Los españoles valoramos poco la educación. He llegado a semejante idea al observar que nadie se ha ocupado de los aspectos didácticos que originan la decisión de Irene Montero y Pablo Iglesias de desplazarse hasta Galapagar. Ha sido la cónyuga, lideresa y portavoza quien, con su habitual inteligencia y oportunidad, ha dejado caer una perla cultivada sobre la que los comentaristas hemos pasado de largo. Afirma la hipotecada pasionaria que el motivo de la compra del chalé de los seiscientos mil euros es la posibilidad de educar a sus hijos en un colegio público de su gusto, con un proyecto educativo que les resulta de gran interés.
Ciertamente, los padres, a la hora de elegir residencia, calibran los centros escolares de la zona, medida sensata donde las haya, sobre todo entre las familias de posibles: las compañías son muy importantes para los niños y no es lo mismo que los herederos de la aristocracia roja se críen entre emigrantes, kanis, chonis y quinquis –como puede pasar en un colegio público de Vallecas, Ascao, Usera o cualquier otro barrio del cinturón rojo madrileño– a que se eduquen en un pueblo pijoprogre, de clase media alta que vota PP o Ciudadanos y que alberga escuelas sin niños problemáticos, marginales y provenientes de un medio desestructurado. Es decir, que el lumpen debe integrarse, pero no con los hijos de la nomenklatura leninista, sino con los de los currelas que les votan. Los Iglesias-Montero no quieren para ellos lo que imponen por decreto a los padres de clase media o baja, quienes no pueden darse el lujo de mudarse a un pueblo elegante de la sierra para que sus hijos acudan a un colegio en el que no haya macarras y gamberros, donde los padres no lleven tirantas y tatuajes y donde no se escuche reggaetón.
Si esa decisión la hubiesen tomado unos padres cualesquiera, a los pedabobos progres (podemitas en su mayor parte) les hubiera resultado inaceptable por los tintes clasistas y hasta racistas que la motivan. Los Iglesias quieren un colego sin moros, negros ni poligoneros-poligoneras, por eso se aíslan en un chalé y evitan a sus nenes el olor a chotuno de la clase trabajadora. Esto no es ninguna novedad, especímenes como Nicu Ceausescu, los herederos de la dinastía Kim, los hijos de Stalin y demás vástagos de los emancipadores de la clase obrera se han educado en centros selectos y rodeados de los necesarios mimos, los que precisan quienes portan el genoma prometeico del nuevo hombre leninista.
Nadie más clasista que los defensores de la sociedad sin clases. Una amiga mía, moscovita castiza, me contaba que, de pequeña, en los años setenta, sus parientes no se atrevían a detenerse mucho en los barrios de la nomenklatura para no parecer sospechosos mirones en un barrio de ricos. Para el pueblo se edificaron las jrushovkas, colmenas prefabricadas llenas de familias, que, con todo, eran mejores que los pisos comunales de los años treinta. Para los dirigentes del Partido se construían estupendas dachas en las hermosas y aireadas afueras de Moscú. El lector se preguntará, con razón, por qué se edificaron semejantes columbarios de hormigón en vez de llenar la inmensa y vacía Rusia de dachas unifamiliares. No sólo por las urgencias de la reconstrucción de la postguerra, sino porque los dirigentes del Partido querían fomentar el espíritu comunitario, de hormiguero estalinista, entre el pueblo. Y nada mejor que las jrushovkas para vivirlo desde la infancia. Sólo la nueva clase, la oligarquía bolchevique, tenía derecho a una muy reaccionaria individualidad. Esta característica de los dirigentes comunistas está espantosamente marcada en Rumanía, donde uno puede ver hermosas ciudades habsbúrgicas, como Brasov o Hunedoara, deformadas por los barrios construidos por Ceausescu en los setenta, cuyo objetivo no era dar vivienda a quien no la tenía, sino homologar el hábitat tradicional (muy hermoso, por cierto) del campesino rumano con el del obrero de las ineficientes industrias urbanas. Sobra decir que esto no era aplicable a los héroes de la clase trabajadora; los Ceausescu, Pauker, Dej y compañía usufructuaron las residencias de los reyes y aristócratas durante los años de su gobierno.
Con estos antecedentes, ¿no es más que lógica la conducta de Montero e Iglesias? ¿Por qué tanto reproche? Se limitan a ser coherentes con la gran tradición comunista.