Los sondeos –ese arte adivinatorio moderno, construido con números y fórmulas (como la astrología) para darle una aureola de ciencia exacta– dicen que al PP le espera una catástrofe semejante a la de la UCD en 1982. No sé si tendremos la suerte de ver a semejante azote de la patria pasar al limbo de lo extraparlamentario, más bien creo que no nos caerá esa breva, pero en el caso de que así fuese, no podemos sino felicitarnos por el fin de un partido que ha destruido a la derecha en España, ha secuestrado los votos de los sectores liberales y conservadores del país y se ha pasado con armas y bagajes a la socialdemocracia. Su nulo perfil ideológico, su descarnada busca del poder a cualquier precio, su burda caza del voto, han convertido al PP en un desecho moral, en una ruina política, en una cloaca rebosante de detritus. Sin embargo, mucho me temo que el colapso del tinglado de Génova 13 no será ni tan demoledor ni tan definitivo como se merece; ese monipodio seguirá nutriéndose del voto cautivo, de los miles de electores que votan a Rajoy tapándose las narices para evitar que vengan los rojos. Algo que con el giro frentepopulista y cainita del PSOE es más que probable. Habrá que ver hasta qué punto el PP pagará las perpetuas decepciones y faltas de respeto con que aflige a sus ninguneados votantes. Desde luego, van listos los electores de derechas si creen que votando al PP van a impedir el dominio social de los rojos. A efectos prácticos, el voto al PP es exactamente igual que el voto al PSOE. Ninguno va a poner coto a la colonización de la vida política, cultural y cotidiana por la extrema izquierda. Al revés, están dispuestos a ser más progres que los progres. Los rojos son los populares.
El PP es el Partido del Poder desde que hace diez años abandonaron sus principios muy liberales y algo conservadores para convertir a la nave que botó Fraga en una socialdemocracia teñida de un rojo y gualda cada vez más desvaído. De esta forma, el PSOE perdió su centralidad y derivó hacia el sansculottismo, donde trata de hacerse un hueco a costa de Podemos. Hoy, en el mundo político hispano, nos encontramos con un partido de extrema izquierda totalitaria (Podemos), otro de izquierda dura impostada (PSOE), otro de liberales de izquierda (Ciudadanos) y, finalmente, otro ecléctico, de puro poder, una socialdemocracia que impone los valores de la izquierda, pero guarda en su redil los votos de las derechas. En estos siete años de presunto gobierno conservador ni siquiera se ha derogado la Ley de Memoria Histórica; para colmo se han reforzado las medidas totalitarias de la corrección política, la persecución a la familia tradicional y la imposición de la inquisición de género, con comisarios políticos ad hoc para delatar, multar y amordazar a todo el que disiente de la superstición imperante. Véase la infame Ley Cifuentes como muestra.
El PP no ha presentado batalla en nada a las izquierdas. Su deserción ha dejado al enemigo dueño del campo. Peor, los de Génova se han pasado con armas y bagajes a la horda perroflauta, han entregado la ciudad y desarmado toda resistencia. Ni siquiera han sabido defender los dos elementos básicos del conservadurismo español: la unidad de España y la Corona. Nunca ha sido la monarquía más insultada y envilecida, jamás soportó tantos desaires, que han quedado impunes bajo el indolente y mansurrón gobierno de Rajoy y sus bueyes. Y eso por no hablar del caso Urdangarín. ¿Y qué decir del tema catalán que no hayamos escrito en estas páginas? Frente a la alta traición de los separatistas se ha optado por el perfil más bajo, cuando no por la inacción cómplice. Se ha perdido la batalla de la opinión pública europea y catalana. Tras el discurso del Rey, el Gobierno ha actuado a regañadientes, con indecible torpeza y, en un gesto indigno donde los haya, se ha escudado tras la toga de los jueces. Eso han hecho los "populares", a quienes se eligió para que tomasen medidas políticas. En lugar de optar por remedios radicales para sajar la gangrena, se decidió hacer lo menos posible, dejar las cosas como estaban y encomendarse a unas estúpidas elecciones que sólo han servido para agudizar el problema que ahora, gracias a Soraya y sus abogados, se extiende por Baleares, Valencia, Navarra y hasta Aragón. ¡Gracias, Rajoy!
