Raza curiosa la de los anglosajones; por un lado, son el pueblo elegido del capitalismo, llevan bien marcado el estigma liberal y les resulta imposible renunciar a él, como si se tratara de una enfermedad congénita, de una tara hereditaria. Pero, al mismo tiempo, seguramente para sobrevivir en el infierno del nihilismo materialista que su propia índole ha desencadenado, son los grandes descubridores de mundos fantásticos, de vertiginosos universos paralelos que nos fascinan y nos deleitan. Con la salvedad de E.T.A. Hoffmann, Hans Heinz Ewers, Alfred Kubin, Charles Nodier y Guy de Maupassant, los grandes clásicos de la literatura fantástica han sido ingleses y americanos, desde James Hogg, Horace Walpole y Charles Robert Maturin hasta Clark Ashton Smith y Robert E. Howard, pasando por Mary Shelley, Poe, Stevenson, Hawthorne, Bram Stoker, Arthur Machen o Algernon Blackwood. Quizás porque su cultura originó el empirismo y la física mecanicista, de donde han salido la ciencia y la tecnología modernas, los pueblos de habla inglesa han creado infinitas mitologías literarias –¿qué es todo mito sino literatura?– para escapar del mundo automatizado y comercial que les rodea, como bien puede afirmar el lector de C.S. Lewis o J.R.R. Tolkien.
El cuento de horror tiene además una fascinación propia, un encanto enfermizo que nos ata a este tipo de narrativa. El ambiente de pesadilla de Drácula, la angustia de La Narración de Arthur Gordon Pym o la tensión casi preternatural de El terror, de Machen, forman parte de las mejores experiencias de lectura en este género literario. ¿Será una casualidad que buena parte de estos autores tengan ascendencia celta, como Stoker, Machen o Stevenson? Igual que la poesía bárdica se infiltró en la literatura inglesa a través del ciclo artúrico e impregnó los escritos de María de Francia o Thomas Mallory, la mitología céltica y nórdica, rescatada por la crítica literaria decimonónica, tiene mucho que ver con el resurgir del cuento fantástico de terror, con los ambientes primitivos y crepusculares de la Irlanda de Yates y el Gales de Machen.
El más famoso de estos autores, que además escribió un excelente tratado sobre el género, es Howard Phillips Lovecraft (1890–1937), nacido en Nueva Inglaterra, de ascendencia inglesa y puritana, como Hawthorne y Emily Dickinson, otro par de geniales reclusos de las letras yanquis. Lovecraft queda huérfano de padre muy pronto y bajo la tutela de una madre nerviosa e hipersensible, que quiere tener bajo su custodia castradora al pequeño. Esta influencia marcará al escritor; lo convertirá en un inadaptado para la vida profesional, incapaz de ganar dinero y de sostenerse con su obra (cuya edición tantos millones da a otros) y en uno de esos misántropos amables, educados y encantadores que tanto abundaban en otro tiempo: un caballero inglés de la era de Addison, Arbuthnot y Swift nacido fuera de su época. Para que nos hagamos una idea del personaje, nunca aceptó en su fuero interno la independencia de los Estados Unidos y se consideraba un fiel súbdito de Su Majestad Británica. Con un simple título, A Description of the Town of Quebeck, in New–France, Lately Added to His Britannick Majesty´s Dominion de 1930, nos hacemos una idea de lo alejado que estaba Lovecraft no sólo de las vanguardias literarias y artísticas, a las que detestaba abiertamente, sino de sus contemporáneos (recordemos que Quebec se cedió por Francia a la Corona británica en 1763; ese lately del autor indica una curiosa concepción del tiempo histórico). El legado literario que dejó no sólo es conocido por la inmensa cantidad de cartas que forman su correspondencia, sino por los miles de versos escritos en inglés augústeo, una especie de gigantesco dinosaurio poético, articulado con unas estrofas que bien habrían podido firmar Pope, Dryden o Gray.
Hasta bien pasados los veinte años, Lovecraft vive al margen el mundo, recluido en una familia recién arruinada que trata desesperadamente de mantener la posición perdida y que, al ver frustrado su propósito, se aferra a sus prejuicios, a sus convencionalismos y a su pasado. Los biógrafos del escritor lamentan esta influencia de su madre y de sus tías sobre el joven Lovecraft, que vivirá aislado, sin contacto con sus coetáneos, mirando a las estrellas con su telescopio y escribiendo poesía dieciochesca. Esta queja nos parece absurda. Para empezar, jamás habríamos tenido al Lovecraft escritor sin ese régimen tan excéntrico de vida, que le permitió adquirir unos conocimientos científicos, históricos, filosóficos y literarios excepcionales. Afortunadamente fue un niño muy raro, no otro más de los millones de mediocres satisfactoriamente integrados. Además, si él hubiera querido, con dar un portazo y marcharse habría acabado con semejante régimen. Si no lo hizo fue porque, junto a ellas, podía proteger una idea de sí mismo, la del caballero de buena posición que se entretiene en un ocio creativo, escribe odas y ejerce de astrónomo aficionado. ¿Cómo habría podido vivir ese sueño lejos de su Providence natal, de su madre, de sus tías y del 454 de Angell Street? Tenemos una prueba muy clara de ello en 1924, cuando después de protagonizar un noviazgo digno del personaje –en el que él fue cortejado por la novia–, Lovecraft se casa con Sonia Greene y marcha a Nueva York, tras abandonar su adorada Providence. Fue absolutamente incapaz de encontrar un trabajo decente y de aguantar el matrimonio –el sexo le parecía una ocupación enojosa y vulgar–; concibió un odio muy descriptible por la capital del mundo moderno y volvió a su tierra natal a los dos años, para vivir con sus tías hasta el final, en 1937.
