Que la democracia liberal es simplemente el disfraz que se pone la oligarquía para no asustar a la masa es algo que Spengler certificó hace ya cien años. Desde entonces ha llovido mucho, pero en un siglo todo ha seguido igual. El último ejemplo nos lo está dando Italia, donde la sacrosanta voluntad popular expresada en las urnas ha producido un resultado imprevisto, una extraña combinación de izquierdas populistas y derecha identitaria que ha puesto patas arriba la gobernabilidad del país.
Al presidente de la República no le han faltado arrestos para saltarse la voluntad nacional y boicotear el gobierno de coalición del profesor Conte por su desacuerdo con el pensamiento de otro profesor, el venerable Paolo Savona, un euroescéptico, al que se le iba a encomendar la cartera de Economía. El jefe del Estado italiano, Sergio Mattarella, al que El País define como un dique frente a las embestidas del populismo, recuerda peligrosamente con su acción a los vetos de Luis XVI en 1791 y a los remoloneos de Hindenburg en 1930. De hecho, el Brüning de Mattarella será el impopular Carlo Cotarelli, esbirro del FMI sin el menor apoyo parlamentario, quien –marca de la casa– pretende más Europa, más austeridad y más recortes. Justo todo lo contrario de lo que la gente votó. Mattarella, como tantos otros jefes de Estado en semejante situación, opta por atrincherarse en el boicot a la mayoría política y esperar que el tiempo juegue en su favor. Históricamente, estas jugadas cortoplacistas acaban exasperando a la gente y radicalizan las opciones de voto. Alcala-Zamora jugó a algo semejante en la España de 1934-36 y ya sabemos cómo acabó la cosa.
Mattarella se juega el impeachment, pero todo vale con tal de no entorpecer las políticas de Bruselas, de esa Unión Europea que se está convirtiendo en la cárcel de los pueblos, en un tinglado de banqueros y burócratas que operan sin la menor legitimidad democrática, sin apenas control parlamentario y con un desprecio mayúsculo hacia lo que es la base de su legitimidad: la soberanía de los Estados que la constituyen, que son preexistentes a ella y que encarnan, les guste o no a los oligarcas de la Comisión, la voluntad popular con mucha más transparencia que los opacos agios del Banco Central Europeo o los inútiles debates del superfluo y carísimo parlamento de Estrasburgo.
Juncker, en este caso, ha permanecido mudo, que es como mejor está; pero la UE no puede vivir sin pisar callos, sin escupir a la cara a sus pueblos y sin despreciar esa democracia de la que dice surgir. El comisario alemán Oettinger, el hombre de Merkel, la voz de nuestra ama, el Oberbefehlshaber de la Kommandantur Brussel, no pudo reprimirse y con la tradicional diplomacia y sutileza teutónicas, dignas de un Ribbentrop, amenazó a los italianos con que los mercados les enseñarían a votar lo que deben. Sobran los comentarios. Aunque luego se vio obligado a pedir disculpas, el exabrupto del germano sirve para ver con cristalina claridad lo que piensan los plutócratas de la UE. No olvidemos tampoco una breve aclaración semántica: los mercados son ellos.
Bruselas ha intervenido en los procesos electorales (apoyo descarado a Macron en Francia), ha amenazado a las naciones que quieren seguir siendo ellas mismas (Hungría, Polonia) y nos exige que nuestro voto sea el apropiado. Pero no olvidemos lo fundamental: la UE no es Europa, es su negación. La Europa de Bruselas es simple economía, un negocio, en el que, además, los pueblos son algo que debe ser destruido para dar paso a un melting pot sin alma, sin casta, sin tradiciones, donde la soberanía nacional, que es lo que garantiza la voluntad popular, se anule ante la omnipotencia de los poderes financieros globales, esos que pisotean la democracia cuando les conviene, basta con ver lo que han hecho de Trump. Bien está que se quiten la máscara y que muestren su rostro. Esperemos que nuestros primos italianos tomen cumplida nota.