La sociedad española sufre una dolencia crónica, se llama titulitis, y sus síntomas son una hinchazón de los grados académicos, una hemorragia de cursos, seminarios y masters, y una anemia crónica en las cuentas corrientes de las familias de los universitarios. A cambio de pagos exorbitantes, los afectados por este síndrome acumulan papeles con timbres y sellos que certifican un esfuerzo inútil.
Esta pandemia la provoca un parásito endogámico al que llamamos universidad. Hasta el Plan Bolonia, que convirtió las facultades en máquinas tragaperras, estas instituciones académicas servían para proveer a la sociedad de cuadros medios y altos. Bastaba con una licenciatura de cinco años para convertirle a uno en un profesional. El resto de los saberes se adquirían con la experiencia.
Como sabrá el lector que haya pasado por una de ellas –en especial las de Humanidades–, las facultades son ecosistemas protegidos, cerrados cultivos de laboratorio en los que no se adaptan especies exógenas y donde se producen fenómenos asombrosos de ciencia infusa, ya que el inmenso saber de profesores y catedráticos se transmite por la sangre y otros fluidos a hijos, nietos, sobrinos, primos, esposas y amantes, formando verdaderas dinastías, monarquías hereditarias en este foco de republicanismo. A esta casta de brahmines académicos hay que añadir una variada servidumbre de profesores asociados, doctorandos, alumnos de posgrado y demás famulato que busca un sitio en el departamento. A diferencia de la casta política, la académica no se elige, se accede a ella por ius sanguinis o por imposición de manos.
¿De qué vive esta extraña tribu? De la ganadería. De despellejar, trasquilar y desplumar a la incauta fauna de bachilleres que entran en la facultad con el propósito de obtener un título. ¡Pobrecitos! No saben en qué laberinto de cursos van a quedar enredados hasta casi la cuarentena. Tampoco es muy extraño el que caigan como pardales en la red de los depredadores académicos. Los tiernos e imberbes alumnos que han salido de la enseñanza secundaria con una ineptitud insigne llegan al alma mater por centenares. Estas desnortadas bandadas de chorlitos son el producto de la moderna pedagogía, cuyo didacticismo extremo logra que un mozo alelado se gradúe de bachiller sin saber absolutamente nada, ni siquiera la españolísima gramática parda. Está por estudiar el papel de los pedagogos (o pedabobos) en la cretinización de la juventud europea de los últimos cincuenta años.
Los cursos de postgrado sirven, en teoría, para suplir las lagunas (a veces verdaderos mares interiores) de ese bachillerato reforzado en que se han convertido las carreras universitarias. El alumno paga, realiza unos trabajos que son citas de citas que citan citas de otras citas y, al cabo de regurgitar un argumento de autoridad tras otro, recibe el fruto de su inversión y su tedio escolástico en forma de un título más que colgar en las tristes paredes de la casa paterna, donde el interesado rumia su paro entre convocatoria y convocatoria de oposiciones.
El "conocimiento" que se imparte en las facultades de letras es especialmente sangrante. Las enseñanzas técnicas y científicas exigen un mínimo de calidad: no podemos permitir que los puentes se caigan con un chubasco, que los quirófanos se conviertan en salas de despiece o que los laboratorios exploten con mezclas chapuceras. Con las letras, los experimentos son siempre con gaseosa y no tienen mayores consecuencias prácticas. Secuestrados por la izquierda extrema desde los años ochenta, los departamentos de Humanidades son el más rígido, inmovilista y dogmático baluarte de la corrección política. Hoy ya no se puede dar una conferencia en una universidad si el ponente no pertenece a la izquierda radical. Por supuesto, la libertad de cátedra es una ficción jurídica, ya que los censores ideológicos vigilan en las aulas lo que uno dice. Si a eso le unimos el microespecialismo, que convierte al investigador en un minucioso erudito en naderías, tenemos bien claro el panorama desolador de la universidad, degradada a expendeduría de títulos y a elemento de agit-prop de la biempensancia, con todas las admirables excepciones (y su situación, luchando como están entre las fieras, no es desde luego de envidiar) que todavía pueden existir
Con este panorama, ¿qué valen los títulos? No confundamos valor y precio. No sólo la corrupción política y económica azota al país. La endogamia universitaria y sus engendros nada tienen que envidiar a los de las castas partidista y financiera, en el fondo mucho más democráticas y transparentes que la académica.