¿Realmente es tan anormal el que uno deteste Nueva York y quiera volver a su tierra? Así describe su experiencia metropolitana: «Aunque somos americanos, parecemos extraños en una ciudad extranjera. No me gusta pensar que este es el estilo del futuro. De ser así, creo que el mundo se está volviendo loco, que estamos llegando al final de una era».[1] El soberbio relato El horror de Red Hook refleja el profundo malestar que la sociedad cosmopolita y multicultural le producía, y eso no es nada comparado con la crudeza en las expresiones de su correspondencia, de las que hago gracia al lector, no sea que nos vayan a cerrar El Manifiesto. Red Hook es la obra más dura y la que más críticas negativas ha recibido por parte de la corrección política. Creo que con esto ya la he recomendado bastante. Pero no nos hagamos una falsa idea del hombre: en su trato era una persona muy amable y educada, con la que daba gusto conversar hasta altas horas de la noche, y que contó con amigos comunistas, judíos y homosexuales, como el excelente poeta Hart Crane. Su esposa, Sonia Haft Greene, era hebrea. Y, sin embargo, el Lovecraft racista, antisemita y partidario de trazar una estricta colour line entre blancos y negros fue capaz de coexistir en muy buenos términos con ellos. Era la conciencia de invasión, de aniquilamiento de la propia identidad en el caos indiferente del melting pot, de desarraigo, lo que exacerbó el racismo de Lovecraft, el saber que estaba perdiendo su país, que su estirpe sería suplantada y que sus ciudades se convertirían en hormigueros de cemento ocupados por unos extraños con los que nada tenía en común: en definitiva, Lovecraft odiaba la muy desagradable sensación de sentirse extranjero en su patria.
La Gran Manzana, pues, resultaba un infierno para un artista ligado a un ambiente y a unos paisajes, que adoraba la arquitectura colonial, las granjas, los prados y la tradición de Nueva Inglaterra. Por algo está escrito sobre su tumba «I am Providence». Lovecraft, como Thomas Hardy o como Hawthorne, el modelo que siempre tuvo ante sí, es un escritor telúrico, inseparable de un paisaje y una estirpe. Ciertamente, Lovecraft sostenía unos prejuicios raciales, literarios y políticos que hoy le habrían valido algo peor que el anonimato literario y el fracaso comercial que soportó tan dignamente en vida.
El lector de Lovecraft sabe que sus obras de horror cósmico reflejan el materialismo sin concesiones de su filosofía, en la que el ser humano no es más que una ínfima molécula en un universo carente de sentido, donde flotamos a la deriva tratando de sobrevivir. En su correspondencia, el desprecio por el cristianismo y las demás religiones sólo se matiza con su simpatía por la paganía naturalista de griegos y romanos. ¿Cómo, entonces, puede estar Lovecraft tan aferrado a su tradición anglosajona si no hay propósito en la existencia y la humanidad no es sino un efímero instante en medio del infinito? ¿Qué importan razas, pueblos y paisajes? Es el propio Lovecraft quien da una espléndida respuesta: «el “bien” es una cualidad variable y relativa, que depende del linaje, la cronología, la geografía, la nacionalidad y el temperamento individual. Entre toda esta variabilidad hay sólo un anclaje fijo al que nos podemos asir como una pseudo–medida de “valores” que necesitamos para sentir estabilidad y satisfacción. Y ese anclaje se llama tradición, el potente legado emocional dejado para nosotros por el conjunto de la experiencia de nuestros antepasados, individual o nacional, biológica o cultural. La Tradición no tiene ningún sentido en el cosmos, pero lo significa todo en nuestro medio, en la vida práctica, porque no tenemos nada más que nos proteja del devastador sentimiento de “estar perdidos” en el tiempo y el espacio sin fin».[2]
Por esto, sin duda, Lovecraft es un escritor actual, más allá de su maestría clásica en el cuento de horror cósmico. Por eso también es políticamente incorrecto y víctima de estúpidas y sectarias persecuciones como la del escritor Daniel José Older (al que sólo se le conoce por esto), que pidió en 2014 que la figurita del World Fantasy Award, uno de los premios más importantes de literatura fantástica, suprimiera la estampa de Lovecraft –autor esencial del género y de mérito universalmente reconocido– y en su lugar se pusiera la de Octavia Butler, que era negra y mujer. Por supuesto, su petición fue aceptada.
Pero estábamos hablando de horror cósmico, ¿verdad?...