Pero esta situación arranca de mucho antes, por lo menos de los años sesenta, cuando la izquierda comenzó a dominar el discurso cultural español, sobre el que impera sin resistencia apreciable desde los años ochenta. Los que ya peinamos canas recordamos de nuestros años mozos a los curas obreros, a los falangistas "auténticos" y a los carlistas progres y filoetarras de don Hugo. Eran los aires del Concilio, que llevaron la muerte al cristianismo, a la Falange y al carlismo. Tras la Transición, la UCD, que no era sino el Movimiento travestido en Cortefiel, se apresuró a ceder todo lo imaginable ante la izquierda con tal de obtener las credenciales de demócrata de manos de los muy intachables dirigentes del PCE, el partido antitotalitario por antonomasia. Desde 1977, la derecha se dedicó a preservar el poder económico y la izquierda a dominar todo lo demás, sobre todo la cultura y la enseñanza, donde no admite el menor reto a su monopolio. De la misma forma, el País Vasco y Cataluña se entregaron sin rechistar a los separatistas, entonces minoritarios (recordemos que las primeras elecciones vascas las ganó el PSOE).
En eso se ha seguido hasta el año pasado, en el que los separatistas, engordados por decenios de complicidad de Madrid, reventaron el sistema constitucional y se encontraron con eficaces aliados en la izquierda podemita, cuyo ascenso fue patrocinado por los medios de comunicación cómplices del Gobierno. La peste hoy se extiende por el norte de España y tiene difícil solución. Pero el PP forma tanta parte de ese mal como los separatistas y la izquierda. Recordemos que el presuntamente patriota Aznar entregó atado de pies y manos el PP catalán a Pujol, le concedió la creación de los Mozos de Escuadra y no puso el menor obstáculo a las políticas de inmersión lingüística y de lavado de cerebro de la Generalidad. El PP, hoy más que ayer, nunca ha presentado batalla a la izquierda. Es un partido sin ideas, que ha renunciado a una tradición que se remonta a Jovellanos, a Balmes, a Donoso Cortés, a Menéndez Pelayo y a Maeztu: una derecha intelectual y nacional de alto nivel que los quidams de Génova desconocen y hasta dejan que se persiga y destruya. Recordemos, en el 96, el gran referente histórico de Aznar fue... Azaña. ¡Así nos ha ido! Sin fe, sin ideas, sin proyecto, con la sola justificación de lo económico, el PP no puede hacer frente a una hegemonía ideológica que debería haber destruido o, por lo menos, combatido. ¿Qué derecho tiene esa banda de mercenarios para pedir el voto de los españoles tradicionalistas y católicos? ¿o el de los simples patriotas?
En política hay que tener ideas y hasta ideología. La derecha española, esencialmente cortoplacista, ignara y pesetera, es incapaz de entender esto y, por eso, merece ser derrotada y desaparecer. Tener el gobierno no es tener el poder. Desde antes de la muerte de Franco, el poder social en España es de la izquierda y de los separatistas porque ellos forman y adoctrinan a la mayoría de los españoles, para eso se les ha entregado la enseñanza y la cultura, de donde la derecha ha sido erradicada. Los gobiernos son efímeros, fugaces años de disfrute del presupuesto para la facción que logra encaramarse a lo alto de la cucaña. En eso, sin duda, el PP de Rajoy es muy hábil. Pero un refrán africano dice que cuanto más alto sube el mono mejor se le ve el culo: y las posaderas del PP han quedado al descubierto, bien repletas de mierda.
La patria necesita la hecatombe electoral del PP; su desaparición sería el más deseable de los escenarios. Sólo desde las ruinas, desde la tierra baldía que Rajoy y sus conmilitones han dejado, se podrá construir una derecha de ideas y principios, que combata a los valores dominantes de raíz. Aunque eso suponga no llegar al gobierno en un plazo inmediato. Los comunistas, desde 1977, nunca han obtenido un ministerio. Sin embargo, la Ley de Memoria Histórica, la dictadura de género, la destrucción de la identidad católica y la perversión de los valores culturales demuestran que la extrema izquierda ha logrado influir más a largo plazo, sin tocar una poltrona, de lo que lo ha hecho la derecha con sus ministros, subsecretarios y demás bergantes de alto copete.