La superioridad moral que se atribuye la izquierda postmarxista distingue a ésta de su predecesora, que ignoraba la moralina burguesa y se predicaba científica, estudiosa de las condiciones objetivas de la realidad y ejecutora de una política orientada por el materialismo dialéctico, las leyes de bronce de la Historia y las necesidades tácticas del movimiento obrero. Poco sentimentalismo y menos escrúpulos guiaban a los discípulos de Marx, Engels y Lenin. Las moralejas edificantes sólo tenían un fin propagandístico para quienes un día firmaban un acuerdo con el Kaiser y al mismo tiempo predicaban la destrucción de los imperios. Cuando se fomenta la revolución mundial, uno no está para repartir magdalenas a los pobres. La caridad es lo opuesto a la justicia, nos pontificaban los progres.
Sin embargo, el socialismo real se hizo añicos entre 1956 y 1968 y sus restos fueron barridos por la Historia –esa que ellos afirmaban dominar– entre 1989 y 1991; entonces quedó bien expuesta en toda su desnudez la pobreza, la mezquindad y el horror de los ideales de la Ilustración radical. Una ola de sentimentalidad arrasó el globo y engulló, puede que para siempre, aquella pesadilla de la Razón llamada marxismo–leninismo.
Fue con la crisis del socialismo real cuando la izquierda académica se divorció de las mayorías sociales y del movimiento obrero, que ahora es el enemigo. Fracasado el experimento soviético, con cien millones de asesinados que dejaban muy malparada la superioridad moral de la izquierda, había que buscar nuevos caminos para el hombre nuevo, que, por cierto, ya no sería ni siquiera "hombre", término políticamente incorrecto y objeto de una devastadora deconstrucción inquisitorial. Desde los años sesenta se empezó a cambiar la objetividad científica marxista y decimonónica por una emotividad rousseauniana, por una defensa de las buenas causas con las que todos, en principio, estamos de acuerdo: acabar con el hambre en el mundo, defensa activa de la naturaleza, extensión de la salud a todos los habitantes de la Tierra, proteger el patrimonio cultural en peligro y auxiliar a todo aquel que se encuentre en apuros. En muy poquitos años, los activistas de extrema izquierda se hicieron con los mandos de estos movimientos sociales y consiguieron darles un giro político que hoy es incontestable.
Curiosamente, ya no se buscaban argumentos filosóficos o racionales, sino moralizantes o éticos, para hablar en lenguaje correcto. De allí a la sentimentalidad desbocada no había más que un breve paso que no tardó en darse. Para quienes tenemos cierta edad, las campañas que la izquierda mundial comenzó a ejecutar a partir de los ochenta tenían un tufo a Domund rojo bastante obvio, aunque se camuflaran bajo la música de George Harrison. A partir de los noventa, los hijos progres de familia bien católica se metían en una oenegé como quien se marchaba a las misiones. El laicismo se transformaba en Iglesia y erigía sus propias órdenes mendicantes: las organizaciones no gubernamentales, que piden mucho más dinero a sus fieles que los padres combonianos de antaño. En el año dos mil ya estaba en marcha un poderoso charity business que, desde los organismos de la ONU hasta la última asociación de barrio vive (y muy bien) de los fondos públicos, de las necesidades de imagen de las grandes empresas y de las generosas exenciones tributarias del poder. Basta con examinar el maná presupuestario que alimenta el mecanismo de las supuestas oenegés para comprobar el carácter público de estas instituciones.
Pero, al revés que los misioneros cristianos o musulmanes o budistas –gente que ha hecho unos votos religiosos y se atiene a un severo régimen de vida que les consagra a una misión–, los que administran las oenegés son laicos con gastos, aficiones e intereses puramente particulares, que no han hecho ningún voto ni han consagrado su vida a nada. El chorro de subvenciones millonarias de los contribuyentes y los empresarios ha fomentado la corrupción y los escándalos, que florecen uno detrás de otro sin que nadie tome medidas para frenar esta escalada. ¿Por qué? Porque son la Iglesia laica de la globalización, un instrumento privilegiado de los poderes mundialistas para atacar a sus enemigos. El papel de las oenegés en las "revoluciones de colores" de Ucrania y Georgia, en las "primaveras árabes" y en la deslegitimación de todo aquello que se enfrente a la oligarquía mundialista es clave en la propaganda previa a la agresión política. Al igual que los poderes coloniales utilizaban a a los misioneros, la ONU –la madre de todas las oenegés– y las plutocracias occidentales sueltan a sus rehalas de activistas laicos con el fin de acosar a quien les hace frente. Además, se pretende que la defensa de buenas causas legitima la intromisión en la soberanía de los Estados, de forma que las oenegés se conceden patente de corso para vulnerar legislaciones nacionales con fines más bien bastardos. El último escándalo en Italia, donde han favorecido descaradamente la inmigración ilegal y hasta se les acusa oficialmente de traficar con seres humanos, es una buena muestra de ello: un poderoso aparato de contrapropaganda ha empezado su campaña contra las autoridades italianas para demostrarles bien a las claras que estos entes multinacionales están por encima de la ley. Por eso, los países que valoran su independencia y su soberanía, como Rusia, imponen restricciones a la acción de estas asociaciones imperialistas.
El charity business es la Iglesia militante de la religión de Estado de nuestra era: el laicismo. Se puede definir por una extraña mezcla de gestión y publicidad descarnadamente capitalista y de buenismo progre, que abandona progresivamente la razón por el sentimentalismo devoto, que rechaza los argumentos científicos y la duda razonable por los dogmas, como la ideología de género, el calentamiento global o la maldad intrínseca de ese capitalismo que le nutre y sin el cual desaparecería en cuestión de semanas. Como puede comprobar cualquiera que haya intentado discutir las creencias de esta nueva Iglesia, cada vez que se ponen en duda sus principios, los creyentes le clasifican a uno de fascista, sexista o reaccionario y se niegan a seguir discutiendo, temerosos de que el contacto con los paganos mancille la pureza del dogma. La indignación moral sustituye al razonamiento, como con nuestras viejas catequistas de antaño.
Vuelve una era de cruzadas e inquisiciones. ¡Que Dios nos valga!