“Navarra será lo que los navarros quieran”, había dicho Zapatero. Los navarros votaron muy mayoritariamente por UPN, pero como le faltaba un pelín para tener la mitad más uno de los escaños, en Navarra gobernará exactamente lo contrario de lo que los navarros han querido, por voluntad del propio Zapatero. Y todavía nos han dicho, con una desfachatez que tira de espaldas, que es que “los navarros han votado por el cambio”. Ni siquiera puede argüirse que en esa coalición de minorías haya una afinidad ideológica: sobre el papel, los socios de ocasión son tan distintos como que uno es constitucionalista y otro es secesionista. Es el mismo proceso que habíamos visto antes en Galicia. Un gazpacho semejante es también el que ha tomado el poder en las Baleares: como a Jaume Matas le faltaba un escaño para tener mayoría absoluta, todos los partidos perdedores, desde la derecha dura local hasta la extrema izquierda independentista, se han coaligado para formar gobierno. En Canarias, como es sabido, la mayoría socialista, victoriosa, ha sido desplazada por una coalición de los perdedores PP y CC.
Esto, que se ve mucho en los palacios, pasa también en las cabañas. España está llena de Ayuntamientos donde gobiernan coaliciones de perdedores porque los ganadores no han obtenido la mitad más uno. En esa topografía de la antidemocracia encontramos de todo, desde tránsfugas escandalosos hasta súbitos descubrimientos de convergencia programática, pasando por mociones de censura planteadas apenas veinte días después de la toma de posesión. En el Ayuntamiento de Leganés, comunidad de Madrid, socialistas y comunistas han presentado una moción de censura contra la alcaldesa del PP, que obtuvo mayoría simple, porque “ha demostrado que no es lo que los leganeses y las leganesas querían”… ¡en tres semanas de gestión! Uno no sabe si troncharse de la risa o llorar amargamente ante semejantes ejercicios de cinismo. Pero, visto que lo que hay enfrente es una sociedad dispuesta a tragárselo todo, quizá la opción del llanto sea la más adecuada.
Democracia bananera
Vayamos a lo sustantivo: esto es vergonzoso. Una democracia donde la voluntad de la mayoría no cuenta, eso no es una democracia, sino una partitocracia, es decir, un régimen donde los partidos, una vez emitido el voto popular, lo cocinan a su aire hasta quitarse al pueblo de en medio. Las cosas, en principio, no tendrían por qué ser así. Nuestro sistema contempla que las mayorías, si no son absolutas, puedan gobernar como mayorías simples. Así gobernó UCD, el PSOE en su última legislatura y el PP en la primera, y así se han gobernado numerosos ayuntamientos y comunidades. Sencillamente, si uno no tiene mayoría absoluta, ya sabe que no podrá aplicar íntegramente su programa y que tendrá que pactar tales o cuales puntos con los grupos minoritarios. Es una solución enojosa para el vencedor, pero retrata la expresión general de los votos ciudadanos. Ahora bien, ello requiere que los partidos acepten, no caballerosamente, sino democráticamente, que lo justo es que gobierne quien ha ganado. Y lo que estamos viviendo de un tiempo a esta parte es lo contrario: los partidos han decidido que son ellos, y no los votos, quienes mandan. Lo dicho: partitocracia.
Esta situación no puede ser buena. Engendra necesariamente una feroz desconfianza hacia el sistema, pues invierte el voto popular. Hará que la gente vea cada vez peor a los políticos, pues nada ignora que todos estos tejemanejes no tienen otra función que repartirse a calzón quitado el presupuesto. Hará también que los ciudadanos vayan desinteresándose de la democracia, pues nadie se interesa por una democracia en la que los ciudadanos son meros comparsas. Y una democracia sin ciudadanos no es una democracia: seguirá habiendo partidos, elecciones, campañas y discursos, pero democracia, no.
Se impone una reforma a fondo del sistema. Plantearlo parece inútil, pero esa sensación de desesperanza ya es una buena muestra de hasta qué grado de corrupción ha llegado nuestro sistema. Y la única forma de salir de ahí es cambiar en profundidad la forma de elegir a los representantes de los ciudadanos. Sería muy bueno que pudiéramos elegir a nuestros diputados personalmente, por distritos, por circunscripciones más reducidas, donde uno vote a las personas, y no a los aparatos de los partidos. Y es absolutamente imprescindible que, después del voto, haya mecanismos que garanticen que gobierne aquel al que la mayoría de la gente ha elegido. La implantación de una segunda vuelta, al estilo francés, sería una excelente idea: permitiría que el ciudadano votara con garantías.
Naturalmente, los partidos políticos se opondrán a cualquier reforma. Eso los convierte en principales responsables de lo que pasa en España: que nos hemos convertido en una democracia bananera. ¿Nos lo merecemos?