria, sino por ciudadanos–soldados muy conscientes de su linaje y de su pertenencia a una tierra y a una polis. De griegos y romanos nos viene el muy significativo concepto de bárbaro, aquello que no pertenece al propio etnos y que se rechaza instintivamente, que se combate en Maratón, en Salamina, en Cannas o en los Campos Cataláunicos. Es ese acto reflejo cultural el que lleva a Catón a exigir la destrucción de Cartago, a Alejandro a quemar el palacio de Persépolis, a los romanos a odiar el despotismo asiático de Antonio y Cleopatra. Son estos hombres los que construyen el Partenón y esculpen el espléndido Altar de Pérgamo, símbolos supremos de la lucha del helenismo contra la barbarie, que nos dejan un legado esencial para entender Europa. 

El cristianismo fue el culto oriental muy helenizado que dominó un imperio que era ya más asiático que europeo, donde el peso económico de Oriente superaba con mucho al atraso de Occidente. Que Constantinopla sustituyera a Roma no fue ningún capricho, sino una sabia decisión política de un emperador que sólo era romano de nombre. Un despotismo oriental debía tener una capital en Oriente, sin las raíces gentiles de Roma; una nueva Urbe que empieza de cero, puramente cristiana, universalista, sede de un serrallo en el que pronto reinarán las Eudocias, las Pulquerias, las Teodoras y sus séquitos de eunucos. Aquí se establecerá el centro de un culto mundial, en el que la salvación de la propia alma está por encima de la salud de la patria o de la continuación del linaje. Donde la esperanza en una vida en el más allá vuelve relativas y hasta pecaminosas las urgencias del más acá. La tan censurada intolerancia cristiana no es un pecado de la nueva religión, sino una necesidad social. Cuando Teodosio firma el Edicto de Tesalónica está sustituyendo una religión de Estado por otra. No hay soberanía política sin religión y sin principios morales. Incluso ahora sucede: ¿qué es, si no, la intolerantísima religión de la corrección política?

El cristianismo no es la causa del fin del Imperio Romano, sino un efecto de su decadencia. El resultado de doscientos años de sociedad del bienestar, de cosmopolitismo, de pacifismo (el imperio romano era garantía de paz y hacía de ella el emblema de su política) y también del olvido y agotamiento de las raíces de la grandeza del mundo antiguo, tanto en Grecia como en Roma. Pero el cristianismo no sólo dominó Constantinopla, Roma y Rávena. Poco a poco dejó de ser una religión urbana y se introdujo en el pagus, el campo, donde una sabia política de adaptación de la religión natural al régimen ideológico del Imperio permitió el surgimiento de un cristianismo popular, ligado a las montañas, a las fuentes, a las cuevas, prodigiosamente rico en folklore y magia. Todo ello pese a las inútiles protestas de los clérigos como san Martín Dumiense, que parece reflejar en su obra las mismas supersticiones gloriosamente vivas en el norte de España hasta principios del siglo pasado. Por otro lado, también supo adaptarse a la mentalidad de los pueblos germánicos que entraban en Roma como mercenarios primero y como dominadores después. Su mentalidad guerrera, ligada a la sippe, a la lealtad al jefe y al honor, sólo podía volverse cristiana si la cruz y la espada se armonizaban. Y así surgieron la caballería medieval, la cortesía trovadoresca y las monarquías hereditarias que edificaron la Europa feudal y moderna. La misma que volverá a rechazar al Oriente bárbaro en las Navas, en Lepanto, en Viena.

Hoy la Iglesia ha dejado de ser europea porque se adapta a un nuevo poder universal. El Concilio Vaticano II se entregó a un relativismo marxistoide y ecumenista que quería hacer borrón y cuenta nueva de dos mil años de cultura de Occidente. Si Roma ha dejado de creer en las verdades eternas y se niega a defenderlas desde el púlpito y la calle, es normal que el clero deserte y su grey se disperse. Si la Iglesia renuncia a la Unidad Católica, ¿cómo evitar que otra religión de Estado ocupe su puesto, ya sea la corrección política de las desmedradas élites o el vibrante islam de los nuevos europeos? El gran problema de los tiempos presentes es que ya no podemos ser cristianos ni europeos como nuestros abuelos. Somos los viejos, agotados y estériles romanos del siglo IV bajo un un nuevo despotismo oriental y femenino.

Sólo un Alarico puede salvarnos.

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