El resignado lector de periódicos ya sabrá que el cardenal Osoro, bergogliano de pro, ha decidido apoyar la huelga feminista del ocho de marzo. Merecerá la pena llevar la cuenta de las cardenalas, obispas, canónigas, arciprestas, sacerdotisas y sacristanas que se suman a la huelga de mujeres convocada por la extrema izquierda. De todos es sabido que la Iglesia católica ha aceptado el régimen de cuotas y de discriminación positiva, por eso las religiosas tienen más oportunidades que los religiosos para acceder a cargos directivos dentro de esta institución, como se puede observar cada vez que se convoca un cónclave, un sínodo, una conferencia episcopal o cualquier otra importante asamblea eclesiástica.
Aún no tenemos noticia de que las rabinesas, las dalailamesas y las ayatolesas se adhieran a tan magna ocasión, pero seguramente acudirá un no pequeño contingente de brujas. Desde que Bergoglio se encasquetó la tiara (que cualquier día cambiará por la boina del Che), la marea de innovaciones populistas no ha dejado de crecer, hasta dejar tamañito a Nicolás Maduro. Pero entre las grandes aportaciones del montonerismo eclesial en materia De Propaganda Fide hay señalar la de evangelizar por el ridículo, que empezó cuando Francisco puso a bailar al obispado y continúa con Osoro convertido en suripanta cadenalicia del desfile de tarascas del ocho de marzo. ¿Para cuándo una carroza de la Conferencia Episcopal en el Gay Pride?
Mamma Roma siempre ha destacado por su pragmatismo y su cínica adaptación a los poderes terrenales, bien es cierto que con honorables excepciones, pero la deriva populista de este papado va a conseguir lo que sus peores enemigos jamás lograron: que se ponga ella solita en la picota, que perpetre lo más imperdonable que se puede hacer con las cosas de Dios: convertirlas en objeto de mofa, en asuntos que susciten una sonrisa de desprecio en el viandante. Cuando uno observa las comunidades religiosas que se mantienen fieles a su Tradición, desde las iglesias orientales hasta los budistas mahayana, pasando por musulmanes sunníes o chiíes, hindúes, jainas y judíos ortodoxos, lo primero que salta a la vista es el apego casi neurótico a rituales, tabúes, creencias y liturgias, es decir, a todo lo que implica un decoro, una reverencia ante lo sagrado, ante la teofanía: el contacto con el mysterium tremendum, lo que en el vulgo profano denominamos trascendencia.
Quizá sea el signo de los tiempos, quizás san Malaquías no andaba tan equivocado, quizás el tercer secreto de Fátima no sea el que nos han dicho que era... doctores tiene la Iglesia, supongo. Pero lo que para los legos está más que claro es que la sangría permanente de fieles y de vocaciones en la Iglesia se originó en el Concilio Vaticano II, aquel en el que la cura del alma de cada fiel dejó de ser el objeto de la misión eclesial para convertir la Nave de San Pedro en un acorazado Potemkin ocupado por un ente llamado el pueblo de Dios, en el que el timón lo lleva un soviet de curas rojos empeñado en arruinar la liturgia, razonar la fe y convertir a la Iglesia de Cristo en una internacional de OeNeGés excristianas y postmarxistas, que es en lo que han quedado, por ejemplo, los jesuitas. La mística, la belleza, la tradición, el arte, la reverencia ante lo sacro, todo eso ha sido arrojado a un desván. Dicen que no es importante. Puede ser. Pero millones de católicos de a pie han tenido un empeño constante en enriquecer y embellecer sus templos durante dos milenios. Por algo será.
La salvación del alma individual de cada fiel, el acceder a reino de Dios –que no es de este mundo–, sí que parecía un propósito esencial de la Fe. Y la belleza, el ritual, la música, el sobrecogimiento de cada uno de nosotros ante ese misterio, incomprensible e inexplicable, que es nuestro estar aquí y nuestro pasar al más allá, nos importa mucho más que todas las zarandajas sociológicas en las que se enredan nuestros obispos para ser más populares, para conectar con la sociedad, para aggiornarse. Desde que el catolicismo se hizo social y progresista, las que más crecen son las otras religiones. Sin embargo, hay una fascinación por San Juan de Cruz, por los cartujos, por la música sacra. ¿No encienden estás tendencias del laicado alguna luz en sus eminencias, que se creen tan al día? ¿Tendrán que resignarse los occidentales con una vocación espiritual a ascender al monte Carmelo en un monasterio tibetano, a avivar la scintilla Dei junto a un gurú de Benarés?
Habla mucho en contra de la sabiduría de las universidades pontificias el que sus muy distinguidos teólogos no hayan caído en la cuenta de lo que sabe cualquier viejecita que borda el manto de la Virgen, cualquier miembro de una cofradía: la belleza, la tradición y el misterio son la mejor manera de hacer entrar la fe por los ojos. Y cuanto más arcaica, menos razonada y mas cantada, mejor. Véase a nuestros hermanos ortodoxos.
La Iglesia católica no está en eso: el ocho de marzo sale a protestar contra el machismo y la familia heteropatriarcal.